LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 10, 25-26. 34-35. 44-48: “El don del Espíritu Santo se ha derramado
también sobre los gentiles”
Sal 97: “El Señor revela a las naciones su salvación”
1Jn 4,7-10: “Dios es amor”
Jn 15,9-17 : “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”
Pocas palabras deben saturamos tanto en el lenguaje cotidiano como ésta:
«amor». La escuchamos en la canción de moda, en la conductora superficial de un
programa de televisión (tan superficial como su animadora), en el lenguaje
político, en referencia al sexo, en la telenovela (más superficial aún que la
animadora, si eso es posible)... Se usa en todos los ámbitos, y en cada uno de
ellos significa algo diferente. ¡Pero, sin embargo, la palabra es la misma!
Sería casi soberbio pretender tener nosotros la última palabra, o pretender que
«fuera de nosotros: ¡el error!». Digamos, sí, que el amor en sentido cristiano
no es sinónimo de un amor «rosado», sensual, placentero, dulzón y sensiblero
del lenguaje cotidiano o posmoderno. El amor de Jesús no es el que busca su
placer, su «sentir», o su felicidad sino el que busca la vida, la felicidad de
aquellos a quienes amamos. Nada es más liberador que el amor; nada hace crecer
tanto a los demás como el amor, nada es más fuerte que el amor. Y ese amor lo
aprendemos del mismo Jesús que con su ejemplo nos enseña que «la medida del
amor es amar sin medida».
La cruz de Jesús, el gran instrumento de tortura del imperio romano (¿será costumbre de los imperios inventarlos?), se transforma -como otra cara de la moneda- también en la máxima expresión de amor de todos los tiempos. La cruz, símbolo de muerte y sufrimiento, pasa a ser signo vivo de más vida. En realidad con su amor final Jesús descalifica el mandamiento que dice que debemos «amar al prójimo como a nosotros mismos»; si debemos amar «como» Él, es porque debemos amar más que a nosotros mismos, hasta ser capaces de dar la vida. La cruz es la «escuela del amor»; no porque en sí misma sea buena, ¡todo lo contrario!, sino porque lo que es bueno es el amor ¡hasta la cruz! La cruz como medida puede ser medida del odio de Caifás, y también, del amor de Jesús; éste último es el que a nosotros nos interesa. Es el amor que nos enseña a mirar ante todo al ser amado, y más que a nosotros mismos, que nos enseña a no prestar atención a nuestra vida, sino la vida de quienes amamos; es el amor que nos enseña a ser libres hasta de nosotros mismos, siendo «esclavos de los demás por amor». Nada hay más esclavizaste que el amor, y nada hay más liberador que el amor (para quien lo da y para quien lo recibe). Ciertamente, el amor así entendido no es «rosado» (o ¿acaso es «rosado» morir en la cruz?) el amor es fuerte y «jugado» y comprometido por el otro.
No es el amor de quienes se llaman entre ellos «amorosos» y no se sienten
impelidos a «la solidaridad (que) es la verdadera revolución del amor» (Juan
Pablo II); no es el amor de quienes «hacen el amor» sin cargar la cruz y sin
buscar la vida; no es el amor de quienes hablan de un «acto de amor» y provocan
decenas de miles de «desaparecidos»; tampoco es el amor del séptimo matrimonio
de la actriz que "ahora sí, con él soy feliz"; no es esto; ni tampoco
el amor del que dice que «la caridad bien entendida empieza por casa» y se manifiesta
absolutamente incapaz de salir al encuentro del pobre. El amor es el de Cristo,
que con su acción que lo lleva «hasta el extremo», libera a la humanidad
-porque el amor libera-, aunque muchas veces nos resistamos a un amor «tan en
serio».
