San
Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo, de 1568, en el castillo de
Castiglione delle Stivieri, en la Lombardia. Hijo mayor de Ferrante,
marqués de Chatillon de Stiviéres en Lombardia y príncipe del Imperio y
Marta Tana Santena (Doña Norta), dama de honor de la reina de la corte
de Felipe II de España, donde también el marqués ocupaba un alto cargo.
La madre, habiendo llegado a las puertas de la muerte antes del
nacimiento de Luis, lo había consagrado a la Santísima Virgen y llevado a
bautizar al nacer. Por el contrario, a don Ferrante solo le interesaba
su futuro mundano, que fuese soldado como él.
Desde
que el niño tenía cuatro años, jugaba con cañones y arcabuces en
miniatura y, a los cinco, su padre lo llevó a Casalmaggiore, donde unos
tres mil soldados se ejercitaban en preparación para la campaña de la
expedición española contra Túnez. Durante su permanencia en aquellos
cuarteles, que se prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se
divertía en grande al encabezar los desfiles y en marchar al frente del
pelotón con una pica al hombro.
En
cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se las arregló para
cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo advirtiera, y
dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento. Rodeado por los
soldados, aprendió la importancia de ser valiente y del sacrificio por
grandes ideales, pero también adquirió el rudo vocabulario de las
tropas. Al regresar al castillo, las repetía cándidamente.
Su
tutor lo reprendió, haciéndole ver que aquel lenguaje no sólo era
grosero y vulgar, sino blasfemo. Luis se mostró sinceramente avergonzado
y arrepentido de modo que, comprendiendo que aquello ofendía a Dios,
jamás volvió a repetirlo.
Despierta su vida espiritual
Apenas
contaba siete años de edad cuando experimentó lo que podría describirse
mejor como un despertar espiritual. Siempre había dicho sus oraciones
matinales y vespertinas, pero desde entonces y por iniciativa propia,
recitó a diario el oficio de Nuestra Señora, los siete salmos
penitenciales y otras devociones, siempre de rodillas y sin cojincillo.
Su propia entrega a Dios en su infancia fue tan completa que, según su
director espiritual, San Roberto Belarmino, y tres de sus confesores,
nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal.
En
1577 su padre lo llevó con su hermano Rodolfo a Florencia, Italia,
dejándolos al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y
el idioma italiano puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus
progresos en estas ciencias seculares, no impidieron que Luis avanzara a
grandes pasos por el camino de la santidad y, desde entonces, solía
llamar a Florencia, "la escuela de la piedad".
Un
día que la marquesa contemplaba a sus hijos en oración, exclamó: «Si
Dios se dignase escoger a uno de vosotros para su servicio, "¡qué
dichosa sería yo!". Luis le dijo al oído: «Yo seré el que Dios
escogerá.». Desde su primera infancia se había entregado al la Santísima
Virgen. A los nueve años, en Florencia, se unió a Ella haciendo el voto
de virginidad. Después resolvió hacer una confesión general, de la que
data lo que él llama «su conversión».
A
los doce años había llegado al más alto grado de contemplación. A los
trece, el obispo San Carlos Borromeo, al visitar su diócesis, se
encontró con Luis, maravillándose de que en medio de la corte en que
vivía, mostrase tanta sabiduría e inocencia, y le dio él mismo la
primera comunión.
Fue muy puro y exigente consigo mismo
Obligado
por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado,
se encontró mezclado con aquellos que, según la descripción de un
historiador, "formaban una sociedad para el fraude, el vicio, el crimen,
el veneno y la lujuria en su peor especie". Pero para un alma tan
piadosa como la de Luis, el único resultado de aquellos ejemplos
funestos, fue el de acrecentar su celo por la virtud y la castidad.
