LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 16,22-34. Cree en el Señor Jesús y te salvarás tú y tu familia.
Salmo 137.R/. Señor, tu derecha me salva.
Jn 16,5-11. Si no me voy, no vendrá a vosotros el Defensor.
Jesús anuncia su vuelta al Padre, pero no dejará solos a sus discípulos: les
enviará el Espíritu. Más allá de la tristeza que la ausencia de Jesús provoque,
que incluso impide que le pregunten a dónde va, la presencia del Espíritu Santo
es la que hará que lleguen a comprender plenamente a Jesús. El Espíritu será
quien mediante su obra y el testimonio inspirado de los discípulos mostrará la
verdad. El mundo, que no puede ver, no por indiferencia sino por hostilidad, es
responsable del Pecado al no haber reconocido la Justicia de Dios en Jesús.
Esto constituye en sí la sentencia al príncipe de este mundo, por lo tanto es
sentencia a la Maldad del mundo en su persona, que acusó y llevó a Jesús a la
muerte.
Jesús vence al mal y a la muerte mediante la resurrección. El Espíritu Santo otorga el discernimiento necesario para ver la victoria de Jesús, revelando a la comunidad la presencia de Jesús que está junto al Padre. Esa convicción dada a los discípulos hará que marchen a dar testimonio, desafiando al mundo en la concreción de las fuerzas históricas del mal.
REFLEXIÓN DE LA PRIMERA LECTURA: HECHOS DE LOS APÓSTOLES 16,22-34 CREE EN EL SEÑOR JESÚS Y TE SALVARÁS TÚ Y TU FAMILIA
Pablo y Silas están en la cárcel por haber expulsado el espíritu de adivinación
de una esclava: «El espíritu salió de ella en aquel mismo instante, pero sus
amos, al ver que habían desaparecido sus expectativas de lucro, echaron mano a
Pablo y a Silas y los llevaron a la plaza pública ante las autoridades» (vv.
18b-19) acusándoles de turbar el orden público.
Los “estrategas” de Filipos, sin hacer demasiadas averiguaciones, ordenan que
azoten con varas a los acusados y encargan al carcelero que los vigile con
cuidado. Por eso, al día siguiente, cuando los magistrados querían liberar a
los prisioneros, Pablo protesta de manera vivaz y, haciéndose fuerte en su
ciudadanía romana, les exige explicaciones por su acción ilegal. Lucas se
muestra solícito también en esta ocasión en sacar a la luz el derecho romano,
que favorece la libre circulación de la Palabra. Las persecuciones todavía
están lejos.
Entre ambos episodios «policíacos» se inserta la clamorosa conversión narrada
en nuestro pasaje: el testimonio sereno de los prisioneros, su lealtad, la
serie de acontecimientos extraordinarios, conmueven al carcelero y le hacen
plantear la pregunta: « ¿Qué debo hacer para salvarme?».
La respuesta no consiste en una serie de preceptos, sino en la presentación de
una persona: «Si crees en el Señor Jesús, os salvaréis tú y tu familia». Así, a
la «prosélito judía» se añade un «funcionario romano»: dos conversiones que
entran a formar parte de una comunidad muy querida por Pablo. En efecto, los
cristianos de Filipos le habían «robado» a Pablo el corazón.
REFLEXIÓN DEL SALMO 137 SEÑOR, TU DERECHA ME SALVA.
El salterio nos ofrece este bellísimo poema en el que el salmista, en nombre de
todo el pueblo, saca de su corazón un dolor, unos lamentos, que conmueven las
más escondidas e inescrutables fibras del alma.
Israel está en Babilonia. Exiliado en una nación extraña y gentil, vaga
desconsolado por su nuevo desierto; y la terrible nostalgia de habitar lejos de
la Ciudad Santa, de la que, al igual que su templo, no quedan sino despojos,
aviva su dolor como si un hierro candente atravesara de parte a parte todo su
ser: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos, con nostalgia
de Sión. En los sauces de sus orillas colgamos nuestras arpas».
