Salmo 66
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben.
El Señor tenga piedad y nos bendiga, ilumine su rostro sobre nosotros; conozca
la tierra tus caminos, todos los pueblos tu salvación.
Que canten de alegría las naciones, porque riges el mundo con justicia, riges
los pueblos con rectitud y gobiernas las naciones de la tierra.
Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben. Que Dios
nos bendiga; que le teman hasta los confines del orbe.
En un mundo hipercomunicado, como este en que vivimos, parece que una de las
formas preferidas de diálogo es la crítica, el comadreo y sacar a relucir las
miserias y “trapos sucios” de los demás. En las calles, en las comunidades
vecinales y parroquiales, entre amigos, en los platós de televisión… en todas
partes reinan los murmullos y las acusaciones. El mal-decir se ha convertido en
un hábito fuertemente arraigado.
Y el salmo de hoy, justamente, nos habla de todo lo contrario. El salmo nos
habla del bien-decir: de la alabanza, la bendición. Y muy especialmente de la
bendición de Dios.
Mal hablar de alguien implica sospecha, desconfianza, incluso celos y odio.
¡Actitudes demasiado frecuentes! En cambio, la bendición presupone un proceso
interior de despertar y agradecimiento. Podemos alabar algo o a alguien cuando
somos conscientes de su belleza y su bondad, del bien que nos proporciona, de
la verdad que nos transmite. Muchas veces nuestra alma está embotada y nuestra
mente aturdida bajo montañas de basura informativa y sentimientos mezquinos.
Necesitamos hacer limpieza interior. Bendecir nos puede ayudar. Quizás nos
cueste “sentir” esa gratitud, ese gozo que empujó al poeta a escribir salmos
tan bellos. Pero las mismas palabras de alabanza, en nuestros labios, podrán
operar un cambio en nuestro corazón. Una bendición también puede limpiarnos el
espíritu.
Y, ¡qué poco se bendice hoy a Dios! Son tantas las personas que lo niegan, o lo
desafían, lanzando hacia él las culpas de las responsabilidades humanas…
Cuántas veces los seres humanos nos comportamos como niños inmaduros, y no
queremos asumir el peso de nuestras decisiones. Nos aferramos a nuestros éxitos
y sacudimos los fracasos encima de los otros, o encima de Dios. El salmista nos
recuerda que Dios es justo y bueno, y que seguir su ley comporta salvación: es
decir, paz y concordia para los pueblos.
Por eso, recitemos despacio y siendo muy conscientes los versos de este salmo,
que nos habla de la alegría y la belleza de Dios. Su amor se derrama sobre el
mundo y palpita en nuestra misma existencia. Vivamos estas palabras y
convirtamos nuestra vida en otro himno de alabanza.
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