Aquí el amor es fruto de una unión, de «permanecer» unidos a aquel que es el
amor verdadero. Y ese amor supone la exigencia -«mandamiento»- que nace del
mismo amor, y por tanto es libre, de amar hasta el extremo, de ser capaces de
dar la vida para engendrar más vida. El amor así entendido es siempre el «amor
mayor», como el que condujo a Jesús a aceptar la muerte a que lo condenaban los
violentos. A ese amor somos invitados, a amar «como» él movidos por una
estrecha relación con el Padre y con el Hijo. Ese amor no tendrá la liviandad
de la brisa, sino que permanecerá, como permanece la rama unida a la planta
para dar fruto. Cuando el amor permanece, y se hace presente mutuamente entre
los discípulos, es signo evidente de la estrecha unión de los seguidores de
Jesús con su Señor, como es signo, también, de la relación entre el Señor y su
Padre. Esto genera una unión plena entre todos los que son parte de esta
«familia», y que llena de gozo a todos sus miembros donde unos y otros se
pertenecen mutuamente aunque siempre la iniciativa primera sea de Dios.
REFLEXIÓN DE LA PRIMERA LECTURA: HECHOS DE LOS APÓSTOLES 10,25-26. 34-35.44-48. EL DON DEL ESPÍRITU SANTO SE HA DERRAMADO TAMBIÉN SOBRE LOS GENTILES
El episodio de la conversión de Cornelio ha sido uno de los más decisivos para
la comunidad cristiana primitiva. Pedro aparece en su papel de primer
responsable de la misma. Mientras comienza a tomar posiciones de cara a la
influencia del Templo y del judaísmo en la vida de los primeros cristianos, una
"visión" (Act 10, 1-17) le incita a adoptar una actitud de
considerable repercusión en el futuro: se trata de la apertura de la misión y
el brusco viraje que no tardará en producirse en la comunidad.
Los resúmenes del discurso de Pedro, reproducidos en la lectura de este día,
ponen de relieve el pensamiento fundamental de Pedro: Dios no hace acepción de
personas, pues es totalmente imparcial (v. 34; cf. Dt 10, 27) y la mejor prueba
que aduce como confirmación de ello consiste en hacer que los paganos
participen de los beneficios de un Pentecostés semejante en todo al de
Jerusalén (Act 2, 1-11), incluso antes de ser bautizados (vv.44-45). Estos
acontecimientos ponen a Pedro, todavía vacilante, ante la necesidad de tomar
medidas claras y decididas en su misión. Lucas, en cambio, nos ha dejado ver
sólo el aspecto maravilloso, pasando por alto la larga y lenta preparación de
los espíritus con vistas al acceso de los paganos al Reino, y gracias a algunos
cristianos que hoy llamaríamos "de vanguardia" (Act 8, 4-40; etc.).
El autor desea mostrar la igualdad absoluta de todo ser humano ante los
designios de Dios en el Señor-Jesús.
Pedro, por tanto, ha derribado el muro de separación que, en cada ciudad de Oriente, se levantaba hasta entonces entre la comunidad judía y la gentilidad. Pero la cristiandad sigue levantando este muro cada vez que se olvida de vivir su Pentecostés, con todo lo que esto significa, o levanta barreras negativas o leyes para defender unos derechos o una filosofía ya caduca.
En nuestros días, en cada ciudad se levanta de nuevo el muro de separación
entre los cristianos y la inmensa "gentilidad" moderna. ¿Dónde está
Pedro para reconciliar a los indiferentes de dentro y de fuera, para compartir
entre todos el deseo de absoluto y la generosidad de la búsqueda en tantos
medios no creyentes, para restablecer el diálogo, para que gentes de cualquier
cultura o mentalidad se puedan entender entre sí, prestando oídos a todos, para,
después de este paso, valores propios y eficientes, pero no decisivos, ya que
no se puede pedir al otro que sustituya sus propios valores por los nuestros,
si nosotros no hacemos previamente otro tanto con lo que juzgamos
"verdad" absoluta y decisiva.
En este capítulo se trata de una nueva intervención del Espíritu Santo para que
la iglesia salga del ambiente judío y el evangelio llegue a los demás. Cornelio
es (como el etíope de 8,27) un hombre que teme a Dios, o sea, un extranjero
que, sin adherirse a la comunidad judía, cree en el Dios único de los judíos.
Pero las palabras de Pedro sobre que Dios no tiene acepción de personas no
indican un indiferentismo religioso, sino únicamente una igualdad de todos los
hombres para emprender el único camino de salvación que está en la fe
cristiana.