Los habitantes de Babilonia, conocedores de la belleza de las liturgias que
Israel celebraba en su Templo santo, piden a los judíos que les canten algunos
de los maravillosos himnos de alabanza con los que bendecían y alababan a Yavé,
su Dios. Los israelitas consideran esta solicitud como algo irreverente e
insultante. Es ofensivo que un pueblo que alaba con sus himnos al Dios que
manifiesta su gloria en su Templo santo, acceda a degradarlos con el fin de
alegrar el corazón de los gentiles que nunca le han conocido: «Allí, los que
nos deportaron pedían canciones, nuestros raptores querían diversión:
“¡Cantadnos un cantar de Sión!”. “¡Cómo cantar un cántico del Señor en tierra extranjera!”.
El profeta Jeremías, dotado de una sensibilidad poco común, es probablemente
quien con mayor intensidad ha expresado el dolor de su pueblo ante la hiriente
realidad del destierro, Escribe el libro de las Lamentaciones que manifiesta,
en toda su crudeza, su dolor incomparable por el abatimiento a que ha llegado
el pueblo santo: «Ha cesado la alegría de nuestro corazón, se ha trocado en
duelo nuestra danza. Ha caído la corona de nuestra cabeza. ¡Ay de nosotros, que
hemos pecado! Por eso está dolorido nuestro corazón, por eso se nublan nuestros
ojos» (Lam 5,15-17).
No obstante, el profeta nos deja abierta una puerta a la esperanza: suplica a
Yavé para que vuelva a ser propicio con su pueblo: « ¿Por qué has de olvidarnos
para siempre, por qué toda la vida abandonarnos? ¡Haznos volver a ti, Yavé y
volveremos! Renueva nuestros días como antaño» (Lam 5,20-21).
El tema bíblico del destierro nos plantea un interrogante. ¿Cómo es posible que
Dios, cuya misericordia y bondad sean ilimitados, castigue con tanta severidad
al pueblo de sus entrañas a causa de su infidelidad? No es difícil aventurar
que Israel se hiciese esta pregunta, tan cruel y descarnada, cuando se vio
sumido bajo el dominio del rey de Babilonia. Parece como si aflorase una
terrible duda: ¿es posible creer en medio de tanta desolación?
Tenemos que distinguir entre castigo y corrección. El castigo, la punición, no
son buenos en sí mismos, podría entenderse como pagar por un mal que se ha
hecho. En este sentido no podemos hablar del destierro como castigo de Dios. La
corrección viene en ayuda del hombre, es un corregir para enderezar lo que se
ha torcido. La corrección está en función de la madurez. Sabemos que durante su
destierro, Israel desarrolló una madurez espiritual impensable. El pueblo había
cerrado sus oídos a las palabras de los profetas enviados por Dios, y adulaban
servilmente a los falsos profetas que nunca les pusieron en la verdad.
Es en el destierro cuando Israel valora la palabra de los verdaderos profetas.
Se multiplican los lugares de culto en los que la Palabra es predicada,
bendecida y alabada. Además, su relación con Yavé se hace desde la verdad, sin
esconder su pecado, cosa que antes hacían y muy elegantemente, amparándose en
el esplendor de sus liturgias.
Como expresión de la nueva dimensión espiritual del pueblo, recogemos unos
textos de Daniel, profeta que vivió como pocos el exilio de Babilonia. Daniel
bendice a Yavé en este pueblo extraño porque no por ello deja de ser el Dios de
sus padres: «Bendito seas, Señor, Dios de nuestros padres, loado, exaltado
eternamente. Bendito el santo nombre de tu gloria, loado, exaltado eternamente.
Bendito seas en el templo de tu santa gloria...» (Dan 3,5 1-53).