A
fin de librarse de las tentaciones, se sometió a una disciplina
rigurosísima. En su celo por la santidad y la pureza, se dice que llegó a
hacerse grandes exigencias como, por ejemplo, mantener baja la vista
siempre que estaba en presencia de una mujer. Sea cierto o no, hay que
cuidarse de no abusar de estos relatos para crear una falsa imagen de
Luis o de lo que es la santidad. No es extraño que en los primeros años,
después de una seria decisión por Cristo, se cometan errores al
quererse encaminar por la entrega total en una vida diferente a la que
lleva el mundo. El mismo fundador de los Jesuitas explica que en sus
primeros años cometió algunos excesos que después supo equilibrar y
encausar mejor. Lo admirable es la disponibilidad de su corazón,
dispuesto a todo para librarse del pecado y ser plenamente para Dios.
Además, hay que saber que algunos vicios e impurezas requieren grandes
penitencias. San Luis quiso, al principio, imitar los remedios que leía
de los padres del desierto.
Algunos
hagiógrafos nos pintan una vida del santo algo delicada que no
corresponde a la realidad. Quizás, ante un mundo que tiene una falsa
imagen de ser hombre, algunos no comprenden como un joven varonil pueda
ser santo. La realidad es que se es verdaderamente hombre a la medida
que se es santo. Sin duda a Luis le atraían las aventuras militares de
las tropas entre las que vivió sus primeros años y la gloria que se le
ofrecía en su familia, pero de muy joven comprendió que había un ideal
mas grande y que requería mas valor y virtud.
Fue en Montserrat donde se decidió la vocación de Luis.
Hacía
poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia,
cuando su padre los trasladó con su madre a la corte del duque de
Mántua, quien acababa de nombrar a Ferrante gobernador de Montserrat.
Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579, cuando Luis tenía once años
y ocho meses. En el viaje Luis estuvo a punto de morir ahogado al pasar
el río Tessin, crecido por las lluvias. La carroza se hizo pedazos y
fue a la deriva. Providencialmente, un tronco detuvo a los náufragos. Un
campesino que pasaba vio el peligro en que se hallaban y les salvó.
Una
dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le sirvió de
pretexto para suspender sus apariciones en público y dedicar todo su
tiempo a la plegaria y la lectura de la colección de "Vidas de los
Santos" por Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada
por trastornos digestivos tan frecuentes, que durante el resto de su
vida tuvo dificultades en asimilar los diarios alimentos.
Otros
libros que leyó en aquel período de reclusión son , Las cartas de
Indias, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas en aquel país,
le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús a fin de
trabajar por la conversión de los herejes y Compendio de la doctrina
espiritual de fray Luis de Granada. Como primer paso en su futuro camino
de misionero, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa
de Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar.
En
Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas
enteras en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en privado
comenzó a practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a
la semana a pan y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se
levantaba a mitad de la noche para rezar de rodillas sobre las losas
desnudas de una habitación en la que no permitía que se encendiese
fuego, por riguroso que fuera el tiempo.
Fue
inútil que su padre le combatiese en estos deseos. En la misma corte,
Luis vivía como un religioso, sometiéndose a grandes penitencias. A
pesar de que ya había recibido sus investiduras de manos del emperador,
mantenía la firme intención de renunciar a sus derechos de sucesión
sobre el marquesado de Castiglione en favor de su hermano.
Madrid
En
1581, se dio a Ferrante la comisión de escoltar a la emperatriz María
de Austria en su viaje de Bohemia a España. La familia acompañó a
Ferrante y, al llegar a España, Luis y su hermano Rodolfo fueron
designados pajes de Don Diego, príncipe de Asturias. A pesar de que
Luis, obligado por sus deberes, atendía al joven infante y participaba
en sus estudios, nunca omitió o disminuyó sus devociones.
Cumplía
estrictamente con la hora diaria de meditación que se había prescrito,
no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces varias
horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección,
extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de
los cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione no
parecía estar hecho de carne y hueso como los demás.
Resuelto a unirse a la Compañía de Jesús
El
día de la Asunción del año 1583, en el momento de recibir la sagrada
comunión en la iglesia de los padres jesuitas, de Madrid, oyó claramente
una voz que le decía: «Luis, ingresa en la Compañía de Jesús.»
