2Re. 11, 1-4. 9-18. 20 ¿De
parte de quién estamos? ¿Realmente tenemos a Dios por Padre? o
¿solamente adoramos al Señor con exterioridades, mientras nuestro
corazón está lejos de Él?
El
Señor hoy nos pide hacer nuestra la Victoria de su Hijo, no sólo sobre
el pecado, sino sobre el autor del pecado y de la muerte: la serpiente
antigua, o Satanás.
Y
es entonces cuando, quienes creemos en Cristo debemos constatar no sólo
el mal que hay en el mundo, sino el mal que anida en nuestros propios
corazones, y que nos impide vivir a la altura, y con la dignidad de
hijos de Dios.
Si le pertenecemos al Señor no nos convirtamos en portadores de signos de muerte, sino de vida.
No
asesinemos a nuestro hermano, antes al contrario matemos el odio, la
maldad, en fin: el pecado que hay en nosotros. Sólo entonces Cristo se
levantará como Rey y Centro de nuestros corazones; y desde nosotros irá
ocupando, poco a poco, el lugar que le corresponde en la Iglesia y en el
mundo entero, y que nosotros quisimos, con nuestras y obras actitudes
pecaminosas, arrebatarle de su mano.
Sal. 132 (131).
Si Dios bendice a Sión por amor a David su siervo, Dios nos bendice a
nosotros por amor a Jesús, su Hijo, en quien Dios cumplió las promesas
hechas a David. Trabajemos constantemente conforme a los bienes que de
Dios hemos recibido.
Que
nuestra apertura a la vida de la gracia y a dejarnos guiar por el
Espíritu Santo nos ayude a llegar a ser una digna morada de Dios. Esa
morada que no es construida con manos humanas, ni con materiales de este
mundo, pues es Dios mismo quien la construye mediante su Amor que
derrama en nuestros corazones.
Cuando
en verdad el amor sea lo único que rija nuestra existencia, entonces
Dios podrá reinar en nuestra propia vida y seremos descendencia, linaje
de Dios; entonces sabremos que en verdad estamos llamados a permanecer
eternamente ante Dios, pues Dios, que nos amó primero, concede la
salvación a quienes le aman y le viven fieles.
Mt. 6, 19-23.
Sigamos a Cristo sin esclavitudes a lo pasajero. Trabajemos por el
Reino de Dios y su justicia que todo lo demás vendrá a nosotros por
añadidura. Seamos capaces de venderlo todo, de repartir el dinero entre
los pobres e ir tras las huellas de Jesús: eso es la radicalidad del
seguimiento del Señor, no como contemplativos solamente, sino como
contemplativos del Rostro del Señor y como testigos de su amor,
proclamando el Evangelio tanto con las obras como con las palabras.
Ante
el Señor y ante nuestro prójimo no podemos tener la mirada turbia por
intereses pasajeros; no podemos hacer del Evangelio un negocio que nos
reporte dividendos para vivir en comodidades y lujos.
Nuestro
tesoro se acumula ahí donde está puesto nuestro corazón: Jesucristo,
sentado a la diestra del Padre Dios; por eso nuestra mirada debe tener
la limpieza cristalina nacida de sabernos amados por Dios hasta el
extremo, para poder amar así también nosotros a nuestro prójimo.
Lo
contrario sería meter ceguera, oscuridad en nosotros, y querer
convertirnos en guías ciegos que conducen, en medio de las tinieblas del
mundo, a otros ciegos, por no tener a Dios ni los criterios de amor que
Él nos ha manifestado en Jesús, su Hijo.
En
la Eucaristía contemplamos con toda claridad el desprendimiento del
Señor de todo lo que posee, para hacernos ricos con su pobreza. Se ha
despojado incluso de su propia vida para que nosotros compartamos con Él
la vida que posee, recibida del Padre.
Él
no solo se ha hecho cercano a nosotros, sino que ha puesto su morada en
nuestro corazón, pues el Reino de Dios no sólo está cerca, sino dentro
de nosotros.
Nosotros
venimos en este día ante Él no sólo para contemplarlo, sino para
llenarnos de su vida y de su Espíritu, de tal forma que podamos, con
nuestras palabras, con nuestras obras y con nuestra vida misma, dar
testimonio de que realmente el Señor se ha convertido en el centro de
todo nuestro ser, y de que nosotros en verdad lo amamos con todo nuestro
corazón.
Sólo
a partir de ese encuentro y compromiso de fe con el Señor podremos, al
igual que Él, hacer nuestras las alegrías, pero también las tristezas y
angustias de los demás para tratar de remediarlas fortalecidos con su
gracia, que en esta Liturgia se nos comunica.
Vivamos,
pues, este momento como el principal, como el fundamental de nuestra
vida y del testimonio que hemos de dar de nuestra fe en Cristo y de su
Evangelio.
Entrar
en comunión de vida con Cristo abre los ojos de nuestro corazón para
que no sólo contemplemos la realidad y nos pasemos la vida haciendo
análisis de ella, tratando de planear trabajos poco ambiciosos por el
Reino de Dios.
Necesitamos
ser valientes no sólo al proclamar el Evangelio, sino al hacerlo vida
en nosotros, como Cristo mismo se hizo el Evangelio viviente del Padre
para nosotros.
Él
no ha querido nuestras riquezas externas; Él ha acumulado su tesoro de
amor en nuestro corazón; ojalá y no dejemos que lo robe el ladrón
maligno, ni lo destruya el olvido al paso del tiempo, sino que lo
pongamos a trabajar en un amor sincero, real, en acciones concretas de
cercanía a nuestro prójimo y de anuncio del Evangelio hecho testimonio
tanto con las obras como con las palabras.
Ojalá
y hechos cercanía para nuestro prójimo como Dios se hizo cercanía para
nosotros, podamos decir de un modo real como san Pablo: Pesa sobre mí
diariamente la preocupación por todas las comunidades cristianas. ¿Quién
se enferma en ellas sin que yo no me enferme? ¿Quién cae en pecado sin
que yo no me consuma de dolor?
Ojalá
y aprendamos a hacer nuestras las angustias y esperanzas de todos
nuestros hermanos para iniciar, a la luz del Evangelio, el camino hacia
el hombre perfecto, que es Cristo.
Roguémosle
a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima
Virgen María, nuestra Madre, la gracia de que en el anuncio del
Evangelio, en el testimonio continuo de nuestra fe, en el trabajo
constante por el Reino de Dios, nos dejemos guiar sólo por su Espíritu
que habita en nosotros y no por mundanos criterios.
Amén.
Homiliacatolica.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario