Se conoce la verdadera
naturaleza y la verdadera nobleza del amor conyugal cuando se le considera
desde su fuente suprema: Dios que es amor... El matrimonio, pues, no es efecto
de la casualidad o un producto de la evolución de fuerzas naturales
inconscientes: es una sabia institución del Creador para realizar en la
humanidad su designio de amor. Por medio de la donación personal recíproca...
los esposos tienden a la mutua comunión de sus mismos seres en vista a un mutuo
perfeccionamiento personal, y así colaborar con Dios a la generación y
educación de nuevas vidas. Además, para los bautizados, el matrimonio reviste
la dignidad de signo sacramental de la gracia en tanto que representa la unión
de Cristo y la Iglesia (Ef 5,32).
Bajo esta luz aparecen claramente las notas y las exigencias características del amor conyugal... Ante todo es un amor plenamente humano, es decir, a la vez sensible y espiritual. No es pues, de ninguna manera, un simple intercambio de instintos y sentimientos, sino también, y sobre todo, un acto de voluntad libre, destinado a mantener y hacer crecer el amor a través de los gozos y los sufrimientos de la vida cotidiana, de tal manera que los esposos lleguen a ser un solo corazón y una sola alma y juntos alcancen su perfección humana.
Es, seguidamente, un amor total, es decir, una forma del todo especial de amistad personal mediante la cual los esposos comparten generosamente todas las cosas, sin reservas indebidas ni cálculos egoístas. Quien verdaderamente ama a su cónyuge no le ama tan sólo por lo que de él recibe, sino por él mismo, dichoso de poderle enriquecer con el don de sí mismo.
Es también un amor fiel y exclusivo hasta la muerte. En efecto, es así que lo conciben el esposo y la esposa el día en que libremente y con plena conciencia asumen el compromiso matrimonial... Finalmente, es un amor fecundo que no se agota en la común unión entre los esposos, sino que está destinado a perpetuarse suscitando nuevas vidas.
San Pablo VI, papa 1963-1978
Carta encíclica Humanae vitae, 8-9
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