Primero,
comunicó sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en
cuanto ésta los participó a su esposo, este montó en cólera a tal
extremo, que amenazó con ordenar que azotaran a su hijo hasta que
recuperase el sentido común. A la desilusión de ver frustrados sus
sueños sobre la carrera militar de Luis, se agregaba en la mente de
Ferrante la sospecha de que la decisión de su hijo era parte de un plan
urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego en el que
había perdido grandes cantidades de dinero.
De
todas maneras, Ferrante persistía en su negativa hasta que, por
mediación de algunos de sus amigos, accedió de mala gana a dar
consentimiento provisional. La temprana muerte del infante Don Diego
vino entonces a librar a los hermanos Gonzaga de sus obligaciones
cortesanas y, luego de una estancia de dos años en España, regresaron a
Italia en julio de 1584.
Al
llegar a Castiglione se reanudaron las discusiones sobre el futuro de
Luis y éste encontró obstáculos a su vocación, no sólo en la tenaz
negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de sus
parientes, incluso el duque de Mántua. Acudieron a parlamentar eminentes
personajes eclesiásticos y laicos que recurrieron a las promesas y las
amenazas a fin de disuadir al muchacho, pero no lo consiguieron.
Ferrante
hizo los preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del
norte de Italia y, terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de
tareas importantes, con la esperanza de despertar en él nuevas
ambiciones que le hicieran olvidar sus propósitos. Pero no hubo nada que
pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego de haber dado y retirado su
consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por fin, al recibir el
consentimiento imperial para la transferencia de los derechos de
sucesión a Rodolfo y escribió al padre Claudio Aquaviva, general de los
jesuitas, diciéndole: «Os envío lo que más amo en el mundo, un hijo en
el cual toda la familia tenía puestas sus esperanzas.»
El Noviciado
Inmediatamente
después, Luis partió hacia Roma y, el 25 de noviembre de 1585, ingresó
al noviciado en la casa de la Compañía de Jesús, en Sant'Andrea.
Acababa, de cumplir los dieciocho años. Al tomar posesión de su pequeña
celda, exclamó espontáneamente: "Este es mi descanso para siempre; aquí
habitaré, pues así lo he deseado" (Salmo cxxxi-14). Sus austeridades,
sus ayunos, sus vigilias habían arruinado ya su salud hasta el extremo
de que había estado a punto de perder la vida.
Sus
maestros habían de vigilarlo estrechamente para impedir que se
excediera en las mortificaciones. Al principio, el joven tuvo que sufrir
otra prueba cruel: las alegrías espirituales que el amor de Dios y las
bellezas de la religión le habían proporcionado desde su más tierna
infancia, desaparecieron.
Seis
semanas después murió Don Fernante. Desde el momento en que su hijo
Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había
transformado completamente su manera de vivir. El sacrificio de Luis
había sido un rayo de luz para el anciano
No
hay mucho más que decir sobre San Luis durante los dos años siguientes,
fuera de que, en todo momento, dio pruebas de ser un novicio modelo. Al
quedar bajo las reglas de la disciplina, estaba obligado a participar
en los recreos, a comer más y a distraer su mente. Además, por motivo de
su salud delicada, se le prohibió orar o meditar fuera de las horas
fijadas para ello: Luis obedeció, pero tuvo que librar una recia lucha
consigo mismo para resistir el impulso a fijar su mente en las cosas
celestiales.
Por
consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán para que
completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué
artificios se valió para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y
oscuro, debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin
otros muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros.
Luis
suplicaba que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y
ocuparse en las tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán,
en el curso de sus plegarias matutinas, le fue revelado que no le
quedaba mucho tiempo por vivir. Aquel anuncio le llenó de júbilo y
apartó aún más su corazón de las cosas de este mundo.
Durante
esa época, con frecuencia en las aulas y en el claustro se le veía
arrobado en la contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el
recreo caía en éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de
meditación favoritos del santo y, al considerarlos, parecía impotente
para dominar la alegría desbordante que le embargaba.
