Una clara explicación, basada en
la tradición de la Iglesia y en la experiencia de los santos. ¿Te la vas a
perder?…
¿Cómo se reza? Se trata de una duda común. Los propios discípulos de Nuestro
Señor le pidieron que les enseñara a hacerlo.
Pero antes hay que tener en mente que crecer en la vida de oración es crecer en
el amor. Las personas, a veces, piensan que la oración consiste en quien sabe
qué tipo de elucubraciones mentales o intelectuales y terminan perdiendo de
vista su crecimiento espiritual. Santa Teresa de Ávila dice, en su libro
Castillo Interior, que lo que hace subir a las moradas superiores es el amor:
“Sólo quiero que estéis advertidas que, para aprovechar mucho en este camino y
subir a las moradas que deseamos, no está la cosa en pensar mucho, sino en amar
mucho” (Castillo Interior, moradas IV, 1).
La oración quiere decir, de acuerdo con la definición de San Juan Damasceno, la
elevación del alma a Dios (Cf. CIC 2559). Para proceder a la oración mental,
también llamada meditación, es posible cumplir el siguiente método,
tradicionalmente recomendado por los santos y místicos de la Iglesia.
Primero, es necesario prepararse. La oración es un encuentro entre el hombre y
Dios. Antes, sin embargo, el propio orante se debe encontrar consigo mismo,
apaciguando y calmando sus sentidos y las potencias de su alma. Para ello, no
son necesarias técnicas hindúes o trascendentales, sino sólo algunos segundos,
para salir de la agitación de la rutina y tranquilizarse.
Después, es importante ponerse frente a Dios. Cuando van a rezar, muchas
personas comienzan a referirse a Él como a un tercero y, en vez de encontrarse
con Dios, terminan simplemente por pensar en Él.
Ahora, sin la presencia sobrenatural, no hay oración. Al iniciar, pues, ese
encuentro, el orante debe hacer un acto de fe en la presencia de Dios.
También se puede pedir a la Virgen María o al ángel de la guarda que lo ayude
en ese momento de oración. El Opus Dei tiene una oración específica para antes
de las meditaciones:
“Señor mío y Dios mío: creo firmemente que estás aquí, que me ves, que me oyes.
Te adoro con profunda reverencia. Te pido perdón de mis pecados y gracia para
hacer con fruto este rato de oración. Madre mía Inmaculada, San José, mi padre
y señor, Ángel de mi guarda: interceded por mí”.
Después de eso, el hombre, primero con su facultad cognitiva – la inteligencia
-, después con su apetito racional – la voluntad -, eleva su alma a Dios,
propiamente.
Iluminado por la luz de la mera razón natural, el ser humano mira mal las
cosas, como teniendo su visión limitada por la oscuridad de la noche; asistido
por la luz sobrenatural, al contrario, él puede ver las cosas como en pleno
día. Por eso, es necesario comenzar pidiéndole a Cristo que ilumine la
inteligencia para comprender el misterio de su amor y de su bondad. Entonces,
el orante debe escoger un misterio de la vida de Cristo para contemplar – su
Pasión, por ejemplo -, hasta que, “reflexionando”, por así decir, aquella
verdad, su entendimiento se ilumine y él quede “alimentado” interiormente.
Después de elevar el intelecto, es importante elevar la voluntad a Dios, de
donde nacen, por ejemplo, las pasiones de amor y de odio. Sí, en la oración, es
necesario amar y, al mismo tiempo, odiar. Por ejemplo, al contemplar la Pasión
de Cristo, el orante debe amar – con un acto de voluntad, decir: Señor, Tú me
amaste tanto, yo quiero amarte de vuelta, entregar mi vida – y odiar sus
pecados, que son la causa del sufrimiento de Cristo – con un acto de contrición
fervoroso, decir: Yo odio mis pecados, que te mataron en la Cruz, mi miseria e
ingratitud que te hizo tanto mal. Estoy cansado de no amarte. Quiero amarte.
Por eso, me siento como un mendigo en el umbral de tu puerta: dame la gracia de
amarte. A partir de eso, él pide a Dios las gracias necesarias para amarlo y
crecen en las virtudes, etc.
Por fin, se concluye la meditación con una acción de gracias y también algunos
propósitos.
¿Cuánto tiempo se debe dedicar a esta oración? El tiempo que el orante disponga
para la misma. San Alfonso María de Ligorio recomienda a los principiantes que
no pasen de media hora en este ejercicio, para que no corran el riesgo de
cansarse. Es posible, sin embargo, aumentar este tiempo de meditación, en la
medida en que el alma progrese en el amor. El mejor momento para hacerla es
después de la comunión, cuando Cristo, en su humanidad gloriosa, habita en la
persona.
En cuanto a los sentimientos, éstos son sólo consecuencias corporales de lo que
sucede en el alma durante la oración. No constituyen, pues, su esencia. Puede
suceder que, en la meditación, la persona se emocione, sienta escalofríos y
quiera llorar; esas cosas, sin embargo, no siempre suceden y no se debe forzar
a que ocurran, como si una buena oración dependiera de ello. Los dones
carismáticos también no son necesarios en la oración; se tratan de gracias
gratis datae, es decir, gracias que se dan forma gratuita. Vienen, por lo
tanto, cuando Dios quiere.
Por último, ten en cuenta que el camino y las recomendaciones que aquí se
indican no son específicas para un determinado grupo o determinado movimiento;
son para todos los católicos. Al margen de los sentimientos, la oración
consiste esencialmente en la elevación del corazón humano a Dios, con su
facultad cognitiva y apetitiva, intelecto y voluntad. Acojamos, pues, el
imperativo de la divina liturgia: “Sursum corda – ¡Levantemos el corazón!
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