Así como reconoce que Yavé es bendito, también le reconoce como justo y fiel
por la corrección que están sufriendo. Pone delante de sus ojos el pecado del
pueblo: «Juicio fiel has hecho en todo lo que sobre nosotros has traído y sobre
la ciudad santa de nuestros padres, Jerusalén. Sí, pecamos, obramos inicuamente
alejándonos de ti, sí, mucho en todo pecamos» (Dan 3,28—29). Hecha esta
confesión, el profeta sabe que puede pedir a Yavé clemencia: «Trátanos conforme
a tu bondad y según la abundancia de tu misericordia. Líbranos según tus
maravillas, y da, Señor, gloria a tu nombre» (Dan 3,4 1-42).
La súplica del profeta alcanza su cumplimiento y plenitud en Jesucristo,
enviado por el Padre para liberar, y para siempre, a todos los hombres,
Escuchemos: «Los judíos dijeron a Jesús: Nosotros somos descendencia de Abrahán
y nunca hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú: os haréis libres? Jesús
les respondió: En verdad, en verdad os digo: todo el que comete pecado es un
esclavo... Si, pues, el Hijo os da la libertad, seréis realmente libres» (Jn
8,33 -36).
REFLEXIÓN PRIMERA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 16,5-11. SI NO
ME VOY, NO VENDRÁ A VOSOTROS EL DEFENSOR
El tema fundamental que nos propone el evangelista es el Espíritu Santo,
testigo de Jesús y acusador del mundo. Los versículos introductorios recogen el
tema de la tristeza de los discípulos. Jesús ha hablado de las persecuciones
que deberán padecer los suyos, y éstos se sienten turbados frente a esos
acontecimientos. Las palabras dirigidas por Jesús a los discípulos, recogidas
en los vv. 5-7, sacan a la luz su cierre. Los discípulos, atemorizados por el
inminente futuro de sufrimiento que les espera, son incapaces de confiarse al
que es el único que puede hacerles superar toda tristeza y angustia.
Por eso les reprocha Jesús el hecho de que ninguno le pregunte qué significa su
partida al Padre y su próxima pasión y muerte, de las que ya les ha hablado
otras veces (cf. 7,33; 13,33; 14,2-5.12). Si hubieran comprendido el sentido de
su misión de sufrimiento redentor, se habrían tranquilizado con el pensamiento
de que su «ascenso» al Padre tendría como consecuencia la venida del Espíritu,
quien reforzará su convicción en torno a la victoria de su fe y les dará la
comprensión plena de la verdad del Evangelio.
¿Cuál será, entonces, la tarea del Espíritu? Dar testimonio contra el mundo,
que está en pecado por haber rechazado a Cristo. Él, como abogado en un
proceso, revelará a los creyentes, a lo largo del desarrollo de la historia, el
error del mundo. Lo pondrá en situación de acusado por su pecado de
incredulidad. Probará al mundo la justicia de Cristo. Demostrará que el juicio
de condena contra Jesús es inconsistente; más aún: que se ha resuelto con la
condena para siempre del «que tiraniza a este mundo», sobre el que ha triunfado
Cristo con su muerte-exaltación (v. 11).
Mientras el mundo condena a los discípulos porque siguen a Cristo, el Espíritu
dará la vuelta a la situación, revelando el verdadero ser del mundo, su error,
su nulidad. Es una luz que procede del criterio del juicio divino, diferente e
incluso opuesto al del mundo. Los discípulos, perseguidos y condenados por los
tribunales del mundo, pueden juzgar y condenar en lo íntimo de su conciencia al
mundo, en espera del juicio final, que pondrá de manifiesto los términos
exactos de la eterna lid.
De este Espíritu que refuerza los corazones, que hace evidentes las razones del
creer, que da el valor necesario para oponerse a la mentalidad de este mundo,
de este Espíritu —decía— tenemos hoy una extrema necesidad. Y tenemos tanta
necesidad porque se trata de un mundo cada vez más seguro de sí mismo, más
persuasivo, más seductor. Tenemos necesidad, sobre todo, de este Espíritu que
muestra al corazón y a la mente de cuantos creen que sectores completos del
mundo «mundano» tienen en sí mismos componentes diabólicos, que la batalla
entre Cristo y el Príncipe de este mundo continúa, que nosotros participamos en
esta lucha decisiva, dentro de nosotros, entre nosotros y en el ambiente que
nos rodea.
