Amós 2,6-10.13-16:
Durante ocho semanas vamos a escuchar la voz de los profetas. Después
de haber seguido, en los Libros de los Reyes, la agitada historia de
Israel entre los siglos IX-VI antes de Cristo, ahora interpretamos esta
misma historia, antes y durante el destierro a Babilonia, guiados por
los profetas.
Dios
ayudaba a su pueblo a recordar la Alianza que habían sellado con él.
Los profetas de esta época -Amós, Oseas, Isaías, Miqueas, Jeremías,
Ezequiel-, harán oír sus avisos y reproches, y también sus palabras de
ánimo, para que el pueblo elegido sea, de verdad, modelo y faro de luz
para todos los demás.
Esta
semana vamos a leer al primero de estos profetas, Amós. Era un
campesino, cultivador de higos, que vivía en Técoa, cerca de Belén, en
el reino del Sur, Judea, pero que, no sabemos por qué, emigró al reino
del Norte, o sea, a Samaria, y allí le alcanzó la llamada de Dios y se
convirtió en profeta, portavoz de Dios, en tiempos del rey Jeroboam II,
en el siglo Vlll antes de Cristo.
La primera página que leemos es una denuncia muy directa de los pecados de Israel y de sus clases dirigentes.
Se
han olvidado de los continuos favores que les ha hecho Dios al sacarles
de Egipto y defenderles de sus enemigos. Se han olvidado de la Alianza.
Sobre todo, faltan a la justicia social: «venden al justo por dinero»,
la vida de un pobre vale menos que «un par de sandalias», oprimen y
explotan a los débiles, no devuelven lo prestado...
Con
un lenguaje directo, propio del hombre de campo que es, Amós echa en
cara a los dirigentes del pueblo su pecado y les amenaza de un modo muy
expresivo: también ellos serán aplastados, como aplastan a los pobres, y
no podrán escapar al juicio de Dios, por mucho que intenten correr.
Mateo 8,18-22: Dejando por un momento la narración de los milagros, leemos hoy un breve pasaje con unos relatos de vocación.
Primero
es un letrado y, luego, uno que ya era discípulo. Jesús les hace ver a
ambos que su seguimiento va a ser difícil y radical. Que él «no tiene
dónde reclinar la cabeza», o sea, que no esperen ventajas materiales,
porque Jesús sigue una vida de peregrino, de apóstol itinerante,
desarraigado y pobre.
Al discípulo le dice que deje «que los muertos entierren a sus muertos» y le siga con prontitud y radicalidad.
Nuestro
pecado no siempre es directamente contra Dios, de idolatría, por adorar
a otros dioses. Muchas veces, va contra el prójimo, al que oprimimos,
aprovechándonos de su debilidad.
Pero,
según Amós, Dios se solidariza con los débiles y considera como hecho a
él lo que hacemos a los demás. Jesús dirá claramente: «lo que hiciereis
a uno de estos, lo hacéis conmigo... estaba enfermo y me visitasteis».
Es
un aviso del que se hace eco el salmo. En misa entonamos cantos de
alabanza a Dios y le hacemos genuflexión. Pero luego, durante el día,
tal vez tratamos mal a nuestro hermano: «sueltas la lengua para el mal,
tu boca urde el engaño; te sientas a hablar contra tu hermano: esto
haces ¿y me voy a callar? Te acusaré, te lo echaré en cara».
No se trata sólo de las grandes injusticias sociales que hay en nuestra sociedad.
También
entran en este mismo lote nuestras murmuraciones contra el hermano y
nuestra falta de caridad. Tendríamos que hacer caso a los profetas que,
también en nuestro tiempo, denuncian nuestras injusticias y nuestras
desviaciones. Y a la Palabra de Dios que nos va iluminando para que
confrontemos nuestros caminos con los de Dios.
A
los que somos seguidores de Jesús, se nos recuerda que esto nos va a
exigir desapego de los bienes materiales, incluso de nuestra familia.
Que la fe cristiana no es fácil. Jesús no nos promete bienes materiales y
éxitos según las medidas de este mundo. El mismo ha dejado su familia
de Nazaret para dedicarse a su misión y camina por los pueblos, sin
establecerse en ninguno. El evangelio de ayer concluía afirmando de
Jesús que «tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades».
Ése es su estilo y ése ha de ser el estilo de sus seguidores.
Jesús
no nos está invitando a descuidar a los padres o a la familia. Tampoco,
a que dejemos sin enterrar a los muertos. Sería inhumano y cruel. Con
esas dos afirmaciones, tan paradójicas, está queriendo decir que su
seguimiento es exigente, que pide decisión absoluta, que debemos estar
dispuestos a ser peregrinos en la vida, desprendidos de todo, no
instalados en nuestras comodidades.
Lo
cual no sólo se cumple en los que abandonan la familia para hacerse
religiosos o ser ministros en la comunidad o ir a los países de misión a
evangelizar. Todo cristiano debe saber aplicar una justa jerarquía de
valores a sus ideales. Seguir a Cristo y su evangelio supone, a veces,
renunciar a otros valores más apetitosos según este mundo. Dentro de
pocos días leeremos en el mismo evangelio de Mateo otra afirmación
igualmente paradójica: «el que ama a su padre o a su madre más que a mí,
no es digno de mí» (Mt 10,37).
Se
trata de seguir a Jesús con poco equipaje, con menos apego a otras
cosas. Esto lo saben muy bien los estudiantes o los deportistas o los
comerciantes que persiguen sus objetivos sacrificando otras cosas que
les gustarían. Y lo saben también quienes renuncian a su comodidad para
dedicar su tiempo al apostolado o a la catequesis o como voluntarios en
acciones de asistencia a los más necesitados. Hay valores más profundos
que los visibles de este mundo. Hay ideales por los que vale la pena
sacrificarse. El seguimiento de Jesús va en esta línea de decisión
generosa.
J. Aldazabal
Enséñame tus Caminos
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