No sabemos si Pedro habría vacilado en administrar el bautismo a un hombre no
judío (y no circuncidado), como era el caso de Cornelio. Pero la manifestación
del Espíritu Santo le forzó la mano y, por fin, se bautiza a un hombre de otra
raza. Hoy también, en varios lugares, la iglesia está amenazada de quedar
reducida a un grupo social cerrado y tal vez anticuado. A los cristianos, sin
embargo, se les invita a dar un paso, a entablar el diálogo con todos los
hombres.
Es, por tanto, el Espíritu de pentecostés el que se manifiesta, en Cornelio y
toda su familia, para admiración y sobrecogimiento de los piadosos cristianos
(judíos). Lo que ocurrió entonces, siempre ocurre: Dios está en todas partes en
que hay hombres que le buscan con sincero corazón.
La comunión en la escucha de la palabra de Dios, en la fe en Jesucristo y en la
oración es el signo de la presencia del Espíritu. El cristiano de hoy no tiene
que convencerse de esto mirando hacia atrás, a otros tiempos, sino poniendo su
fe en el presente y en el futuro.
Vivía en la ciudad de Cesarea un capitán de la "Cohorte Itálica",
llamado Cornelio, el cual pertenecía con toda su familia al número de los
"temerosos de Dios", esto es de aquellos gentiles que simpatizaban con
la religión judía y adoraban al Dios de Israel, aunque no estuvieran
circuncidados. El tal Cornelio, no sin inspiración divina, mandó llamar a
Pedro, que se encontraba en Joppe, a unos 44 Km. de Cesarea, para que le
enseñara lo referente a la salvación. Pedro, que había tenido igualmente una
visión enigmática, entiende ahora cuál es la voluntad de Dios y acude a la
llamada de Cornelio, dando oficialmente el paso hacia la evangelización de los
gentiles.
Cornelio recibe a Pedro con todos los honores, saludándole según costumbre.
Aunque la postración no debe confundirse en este caso con un rito de adoración.
Pedro juzga, sin duda, que esto es demasiado para un hombre y levanta del suelo
cortésmente a Cornelio. Pedro da comienzo a su instrucción manifestando que
Dios no se fija en la cara de los hombres, sino que tiene en cuenta el
interior: pues todos son iguales ante la salvación ofrecida en el evangelio: y
Dios acepta con agrado a todos los hombres que le temen y practican la
justicia; pero, evidentemente, Pedro no quiere decir que sea igual una religión
que otra y que importe poco la confesión expresa de la fe en Jesucristo. De ser
así, tampoco tendría sentido que la misión se extendiera a los gentiles.
La evangelización de los gentiles es la respuesta al mandato de Jesús (Mt 28,
10s) y el cumplimiento de las profecías sobre el universalismo de la salvación
(Is 49, 6; 56, 1-7; 66, 18-23; Sof 3, 9-10; Zac 8,20-23). Por este
universalismo luchará incansablemente Pablo, el apóstol de los gentiles.
Mientras está hablando Pedro y antes de que Cornelio y los de su casa fueran
bautizados, el Espíritu Santo desciende sobre estos últimos. De esta manera se
muestra que, no obstante la importancia y la dignidad del orden sacramental,
Dios da su gracia a quien y como quiere, sin atarse necesariamente a ningún
rito o ministerio eclesial. Es más, Dios se anticipa, normalmente, y llega a
los hombres antes que sus ministros.
La iglesia descubre el universalismo de su misión y ve que no es necesario
hacerse antes judío para llegar a ser cristiano. Aunque se ha de librar todavía
más de una batalla con los judaizantes, los hechos aquí narrados y la decisión
del concilio de Jerusalén (Hech 15; cfr. Gál 2, 1-10) sentarán definitivamente
las bases de la evangelización de todas las naciones.
REFLEXIÓN DEL SALMO 97 EL SEÑOR REVELA A LAS NACIONES SU
SALVACIÓN
Las expresiones «el Señor rey» (6b) y «viene para gobernar la tierra. Gobernará
el mundo...» (9) caracterizan este texto como un salmo de la realeza del Señor.
