Mis esfuerzos sin Dios nada son y
nada valen: Sin mí nada podéis hacer (Juan 15, 5). Sólo serán útiles y
bendecidos de Dios, si en virtud de la vida interior, los realizo en unión con
Jesús. Sólo así darán mucho fruto: Todo lo puedo en Aquél que me conforta
(Filipenses 4,13).
Si brotan de mi autosuficiencia, de la confianza en mis propios talentos, o del
afán de lucirme con el éxito, serán reprobados por Dios; porque sería sacrílega
locura pretender arrebatar a Dios algo de su gloria para dármela a mí.
Esta convicción, lejos hacerme pusilánime, constituirá toda mi fuerza, y me
impulsará a acudir a la oración para asegurarme la ayuda de Dios y el fruto
apostólico.
Debo pedir a Dios que vivifique mis obras y me preserve del orgullo, que es el
primero y principal obstáculo para que me ayude.
La vida interior es vida de predestinados, porque responde al fin que Dios se
propuso al crearnos. Responde también al fin de la Encarnación:
Dios envió al mundo a su Unigénito para que vivamos por El (1 Juan 4,9).
Es un estado bienaventurado porque el fin del hombre consiste en vivir unido a
Dios, su Creador y Redentor (Santo Tomás de Aquino). Toda su felicidad se
encuentra ahí; pues si bien es verdad que se encuentran espinas en esta vida
por de fuera, en cambio, el interior se encuentra
lleno de rosas, todo al contrario de lo que sucede con los goces y alegrías del
mundo. Esto es lo que al santo Cura de Ars le hacía exclamar:
¡Cuán dignas de compasión son las gentes del mundo!
(El alma de todo apostolado, Juan Bautista Chautard)