REFLEXIÓN SEGUNDA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 16,5-11. OS CONVIENE QUE ME
VAYA.
La presencia de un “ausente” La muerte de los testigos presenciales, enlace
entre el Cristo histórico y la comunidad, produce inquietud en muchas
comunidades cristianas. ¿Podrán subsistir después de la muerte del último
testigo, Juan? Éste es el problema de fondo que el evangelista vive y quiere
prevenir para después de su muerte. Quiere curar a sus contemporáneos de la
nostalgia por la ausencia física del Maestro. También ellos la sintieron
equivocadamente. La intención de Juan es avivar la fe en la presencia viva del
Señor resucitado que actúa mediante su Espíritu. No son necesarios los
apóstoles como no fue necesaria la continuación de la presencia física de
Jesús.
Como resulta patente, el Espíritu ha obrado maravillas en aquel puñado de
torpes y rudos pescadores. Queda también patente en el relato de los Hechos en
los que Pablo y Bernabé dan testimonio y hacen prodigios de conversión. Y se
seguirán obrando a través de los siglos. Los discípulos de hoy necesitamos
también avivar la conciencia de la presencia dinámica de Jesús en el Espíritu
entre nosotros. Con frecuencia no vivimos sus fecundas consecuencias.
Jesús señala: “Os conviene que yo me vaya”. Cuando Jesús habla de “irse”, hay
que entender “ocultarse”; porque él mismo les ha asegurado: “No os dejaré
huérfanos” (Jn 14,18); “sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el
fin del mundo” (Mt 28,20). Y Marcos testifica: “El Señor cooperaba confirmando
el mensaje con las señales que les acompañaban” (Mt 16,20). Mientras vivía en
Palestina, él mismo se veía limitado por el tiempo y el espacio, y muy pocos
pudieron gozar de la fuerza liberadora de su presencia; pero la resurrección
hizo posible el milagro de que todos los hombres de todas las latitudes y
tiempos pudieran sentir su presencia confortadora.
Jesús está en el Padre, en el “lugar” de donde salió. Pero, aun ausente, está
presente; es la ausencia de un presente o, tal vez mejor, la presencia de un
ausente. Nos convenía que “se fuera”. Al no estar presente en carne mortal,
sino en su Espíritu, su presencia se universaliza. Al mismo tiempo que nosotros
celebramos la Eucaristía, la celebran los antípodas. Al mismo tiempo que
Francisco Javier lo sentía a su lado en la India, también lo sentía presente
Teresa de Jesús en España.
“Os conviene que yo me vaya” porque de este modo ya no estará su presencia
circunscrita por su cuerpo físico, por el espacio y el tiempo, y ya no será una
presencia, sino una omnipresencia. Gracias a su Espíritu (omnipresencia) está
con los que se reúnen en su nombre (Mt 18,20), en la Palabra que se proclama en
todos los rincones de la tierra y no sólo en algún lugar de Palestina; está en
los panes consagrados de todo el mundo y en todos los pobres de la tierra.
Jesús, con su presencia en el Espíritu, que actúa en sus enviados, denuncia, arguye
al mundo, que le ha crucificado y le sigue crucificando en sus enviados, de su
pecado, de su injusticia, de su ceguera.
El Espíritu en acción. Al libro de los Hechos se le llama “el evangelio del
Espíritu” porque muestra a Cristo actuando por su medio. El Espíritu es el que
impulsa, ilumina y da fuerza a los enviados y el que abre los corazones para
que acojan la Buena Noticia.
En la lectura de ayer decía Lucas que a Lidia “el Señor le abrió el corazón
para que hiciera caso a lo que Pablo decía” (Hch 16,14). Lucas brinda hoy un
relato vibrante, en el que se pone de manifiesto la acción del Espíritu. Por
orden de la autoridad, a Pablo y a Silas “los molieron a palos”; con todo, “a
medianoche, oran cantando a Dios”; están gozosos como Pedro y Juan, por haber
padecido algo por el Señor, Pablo da testimonio numerosas veces de esta alegría
en el sufrimiento: “Somos los afligidos siempre alegres” (2 Co 6,10). He aquí
una manifestación de la presencia y la acción del Espíritu en sus enviados, y
también en los destinatarios de su misión, porque la conversión del carcelero y
su familia es también obra del Espíritu.
