2Re. 22, 8-13; 23, 1-3.
Cuando se pierde el sentido de la vida, el rumbo de la misma se hace
errático. No se tienen normas morales de comportamiento, pues no hay
algo que le dé sentido al actuar de la persona, que vive como las hojas
movidas por cualquier viento.
Si
en verdad queremos vivir como personas que caminan día a día hacia una
mayor perfección personal que nos dé una auténtica felicidad, estable,
eterna, debemos saber cuál es la meta final hacia la que nos dirigimos.
Quien
vive sin Dios no tiene por qué llevar comportamientos morales que
manifiesten el grado de perfección, la cercanía a ese Dios en quien ha
dejado de creer. La felicidad no puede cifrarse sólo en lo pasajero; la
felicidad no puede comprarse; la felicidad nace de la realización
interior de la persona. Por eso debemos continuamente descubrir y
redescubrir a Dios en nuestra vida; lo cual nos llevará también a
descubrir y redescubrir continuamente su Ley, llevada, por Jesucristo, a
su perfección en el amor.
Aquel
que sea capaz de amar hasta el extremo sabrá que, a pesar de la cruz,
su vida tiene sentido, el sentido que le da el haberle dado a su
existencia el rumbo que le lleva a unirse plenamente con ese Dios, que
no sólo lo espera en la eternidad, sino que camina con él ya desde esta
vida fortaleciéndolo, para que su amor sea cada vez más sincero y
perfecto.
En
lo más profundo de nuestro corazón, templo de Dios, podemos descubrir
esa Ley del Amor, que Dios ha grabado en nosotros al comunicarnos su
Espíritu Santo. Vivamos guiados por ese Espíritu del Señor que habita en
nosotros.
Sal. 119 (118).
Roguemos al Señor que incline nuestro corazón a cumplir con fidelidad
su Palabra, buscando en ella, y no en la avaricia, nuestra paz y nuestra
felicidad.
Hay
muchas cosas pasajeras que no sólo nos han deslumbrado, sino que han
embotado nuestra mente y nuestro corazón. Sólo la Gracia Divina puede
hacer realidad en nosotros una verdadera conversión. Por eso le pedimos
al Señor que sea Él quien aparte nuestros ojos de las vanidades y que
nos enseñe y ayude a cumplir su voluntad y a guardarla de todo corazón,
pues su Palabra es Palabra de Vida eterna para nosotros.
Volvamos
al Señor con un corazón humilde, sencillo y sincero; aprendamos a
escuchar su Palabra, y a meditarla en nuestro corazón para ponerla en
práctica, y poder llegar a ser así dichosos eternamente.
Mt. 7, 15-20. Ya
Jesús nos advertía diciendo: "En aquel tiempo muchos me dirán: 'Señor,
Señor: ábrenos'; pero Él les responderá: '¡No sé de dónde son!' Entonces
comenzarán a decir: 'Hemos comido y bebido contigo, y tú has enseñado
en nuestras plazas'. Pero Él les dirá: '¡No sé de dónde son! ¡Apártense
de mí, malvados!"
No
basta con vivir cercanos al Señor; no basta con sentarnos a su mesa; no
basta con proclamar su Evangelio, en su Nombre, a todas las naciones.
Se nos pide que seamos testigos del Reino y que no vivamos como los
hipócritas.
El verdadero profeta, el enviado de Dios se conoce por sus frutos y no sólo por sus palabras.
Saber
amar hasta el extremo; saber dar voz a los sin voz; socorrer al
necesitado; trabajar por la justicia y la paz y muchas otras cosas que
han de manifestar la lealtad de nuestra fe, serán la forma como nosotros
demos testimonio de que realmente el Señor habita en nosotros y guía,
no sólo nuestra lengua, sino también nuestros pasos, por el camino del
bien.
El
Señor conoce hasta lo más profundo de nuestro ser. Él es el único
bueno. Al unir a Él nuestra vida, Él perdona nuestros pecados y nos
santifica, para que seamos santos como Él es Santo. Esto se hace
realidad en la Alianza de amor con Él que renovamos en esta Eucaristía.
Efectivamente
aquí volvemos a adquirir el compromiso de caminar, ya no a impulsos de
nuestros caprichos ni dominados por nuestra concupiscencia, sino guiados
y fortalecidos por el Espíritu Santo, que Dios ha infundido en nuestros
corazones.
Así,
vivificados por el Señor, nuestra vocación mira a unirnos plenamente a
Dios; y puesto que esta unión se inicia ya desde esta vida, llevemos un
comportamiento conforme a la Vida y al Espíritu que hemos recibido.
No
vivamos como impostores, llevando sólo una vida de aparente virtud,
revestidos sólo en la piel como ovejas, pero con un corazón podrido por
la maldad y el pecado. El Señor nos quiere como personas de fe y de
virtud probadas.
Cuando
san Lucas nos habla del Señor nos dice que nos va a narrar todo lo que
Jesús hizo y enseñó, pues antes de hablar Él hizo, Él vivió aquella
Verdad y aquel Amor que no sólo nos anunció, sino de los que dio
testimonio incluso con su propia sangre.
El
camino de Jesús es el mismo camino de su Iglesia. Por eso nuestras
obras deben hablar de que realmente nosotros vivimos en Dios y de que es
Él el que continúa amando y salvando al mundo entero por medio de la
Iglesia, que es su Cuerpo.
Sepamos
hacia dónde se encaminan los pasos de la Iglesia; vamos hacia el Señor
para unirnos con Él eternamente. Que nuestras buenas obras den a conocer
que vamos por el camino correcto hacia nuestra perfección y hacia
nuestra unión eterna con el Señor.
Roguémosle
a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima
Virgen María, nuestra Madre, la gracia de saber poner totalmente
nuestra confianza en Él, de dejarnos revestir de Cristo y de ser guiados
por el Espíritu Santo para no sólo proclamar el Evangelio, sino para
convertirnos en auténticos testigos del mismo. Amén.
Homiliacatolica.com
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