Una epidemia
En
1591, atacó con violencia a la población de Roma una epidemia de
fiebre. Los jesuitas, por su cuenta, abrieron un hospital en el que
todos los miembros de la orden, desde el padre general hasta los
hermanos legos, prestaban servicios personales.
Luis
iba de puerta en puerta con un zurrón, mendigando víveres para los
enfermos. Muy pronto, después de implorar ante sus superiores, logró
cuidar de los moribundos. Luis se entregó de lleno, limpiando las
llagas, haciendo las camas, preparando a los enfermos para la confesión.
Luis
contrajo la enfermedad. Había encontrado un enfermo en la calle y,
cargándolo sobre sus espaldas, lo llevó al hospital donde servía.
Pensó
que iba a morir y, con grandes manifestaciones de gozo (que más tarde
lamentó por el escrúpulo de haber confundido la alegría con la
impaciencia), recibió el viático y la unción. Contrariamente a todas las
predicciones, se recuperó de aquella enfermedad, pero quedó afectado
por una fiebre intermitente que, en tres meses, le redujo a un estado de
gran debilidad.
Luis
vio que su fin se acercaba y escribió a su madre: «Alegraos, Dios me
llama después de tan breve lucha. No lloréis como muerto al que vivirá
en la vida del mismo Dios. Pronto nos reuniremos para cantar las eternas
misericordias.» En sus últimos momentos no pudo apartar su mirada de un
pequeño crucifijo colgado ante su cama.
En
todas las ocasiones que le fue posible, se levantaba del lecho, por la
noche, para adorar al crucifijo, para besar una tras otra, las imágenes
sagradas que guardaba en su habitación y para orar, hincado en el
estrecho espacio entre la cama y la pared. Con mucha humildad pero con
tono ansioso, preguntaba a su confesor, San Roberto Belarmino, si creía
que algún hombre pudiese volar directamente, a la presencia de Dios, sin
pasar por el purgatorio. San Roberto le respondía afirmativamente y,
como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que
se le concediera esa gracia.
En
una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un arrobamiento que se
prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le reveló que
habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los días
siguientes, recitó el "Te Deum" como acción de gracias.
Algunas
veces se le oía gritar las palabras del Salmo: "Me alegré porque me
dijeron: ¡Iremos a la casa del Señor!" (Salmo Cxxi - 1). En una de esas
ocasiones, agregó: "¡Ya vamos con gusto, Señor, con mucho gusto!" Al
octavo día parecía estar tan mejorado, que el padre rector habló de
enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que iba a morir antes de
que despuntara el alba del día siguiente y recibió de nuevo el viático.
Al padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo:
-¡Ya nos vamos, padre; ya nos vamos ...!
-¿A dónde, Luis?
-¡Al Cielo!
-¡Oigan a este joven! -exclamó el provincial- Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a Frascati.
Al
caer la tarde, se diagnóstico que el peligro de muerte no era inminente
y se mandó a descansar a todos los que le velaban, con excepción de
dos. A instancias de Luis, el padre Belarmino rezó las oraciones para la
muerte, antes de retirarse. El enfermo quedó inmóvil en su lecho y sólo
en ocasiones murmuraba: "En Tus manos, Señor. . ."
Entre
las diez y las once de aquella noche se produjo un cambio en su estado y
fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el
crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la
medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de
veintitrés años y ocho meses.
Los restos de San Luis Gonzaga se conservan actualmente bajo el altar de Lancellotti en la Iglesia de San Ignacio, en Roma.
Fue canonizado en 1726.
El Papa Benedicto XIII lo nombró protector de estudiantes jóvenes.
El Papa Pio XI lo proclamó patrón de la juventud cristiana.
Bibliografía:
Benedictinos, monjes de la abadía de San Agustin en Ramsgate. The Book of Saints. VI edition. Wilton: Morehouse Publishing, 1989
Butler, Vida de Santos, vol. IV. México, D.F.: Collier’s International - John W. Clute, S.A., 1965.
Sgarbossa, Mario y Giovannini, Luigi. Un Santo Para Cada Dia. Santa Fe de Bogota: San Pablo. 1996.
(Fuente: corazones.org)
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