No es que ahora el Espíritu no esté dispuesto a actuar como entonces. Lo que
ocurre es que nos falta la fe necesaria, somos miopes para ver su acción detrás
de los acontecimientos. Cuando vemos cómo surgen comunidades vivas y
comprometidas en todo el mundo, cuando vemos a seglares, sacerdotes, religiosos
que, abandonando la vida aburguesada, se comprometen con los pobres y
marginados, cuando les vemos tan alegres y felices arriesgando su vida en zonas
de peligro, testificando que prefieren morir antes que malgastar sus vidas
viviendo confortablemente, ahí se repite el milagro misional del Espíritu.
¿Quién no conoce a seglares, sacerdotes, religiosos, médicos, enfermeras,
profesores... comprometidos en centros de acogida, de enfermos del Sida,
drogadictos, alcohólicos.., cristianos que arriesgan todo por ayudar a sus
hermanos, hacer crecer a la Iglesia y, por medio de ella, al Reino de Dios? Son
las versiones modernas de aquellos milagros del Espíritu prometido por Jesús.
La fuerza del Espíritu. El cristiano, a partir de su fe en el Espíritu, ha de
ser una persona audaz, imbatible, porque no confía en sus fuerzas, sino en las
del Espíritu. Uno se vuelve intrépido cuando sabe que alguien responde por él,
que el Invencible está detrás de él. “No temas, yo estoy contigo” (Jr 1,8; cf.
Mt 10,20; Hch 26,16-1 7), prometía Yavé a los profetas del Antiguo Testamento y
Jesús a sus discípulos del Nuevo Testamento. Esto les impulsaba a arriesgarse.
Todo el que tiene el corazón abierto, recibe el Espíritu, pero sólo los
creyentes sabemos que contamos con su fuerza y con su luz; por eso estamos
llamados a una audacia superior a la de los que sólo confían en sus fuerzas. Si
la fe en la acción por el Espíritu no nos infunde coraje, confianza y
entusiasmo, ¿para qué sirve? ¿Qué plus nos aporta frente a los que no la
tienen? ¿Un camino más exigente y una moral más exquisita? ¿Y para qué nos
sirve si, como testifica Pablo aludiendo a su vivencia del judaísmo, estamos
desfallecidos para vivirla? Esto sólo serviría para acrecentar la propia
culpabilidad (cf. Rm 7,14-20). La fe en la presencia actuante del Espíritu de
Jesús es lo que explica la audacia de Pablo: “Todo lo puedo en aquel que me
conforta” (Flp 4,13), “Dios nos ha dado un espíritu de valentía” (2 Tm 1,7).
REFLEXIÓN TERCERA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 16,5-11. OS CONVIENE QUE YO ME
VAYA.
Os conviene que yo me vaya. La partida de Jesús no sólo era conveniente
para sus discípulos, sino necesaria. Porque está hablando de su muerte por
ellos. Y si él no muere, el abogado no les será enviado (ver el comentario a
14, 15-21). Ahora bien, el sentido de la muerte de Jesús sólo podía ser
comprendido a la luz del Espíritu. Si ellos han de ser testigos de Cristo, lo
primero que deben tener claro es quién es Jesús, qué significó su presencia
entre los hombres, cuál fue el sentido de su muerte y resurrección. Y de todo
esto sólo adquirirán un pleno conocimiento a la luz del Espíritu, Deberían
sufrir persecuciones; ahora bien, la persecución es intolerable, si uno no está
bien convencido y seguro de aquello por lo cual es perseguido.
¿Por qué el Espíritu no fue enviado hasta después de la muerte de Jesús? El
evangelio no da razones, sólo constata el hecho (ver también 7, 39).