Tiene dos partes (lb-3 y 4-9), en cada una de las cuales podernos hacer dos
divisiones: la primera presenta una invitación y la segunda, introducida por la
conjunción «porque...», la exposición de los motivos de estas invitaciones. La
primera invitación, ciertamente dirigida al pueblo de Dios, es: «Cantad al
Señor un cántico nuevo» (1b). ¿Por qué hay que cantar y por qué ha de ser nuevo
el cántico? Los motivos comienzan con el primero de los «porque...». Se
enumeran cinco razones: porque el Señor ha hecho maravillas, porque ha obtenido
la victoria con su diestra y con su santo brazo (ib), porque ha dado a conocer
su victoria, ha revelado a las naciones su justicia (2) y se ha acordado de su amor
fiel para con su pueblo (3). El término «victoria» aparece en tres ocasiones;
se trata de la victoria del Señor sobre las naciones, en favor de Israel.
Si la primera invitación es muy breve, la segunda, en cambio, es más bien larga
(4-9a) y se dirige a toda la creación: a la tierra (4), al pueblo congregado
para celebrar (5-6), al mar, al mundo y sus habitantes (7), a los ríos y a los
montes (8). Se invita al pueblo a celebrar acompañándose de instrumentos: el
arpa, la trompeta y la corneta (5-6). A todo esto vienen a sumarse el estruendo
del mar, el aplauso de los ríos y los gritos de alegría de los montes. Cada
elemento de la creación da gracias y alaba a su manera. ¿Por qué? La razón es
una sola: porque el Señor «viene para gobernar la tierra. Gobernará el mundo
con justicia y los pueblos con rectitud» (9b). Si antes se decía que el Señor
es rey (6b), ahora se celebra de manera festiva el comienzo de su gobierno
sobre la tierra, el mundo y las naciones (tres elementos). Su gobierno está
caracterizado por la justicia y la rectitud.
Se observa una evolución de la primera parte a la segunda o bien, si se quiere,
podemos decir que la segunda es consecuencia de la primera. De hecho, la
victoria del Señor sobre las naciones a causa de su amor y fidelidad para con
Israel tiene como consecuencia su gobierno sobre todo el universo (la tierra,
el mundo y las naciones). El reino de Dios va implantándose por medio de la
justicia y la rectitud.
Este himno celebra la superación de un conflicto entre el Señor e Israel, por
un lado, y las naciones, por el otro. El amor de Dios por su pueblo y la
fidelidad que le profesa le han llevado a hacerle justicia, derrotando a las
naciones (2-3a), de manera que se ha conocido esta victoria hasta los confines
de la tierra (3b). El salmo clasifica este hecho entre las «maravillas» del
Señor (1b). ¿De qué se trata? El término «maravilla» es muy importante en todo
el Antiguo Testamento, hasta el punto de convertirse en algo característico y
exclusivo de Dios, Sólo él hace maravillas, que consisten nada más y nada menos
que en sus grandes gestos de liberación en favor de Israel. Por eso Israel (y,
en este salmo, toda la creación) puede cantar un cántico nuevo, La novedad
reside en el hecho extraordinario que ha llevado a cabo la diestra victoriosa
de Dios, su santo brazo (1b). La liberación de Egipto fue una de esas
maravillas. Pero nuestro salmo no se está refiriendo a esta gesta. Se trata,
probablemente, de un himno que celebra la segunda gran liberación de Israel, a
saber, el regreso de Babilonia tras el exilio. El Señor venció a las naciones,
acordándose de su amor y su fidelidad en favor de la casa de Israel (3a).
La «maravilla», sin embargo, no se limita a la vuelta de los exiliados a Judá.
También se trata de una victoria del Señor sobre las naciones y sus ídolos,
convirtiéndose en el único Dios capaz de gobernar el mundo con justicia y los
pueblos con rectitud. La salida de Babilonia tras el exilio llevó a los judíos
a este convencimiento: sólo existe un Dios, y sólo él está comprometido con la
justicia y la rectitud para todos. De este modo, se justifica su victoria sobre
las naciones (2), hecho que le confiere un título único, el título de Rey
universal: sólo él es capaz de gobernar con justicia y con rectitud. Por tanto,
merece este título y también el reconocimiento de todas las cosas creadas y de
todos los pueblos. El no los domina ni los oprime. Por el contrario, los
gobierna con justicia y con rectitud.
