¡Reina del cielo, alégrate! ¡Aleluya!
La Virgen María estuvo particularmente cercana a Jesús en los misterios de su
muerte y resurrección, en el nacimiento de la Iglesia y en venida del Espíritu
Santo. Cumplida su misión terrena fue llevada al Cielo y coronada de gloria
junto a su Hijo, esperando que Cristo recapitule todas las cosas y las entregue
al Padre.
María es la perfecta discípula del Señor que colaboró como nadie, y de manera
totalmente excepcional, en la obra de la redención: comenzando por el misterio
de la Encarnación y culminando su misión participando en la muerte y
resurrección de su Hijo.
Recordemos que ella permaneció firme, fiel e íntegra ante el misterio de la
muerte y sepultura de su hijo Jesús. Ella, la “mujer”, la nueva Eva, recibe el
testamento del Crucificado: “Ahí tienes a tu hijo”.
Ella sabe en fe que Jesús no puede morir. Por eso, la Iglesia siempre ha creído
que la Virgen María fue la primera que creyó en la resurrección, la primera que
“vio” a Jesús como Resucitado y constituido Señor y Salvador. No le hacían
falta apariciones. Ningún evangelista narra esas posibles apariciones.
De ahí que la Virgen María es la que mejor puede iniciarnos en la fe pascual,
en la experiencia de la salvación plena en Cristo el Señor. Ella es la Madre
del Resucitado. De hecho María, rodeada de otras mujeres testigos de la resurrección,
acompañó a los discípulos en el proceso pascual del alumbramiento del nuevo
Israel, la Iglesia, hasta recibir la plenitud del Espíritu en Pentecostés, como
la verdadera y única madre de los creyentes. Ella es la llena del Espíritu
Santo.
Nadie mejor que ella nos puede acompañar en este tiempo pascual hasta que
experimentemos la plena salvación en Cristo. Por eso, la Iglesia la saluda con
especial devoción, alegría y esperanza durante el tiempo pascual.
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