Probablemente la imposibilidad de la presencia del Espíritu antes de la muerte
de Cristo se halla en la misma mente de los discípulos. Eran incapaces de
comprender el acontecimiento de Jesús. Tenía que ser vivido, experimentado,
para que se sintiesen en la necesidad de ser iluminados por la luz del
Espíritu.
Cada encuentro entre la Iglesia y el mundo es como el encuentro entre dos
partes contendientes que se hallan ante el juez. Se necesita la presencia del
abogado, porque el mundo intenta demostrar lo siguiente:
1.°) que los cristianos han obrado mal, al adoptar la nueva fe (desde el punto
de vista judío la nueva fe era blasfema, porque aplicaba títulos divinos a
Jesús); 2.°) que ellos no pueden tener razón alguna al poner su fe en un hombre
que terminó su existencia en una cruz; 3.°) que la muerte de Jesús era
inevitable según los principios del derecho y ley judíos.
La aparición del abogado demostrará exactamente lo contrario:
1.0) que la razón está a favor de los cristianos, y el error, el pecado, lo han
cometido ellos, los judíos. Así lo demuestra la continuidad de los discípulos
de Jesús, después de la muerte de su Maestro; su lealtad y fidelidad a él. La
existencia y vida de la Iglesia siempre serán un argumento en contra de los que
no creen en Jesús.
2. °) La justicia de Jesús y de aquéllos que creen en él. La Iglesia enseña,
proclama y vive de la resurrección-exaltación de Jesús. Jesús está en el Padre.
Ha vuelto al «lugar» de donde salió. Jesús, aun ausente, está presente, es la
ausencia de un presente o, tal vez mejor, la presencia de un ausente. El
Espíritu es el que garantiza que la causa de Jesús, y la de los creyentes, es
justa.
3°) El juicio. La glorificación-exaltación de Jesús implica el castigo de
Satanás, desposeído de su poder (ver Ap 12, 7ss), y la condenación o sentencia
condenatoria contra el mundo por haber rechazado y condenado a Jesús. El
Espíritu, que da testimonio de Jesús en la vida de la Iglesia, será un recuerdo
permanente de ese juicio condenatorio de Dios, que espera al mundo incrédulo,
al mundo cerrado en su suficiencia y arrogancia, que no admite injerencias de
nadie, ni siquiera de Dios, en su vida.
REFLEXIÓN CUARTA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 16,5-11. "SE ACERCA EL
PRÍNCIPE DE ESTE MUNDO"
Voy al que me ha enviado... Voy al Padre...
Jesús está a pocas horas de su muerte. El lo sabe. Lo ha dicho.
Lo comenta así.
Es para El algo muy simple, como un "retorno a casa". Sé a dónde
voy... Alguien me espera... Soy amado... Voy a encontrar a Aquel a quien amo...
Dejo resonar en mí estas palabras.
Pensando en mi propia muerte, son también estas palabras las que he de repetir
después de Jesús y con El.
Paz. Certidumbre. Gozo íntimo.
-Ninguno de vosotros me pregunta "¿A dónde vas?"
Atmósfera de partida. Como cuando en el andén del tren o en el aeropuerto, se
abraza a un ser querido que se va por mucho tiempo.
-Antes, porque os hablé de estas cosas, vuestro corazón se llenó de tristeza.
Mientras Jesús estaba con ellos, era una "Presencia" reconfortante.
El anuncio de su partida ahoga cualquier otra reflexión. Más tarde, quizá,
llegarán a dominar su tristeza porque comprenderán la "significación"
de esta partida: el retorno de Jesús al Padre, el paso a la Gloria del Padre,
origen de la efusión abundante del Espíritu.
-Pero os digo la verdad: os conviene que Yo me vaya. Porque si no me fuere, el
Espíritu Santo, el Defensor, no vendrá a vosotros; pero si me fuere, os lo
enviaré.
Cada uno puede probar de entender estas frases misteriosas.
He aquí un intento de explicación.