El rostro con que aparece Dios en este salmo es muy parecido al rostro de Dios
que nos presentan los salmos 96 y 97. Principalmente, destacan siete acciones
del Señor: ha hecho maravillas, su diestra y su santo brazo le han dado la
victoria, ha dado a conocer su victoria, ha revelado su justicia, se acordó de
su amor y su fidelidad, viene para gobernar y gobernará. Las cinco primeras nos
hablan de acciones del pasado, la sexta anuncia una acción presente y la última
señala hacia el futuro. La primera de estas acciones («ha hecho maravillas») es
la puerta de entrada: estamos ante el Señor, Dios liberador, el mismo que
liberó en los tiempos pasados (cf el éxodo). La expresión «amor y fidelidad»
(3a) recuerda que este Dios es aquel con el que Israel ha sellado la Alianza.
Pero también es el aliado de todos los pueblos y de todo el universo en lo que
respecta a la justicia y la rectitud. Es un Dios ligado a la historia y
comprometido con la justicia. Su gobierno hará que se instaure el Reino.
En el Nuevo Testamento, Jesús se presenta anunciando la proximidad del Reino
(Mc 1,15; Mt 4,17). Para Mateo, el Reino se irá construyendo en la medida en
que se implante una nueva justicia, superior a la de los fariseos y los
doctores de la Ley (Mt 1,15; 5,20; 6,33).
A los cuatro evangelios les gusta presentar a Jesús como Mesías, el Ungido del
Padre para la implantación del Reino, que dará lugar a una nueva sociedad y una
nueva historia. No obstante, conviene recordar que Jesús decepcionó a todos en
cuanto a las expectativas que se tenía acerca de este Reino. La justicia y la
rectitud fueron sus principales características. Según los evangelistas, el
trono del Rey Jesús es la cruz. Y en su resurrección, Dios manifestó su
justicia a las naciones, haciendo maravillas, de modo que los confines de la
tierra pudieran celebrar la victoria de nuestro Dios. (Véase, también, lo que
se ha dicho a propósito de los salmos 96 y 97).
Conviene rezar este salmo cuando queremos celebrar la justicia del Señor y las
victorias del pueblo de Dios en su lucha por la justicia; cuando queremos que
toda la creación sea expresión de alabanza a Dios por sus maravillas; cuando
queremos reflexionar sobre el reino de Dios, sobre la fraternidad universal y
sobre la conciencia y condición de ciudadanos, cuya puerta de entrada se llama
«justicia»; también cuando celebramos la resurrección de Jesús.
REFLEXIÓN DE LA SEGUNDA LECTURA: 1 JUAN 4,7-10 DIOS ES AMOR
Con estos versículos comienza la magna reflexión sobre la caridad (4,7—5,3) que
marca la cima de la Primera carta de Juan. Dios es la fuente del amor. En
consecuencia, quien ha brotado de esta fuente y permanece unido a ella (v. 7)
vive del amor y difunde amor. Esta es la razón de que el amor a Dios y el amor
fraterno sean una sola y misma realidad. Por el contrario, no puede decir que
conoce a Dios quien no se configura con él en el amar (v. 8; cf. 20s.).
«Dios es amor»: esta revelación del rostro de Dios no es una afirmación
especulativa, sino la experiencia de una historia de la que Juan es testigo
directo (1,1-4), y cada cristiano llega a serlo también (1,3) cuando entra en
la comunión eclesial, así como también en la intimidad de su propio corazón. El
amor no es una realidad para explicar. Dios ha revelado que es amor a través de
su obrar, a través de su “desmesurada caridad”, que le ha llevado a dar al
hombre a su mismo Hijo único —sinónimo de amadísimo—, el cual a su vez ha
entregado su propia vida expiando con la muerte el pecado del hombre. Su
ofrenda es en verdad como la semilla que, una vez caída en tierra, produce
mucho fruto.
