Hech. 16, 22-34.
Los caminos de Dios son tan distintos de los de los hombres. La Palabra
de Dios no está encadenada. Quien ha recibido la misión de proclamar el
Evangelio no puede cerrar la boca ante las persecuciones, las burlas y
las amenazas de muerte. Aun en la cárcel o en el destierro debe uno
convertirse en testigo del Señor y llamar a todos a la fe en Él.
Esta misión no sólo corresponde a unos cuantos, sino a toda la Comunidad de los fieles en Cristo, es decir, a toda la Iglesia.
Dios
quiere que todas las gentes se salven, que se conviertan de su mala
vida, que crean en Cristo, que se bauticen y participen del Banquete que
nos hace entrar en una continua comunión de vida con el Señor.
Nosotros,
convocados en Cristo para proclamar su Evangelio, somos responsables
ante Dios y ante la humanidad, de que el Señor continúe presente entre
nosotros con toda su fuerza salvadora.
Sal 138 (137).
Dios, Dios se ha fijado en la humildad de sus siervos y por su medio ha
hecho obras grandes y maravillosas. Que el mismo Dios concluya, lleve a
buen término su obra en nosotros.
Dios
es siempre fiel a sus promesas. Él nos ha recibido como hijos suyos en
Cristo Jesús y no se arrepiente de su amor por nosotros. Tendremos
tentaciones, seremos perseguidos, pero Dios jamás nos abandonará ni nos
dejará a merced de la maldad ni de la muerte. Somos obra suya, le
pertenecemos; por eso confiamos en que jamás nos abandonará.
A
nosotros corresponde no alejarnos, no desconfiar, no cerrar la puerta a
su presencia, sino darle cabida amplia en nosotros de tal forma que Él
viva en nosotros y nosotros en El.
Jn. 16, 5-11. Importantísima e insustituible la presencia de Cristo, y la realización de su Obra en la historia.
Él
fue engendrado por obra del Espíritu Santo en el seno de María Virgen.
El Espíritu del Señor bajó y se posó en Él, lo ungió y lo envió a
Evangelizar a los pobres, a proclamar la liberación a los cautivos, a
dar vista a los ciegos, a liberar a los oprimidos y a proclamar un año
de gracia del Señor. Al final, habiendo cumplido todo lo que se le había
confiado, entregó el Espíritu en manos del Padre para que lo
distribuyera a todos los pueblos.
Jesús
proclama la conveniencia de irse para enviarnos, desde el seno del
Padre, ese Espíritu, fruto principal de su obra redentora. No podemos
añorar la presencia física del Señor entre nosotros, pues Él continúa
estando entre nosotros mediante su Cuerpo, que es la Iglesia, en la que
habita el Espíritu Santo como en un templo.
Quien
rechace al Espíritu Santo no puede decir que tenga la vida de Dios sino
que continuará bajo la maldición del pecado; no puede tener la
justificación pues Cristo, glorificado junto al Padre, es el único
camino, el único medio por el que recibimos el Espíritu que nos
justifica, que nos hace santos; no puede tener la salvación, pues al
rechazar al Espíritu Santo no vivirá como hijo de Dios en Cristo, sino
bajo la ley del pecado que conduce al juicio y a la condenación.
Vivamos
con un corazón capaz de recibir el Don de Dios sin encerrarlo ni
encadenarlo, sino con la mente y el corazón dispuestos a escuchar su voz
y a dejarnos guiar por Él para convertirnos en testigos cualificados de
la Verdad, que es Cristo.
Participar
de la Eucaristía es abandonar las cadenas que nos atan al pecado y a
las manifestaciones de maldad y de muerte. En Cristo hemos sido
liberados del pecado y de sus consecuencias.
Quien
acude a la Celebración Eucarística de un modo inconsciente y falto de
fe y de compromiso, podrá aparentar mucha cercanía al Señor, pero sus
obras, al no coincidir con su fe, estarán poniendo al descubierto su
hipocresía a causa de su incongruencia entre fe y vida.
El
Señor nos ha convocado para que, unidos a Él, participemos de su
Espíritu y nos manifestemos como hijos de Dios. La Eucaristía es todo un
compromiso que nos debe llevar a dejarnos poseer por el Espíritu del
Señor para convertirnos en portadores de Aquel que ha venido a nosotros y
en nosotros ha hecho su morada.
¡Cuánto
cuesta despegarnos de aquellos o de aquello a lo que nos hemos
acostumbrado! Muchos quisieran incluso no dejar el hogar para realizar
su vida como personas maduras. Muchos padres no quisieran que sus hijos
se alejaran sino que se quedaran encadenados para siempre al hogar.
Muchos quisieran que la Iglesia se quedara con viejas costumbres que nos
hicieron sentir bien y a gusto en la presencia de Dios; muchos
quisieran resucitar viejos esquemas de una Iglesia en la que se
encuentra la paz, la serenidad del espíritu en medio de un mundo lleno
de ruidos y ajetreos, pero sin asumir compromisos de fe, sino sólo
encontrando paz y consuelo interior.
El
Señor nos pide atravesar campos, ciudades, calles proclamando a
Jesucristo resucitado; proclamando con la vida que tiene sentido
comprometerse a amar con todas sus consecuencias; proclamando la alegría
que nace de sentirse amado por el Señor; proclamando con la voz alegre,
ilusionada y esperanzada la cercanía con el Dios amado; proclamando con
fe que no nos hemos derrumbado ni aún en las más grandes persecuciones.
Quien posee el Espíritu del Señor no puede vivir en la tristeza ni en la cobardía.
Somos
testigos de la esperanza de un mundo nuevo que ha sido redimido por la
sangre del Cordero inmaculado. Si esto no es realidad entre nosotros
tendremos que cuestionarnos acerca de la sinceridad de nuestro creer en
Cristo y de haber sido marcados con el Sello de su Espíritu Santo.
Roguémosle
al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María,
nuestra Madre, la gracia de que así como ella concibió, por obra del
Espíritu Santo al Verbo de Dios hecho hombre, así nosotros, por obra del
mismo Espíritu Santo en el seno de la Iglesia, vayamos siendo formados
conforme a la imagen del Hijo de Dios y, fortalecidos por Él mismo,
seamos, por nuestras obras y palabras, testigos de Cristo delante de
todos.
Amén.
Homiliacatolica.com
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