Durante su estancia en la tierra Jesús ha sido una "Presencia"
visible de Dios. Pero esta
Presencia, tan útil para nosotros, seres corpóreos y sensibles, era al mismo
tiempo, una pantalla, un límite: a causa de su humanidad, a causa de su cuerpo,
Jesús estaba "limitado" a un tiempo y a un lugar. Y era consciente de
ello: "os conviene que Yo me vaya".
Enviando al Espíritu, Jesús es consciente de multiplicar su Presencia: el
Espíritu no tiene ningún límite, puede invadirlo todo.
"Oh Señor, envía tu Espíritu para que renueve la faz de la tierra".
El Espíritu es la Presencia "secreta" de Dios... después de la
Presencia "visible" que ha sido Jesús.
Pero el "tiempo del Espíritu" es también el "tiempo de la
Iglesia". Es la Iglesia, somos nosotros, los que hemos venido a ser el
Cuerpo de Cristo, su "visibilidad"... con todo lo que esto comporta
de "límites" y de imperfecciones... pero también con esta certeza de
que el Espíritu está aquí, con nosotros, animando siempre el Cuerpo de Jesús.
-Y en viniendo éste, argüirá al mundo de pecado, de justicia y de juicio.
Mañana por la mañana, ante el Gran Consejo de la Sinagoga, y ante el Gobernador
romano, Jesús sera "condenado"... y todas las apariencias irán contra
El: podrá creerse que no era más que un impostor y un blasfemo, y que después
de todo recibió el castigo merecido por su pecado, por su osadía en decir que
era Hijo de Dios y que destruiría el Templo. Pero he aquí que la situación se
invertirá: el mundo será condenado, y Jesús será glorificado.
Y el Espíritu Santo vendrá para convencer, interiormente a los discípulos de
que Jesús no es el "vencido", el "pecador", sino el
vencedor del mal; el muy amado del Padre.
ELEVACIÓN ESPIRITUAL PARA ESTE DÍA.
«Se acerca el príncipe de este mundo» (Jn 14,30). ¿Quién es ese príncipe de
este mundo, sino aquel de quien ya había hablado antes, diciendo: “Se acerca el
príncipe de este mundo? Aunque no tiene ningún poder sobre mí”, es decir, no
encuentra nada que le dé derecho alguno, nada que le pertenezca, o sea, ningún
pecado en absoluto. Gracias al pecado se ha convertido el diablo en el príncipe
de este mundo.
El diablo no es, ciertamente, príncipe del cielo y de la tierra y de todas las
cosas que están en el cielo y en la tierra, es decir, no es príncipe del mundo
en el sentido en que se entiende el mundo con estas palabras: «Y el mundo fue
hecho por él». Es príncipe de ese mundo del que el mismo evangelista dice
inmediatamente después: Y el mundo no lo reconoció», a saber: los hombres infieles,
de los que el mundo —esto es, la superficie de la tierra— está lleno, y en
medio de los cuales gime el mundo de los fieles, que fueron elegidos de en
medio del mundo por aquel por cuya mediación fue hecho el mundo
REFLEXIÓN ESPIRITUAL PARA EL DÍA.
¿Qué signos caracterizan a los verdaderos profetas? ¿Quiénes son esos
revolucionarios? Los profetas críticos son personas que atraen a los otros con
su fuerza interior. Los que se encuentran con ellos quedan fascinados y quieren
saber más de ellos, porque tienen la impresión irresistible de que toman su
fuerza de una fuente escondida, fuerte y abundante. Fluye de ellos una libertad
interior que les concede una independencia que no es soberbia ni separación,
pero que les hace capaces de estar por encima de las necesidades inmediatas y
de las realidades más apremiantes.