La liberación de la esclavitud del pecado no sólo le devuelve al hombre su
inocencia originaria, sino, mucho más, le abre a la vida de comunión con Dios,
le hace «capaz» de ser morada de Dios. El Hijo amado, que se encuentra en una
relación única con el Padre, ha sido enviado por él para introducirnos en la
inefable circulación de caridad que une, en la Santísima Trinidad, al Padre, al
Hijo y al Espíritu. Si con la encarnación, el Verbo, que estaba en el seno del
Padre, ha venido al mundo a revelar a Dios, con la resurrección, el hombre, que
estaba alejado de Dios, es llevado de nuevo a su seno, hecho hijo en el Hijo.
REFLEXIÓN PRIMERA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 15,9-17. NADIE
TIENE AMOR MÁS GRANDE QUE EL QUE DA LA VIDA POR SUS AMIGOS
La perícopa evangélica prosigue y profundiza en el tema de la segunda lectura:
el del amor. Jesús, prosiguiendo con la analogía de la vid y los sarmientos,
añade matices siempre nuevos para hacer comprender cuál es la relación que les
une al Padre y a los hombres. La expresión permanece en él» (vv. 4-7) se
explica ahora en el sentido de “permanecer en su amor”, es decir, esa
circulación de caridad, de pura donación, que es la vida trinitaria en sí misma
y en su apertura al hombre (v. 9).
A Jesús, como bien atestiguan sus parábolas, no le gusta el lenguaje abstracto.
Si habla, es para ofrecer palabras que son «espíritu y vida» y, por
consiguiente, tienen que poder ser comprendidas y vividas por todos. Permanecer
en su amor es así sinónimo de «observar sus mandamientos». Una vez más es la
vida trinitaria el modelo que se propone al hombre: Jesús permanece en la
caridad del Padre y es una sola cosa con él porque acoge, ama y realiza
plenamente su voluntad (v. 10). Como dice el himno cristológico de Flp 2, «se
hizo obediente hasta la muerte y una muerte de cruz. Por eso Dios lo
exaltó...». Esta unión de voluntades, con la seguridad de que el designio del Padre
es el verdadero bien, es la alegría del Hijo, y él, al pedir la observación de
sus mandamientos, no hace otra cosa que invitar al discípulo a participar de su
misma alegría (v. 11).
Su mandamiento es el amor recíproco, hasta estar dispuesto a ofrecer la vida
por los otros (vv. 12s). Ese amor es el que hace caer todas las barreras, hace
«prójimo» a todo hombre, hace nacer una amistad que sabe compartir las cosas
más importantes. Su realización perfecta se encuentra en Jesús, que, antes de
morir, dice a sus discípulos: «Ya no os llamo siervos, sino amigos», aunque
sabe que muy pronto le dejarían solo.
La liturgia de hoy —como siempre— nos habla sólo de amor. «Dios es amor», y,
por consiguiente, ¿qué otra cosa podría decirnos su Palabra o darnos su acción?
Sin embargo, si la escuchamos con atención, hoy —y cualquier otro día—, este
motivo único resuena con tonos nuevos. Sigámoslo a través de las lecturas para
aprender a cantarlo con la vida.
El amor por parte del hombre empieza con la atención, con una intensa
expectación dirigida a Dios y suscitada además por él. Empieza por el darse
cuenta de que Dios nos ha amado primero, desde siempre, y no porque lo
mereciéramos. Descubrirse amado significa, al mismo tiempo, reconocerse pecador
perdonado. Este perdón no ha tenido para Dios — ¡el Omnipotente!— un precio
irrisorio, pero precisamente así es como se ha manifestado el amor: «Dios nos
ha manifestado el amor que nos tiene enviando al mundo a su Hijo único, para
que vivamos por él... envió a su Hijo para librarnos de nuestros pecados». El
rostro amante de Dios nos ha sido revelado por el rostro de dolor y de gloria
de Cristo. Y él nos invita a permanecer en su amor —el más grande, porque es la
vida entregada— para poder gustar la comunión con el Padre.
Se nos pide, una vez más, que estemos «atentos»: el amor entregado y recibido
nos implica en su dinamismo a cada uno de nosotros. Debe convertirse en nuestra
entrega: «Amaos los unos a los otros como yo os he amado», con una atención
activa y constante para no dejar prevalecer la naturaleza egoísta en nuestro
modo de sentir, pensar, hablar, obrar; con la tensión gozosa de poner al
principio de todo el divino mandamiento. No es fácil para nadie en concreto...