Estos profetas críticos son movidos por lo que sucede a su alrededor, pero no
dejan que eso los oprima o los destruya. Escuchan con atención, hablan con
segura autoridad, pero no son gente que se incline al apresuramiento y al
entusiasmo con facilidad. En todo lo que dicen y hacen parece como si hubiera
ante ellos una visión viva, una visión que los que les escuchan pueden
presumir, aunque no ver. Esta visión guía sus vidas y la obedecen. Por medio de
ella saben cómo distinguir entre lo que es importante y lo que no lo es. Muchas
cosas, que parecen de una apremiante inmediatez, no les agitan, y atribuyen una
gran importancia a algunas cosas a las que los otros no prestan atención. No
viven para mantener el status quo, sino que fabrican un mundo nuevo, cuyos
rasgos ven. Ese mundo tiene para ellos tal aliciente que ni siquiera el miedo a
la muerte ejerce sobre ellos un poder decisivo.
EL ROSTRO DE LOS PERSONAJES, PASAJES Y NARRACIONES DE LA SAGRADA BIBLIA Y EL MAGISTERIO DE LA SANTA IGLESIA: EXALTO DE GOZO POR HABER CREÍDO A DIOS.
La gente se amotinó contra Pablo y Silas... Les arrancaron los vestidos, les
azotaron con varas... Molidos a palos, los echaron a la cárcel.
¿Por qué todo esto? Sencillamente, porque Pablo había exorcizado a una pobre
muchacha, endemoniada, que daba mucha ganancia a sus amos por sus dotes
adivinatorias.
Así, los azotes recibidos en Asia procedían de los judíos, descontentos de ver
la creciente expansión de la nueva Fe... Pero los primeros azotes, recibidos
por san Pablo en Europa, ¡proceden de una historia de brujería!
Señor, ¿qué es lo que quieres decirme, por medio de estos detalles? La violencia
es de todos los tiempos. En todo tiempo se ha tratado de impedir a la Iglesia
que llevara a cabo su obra. «Dichosos seréis, si, por mi causa, se dice
cualquier clase de mal contra vosotros.»
Hacia la medianoche, Pablo y Silas oraban cantando himnos a Dios, y los otros
prisioneros los escuchaban.
Viven esa bienaventuranza. Son felices. ¡Cantan!
Su actitud misma es una predicación del Evangelio: los otros prisioneros
parecen sorprendidos: ¡Gente «molida a palos» y cantando! Esto ha de tener una
explicación... Dios es el todo de su vida.
En las dificultades de la vida puede suceder que uno se rebele, y así es a
veces.
O bien, de modo un tanto misterioso, uno puede aceptar la extraña
«bienaventuranza»: ¡Felices los que lloran! Repítenos, Señor, como ha de ser
asumido el sufrimiento para que se convierta en un valor. No es porque sí —por
nada— que se está contigo en la cruz, porque no es porque sí —por nada—que Tú
estuviste primero en la cruz. De hecho, ¿por qué, Señor, padeciste en la cruz?
De repente, un terremoto... las puertas de la cárcel quedan abiertas... El
carcelero se despierta y quiere suicidarse creyendo que los presos habían
huido.
El pobre hombre, al cuidado y servicio de la cárcel está perturbado. Se cree en
falta.
Pablo le grita al carcelero: «No te hagas ningún mal, estamos todos aquí. Cree
en el Señor Jesús y te salvarás tú y toda tu familia.» ¡Divertida
situación! Es el prisionero quien reconforta a su guardián y quien le comunica
la «buena noticia»: ¡no te hagas ningún mal! ¡Dios no quiere el mal de los
hombres! ¡Dios quiere que la humanidad sea feliz!
En seguida el carcelero los llevó consigo a su habitación, lavó sus heridas,
preparó la mesa y exultó de gozo con toda su familia. La no-violencia
desarma. Extraña escena final, en la que se ve al verdugo curando a la víctima
y recibiéndola en su mesa familiar. Escena simbólica. ¿Es quizá el anuncio del
mundo de mañana? ¿Cómo puedo comprometerme en esta vía ya desde hoy? ¿Con quién
puedo reconciliarme?
Exaltó de gozo, por haber creído en Dios. Después de una comerciante, ahora un
policía del Imperio. La fe progresa... como la alegría que la acompaña. Alegría
y fe. ¡Aumenta nuestra fe, Señor! ¡Aumenta nuestra alegría, Señor! Y que la
cruz no sea fuente de tristeza. +
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