Pero para eso precisamente se nos ha dado el Espíritu. Se nos propone una nueva
atención de amor: intentar intuir en cada circunstancia los caminos que el
Espíritu nos va abriendo delante, para que pueda desplegarse el amor y llegar a
todo hombre. También Pedro se despojó a fondo de inveteradas convicciones para
abrazar el designio de Dios: atento al Espíritu y a los hermanos, indicó a la
Iglesia naciente el nuevo itinerario de amor, dejándonos a todos nosotros una
huella de luz.
REFLEXIÓN SEGUNDA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 15,9-17. EL ODIO DEL MUNDO.
Os expulsarán de las sinagogas. La sinagoga es el lugar donde los judíos se
reúnen para orar. Es una palabra que deriva del griego y significa «lugar de
reunión». Aunque la sinagoga es un lugar sagrado, los judíos nunca llamarían
«templo» a los lugares de oración de su diáspora: para los hebreos el «templo»
es uno solo, el de Jerusalén. El pueblo hebreo se caracteriza por su gran
coherencia, tanto nacional como religiosa.
El hecho de expulsar a alguien de un sitio o de prohibir su entrada puede ser
un acto racista y, sea como sea, tiene un peso y unas consecuencias sociales.
Si la exclusión es, de algún modo, institucional, tiene que tener graves y
precisos motivos, Por ejemplo, podría tratarse de una incompatibilidad
fundamental entre las personas que quieren acceder y el grupo o la asociación
que gestiona el lugar en cuestión.
Un conflicto semejante existe entre Cristo y el mundo. Este es el motivo por el
que algunos cristianos “salen” deliberadamente del mundo y se refugian en la
soledad. Los primeros monjes elegían el desierto, pero ya entonces los Padres
de la Iglesia advertían que la separación del mundo no tenía que ser
necesariamente una huida material sino, más bien, una huida moral, que
significaba dar al mundo y a todo lo que es apariencia un valor diferente y
relativo.
Quien os mate pensará que da culto a Dios. Hay varios grados de marginación de
la sociedad, no sólo la prohibición de acceso. La ley romana mandaba al exilio
a quien consideraba peligroso para la sociedad. Pero la exclusión más radical
es la pena de muerte, destinada a quien amenaza la misma convivencia humana.
Desde el principio de la historia de la Iglesia muchas personas han sido
condenadas a muerte por haber confesado su fe en Cristo. La condena venía
camuflada por falsas razones sociales, nacionales, legales.
Es un hecho que sigue sucediendo incluso en la historia de la Iglesia actual,
en varias partes del mundo. Hoy como entonces, parece que Cristo constituye un
peligro, un obstáculo que debe quitarse.
Y lo harán porque no han conocido al Padre ni a mí. También Cristo sufrió la peor de las exclusiones y fue condenado a muerte por motivos religiosos. Pero después rogó por quien lo mataba: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34).
¿El odio por la religión puede deberse a la ignorancia? La teología moral
distingue entre ignorancia culpable y no culpable. Para los Padres griegos,
todo pecado era ignorancia. Con esto no querían excusar la malicia sino, más
bien, señalar que quien comete el mal no se da cuenta de sus consecuencias.
Todo pecado, en efecto, es como una obnubilación, un eclipse de la conciencia,
que aleja de la verdad de Dios. Quien peca y obra el mal no conoce al Padre ni
a su Hijo Jesús. Platón, sutil psicólogo, de hecho decía que uno conoce y ama
sólo aquello que se le parece. Entonces, quien no ama a sus hermanos, ¿cómo
puede conocer el amor de Dios? El verdadero conocimiento sólo tiene su origen
en la caridad, es decir, en Dios, que es caridad (1Jn 4,8).
Juan insiste aquí en decir que la iniciativa del amor pertenece a Dios, en él
está la fuente del amor. No hemos sido nosotros los que hemos amado a Dios,
sino que fue él quien nos amó a nosotros y removió el gran obstáculo para el
amor que se encuentra en nosotros: el pecado. «Dios envió a su Hijo como
instrumento de perdón por nuestros pecados», haciendo así posible una unión de
amor con él.
Dios nos purifica en el bautismo con la sangre de su Hijo. Jesús interviene en
el sacramento de la reconciliación como nuestro abogado, para defendernos y
purificarnos de los pecados cometidos después del bautismo; nos hace capaces de
ser fieles al amor que procede de Dios.
La primera lectura nos muestra que este amor es universal. En el Antiguo
Testamento se podía tener la impresión de que el amor de Dios se limitaba al
pueblo elegido. En realidad, Dios había querido que el privilegio del pueblo judío
no siguiera siendo exclusivo, sino que se extendiera a todas las naciones. Ya
había dicho desde la llamada a Abrahán: «Con tu nombre se bendecirán todas las
familias del mundo». Por consiguiente, su proyecto es un proyecto universal,
que se lleva a cabo por medio del misterio pascual de Jesús, por medio de su
misterio de muerte y resurrección.
Eso es lo que se nos dice en la primera lectura. Pedro va a casa de Cornelio,
un pagano que ha sido dócil a Dios y ha tenido la inspiración de hacer venir al
apóstol a su propia casa, para acoger la palabra de la salvación. Pedro,
inspirado asimismo por Dios, no duda en ir a la casa de un pagano para hablar
de Jesús. Ha comprendido que «Dios no es parcial, antes acepta a quien lo
respeta y procede honradamente, de cualquier nación que sea».
El amor de Dios se dirige a todos los hombres, ya no hay limitación alguna. La
elección se extiende ahora a todos los hombres que creen. Basta con adherirse a
Cristo en la fe, acoger el amor de Dios, que se nos comunica por medio de
Cristo, para ser salvados de los pecados y vivir así en la alegría perfecta de
la comunión de amor con Dios.
Debemos agradecer al Señor que nos haga partícipes de este proyecto suyo de
amor, y ser conscientes de que debemos progresar continuamente en el amor.
Debemos desarrollar en nosotros un amor verdaderamente universal, a fin de
corresponder a nuestra vocación cristiana. La Iglesia es católica, es decir,
está abierta y dispuesta para acoger en su seno a todas las naciones, para
ponerlas en comunión con Dios y en comunión entre ellas.
La celebración de la Eucaristía nos introduce en este proyecto de Dios. Por eso
podemos participar en ella con confianza y con gratitud, en unión con todas las
personas llamadas a vivir con nosotros en el amor de Dios.
REFLEXIÓN TERCERA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 15,9-17.«COMO ME AMÓ EL PADRE OS
AMÉ YO: MANTENEOS EN MI AMOR».
La liturgia de este domingo nos presenta unos textos bellísimos que nos hablan
del amor y de Dios, que es amor. Estamos verdaderamente en el punto más elevado
de la revelación del Nuevo Testamento. Jesús dice a sus discípulos en la Última
Cena: «Como me amó el Padre os amé yo: manteneos en mi amor». Son unas palabras
que nos iluminan y que infunden una gran alegría en nuestro corazón.
El amor procede del Padre, pasa a través del corazón de Jesús y llega hasta
nosotros. No podemos pretender ser nosotros la fuente del amor. Pensarlo sería
por nuestra parte una ilusión plena de soberbia que contradiría precisamente el
sentido del amor. La verdadera fuente del amor es Dios.
Juan afirma en la segunda lectura que «Dios es amor». Nos hacemos con
frecuencia una idea equivocada de Dios, considerándole como una potencia más o
menos despiadada, como un juez intransigente como un tirano. La Biblia nos
revela, en cambio, que Dios es amor. Es generosidad absoluta, benevolencia
infinita.
El amor procede del Padre celestial y pasa a través del corazón de Jesús, como
nos dice él mismo: «Como me amó el Padre os amé yo». Jesús no pretende tampoco
ser la fuente del amor. Es consciente de que recibe el amor del Padre y de que
él sólo es el mediador de ese amor, el que nos lo debe transmitir.
Jesús nos transmite este amor de una manera muy activa. En efecto, nos dice en
este mismo fragmento del evangelio: «Nadie tiene amor más grande que el que da
la vida por los amigos». Eso es lo que hizo él mismo. En la Última Cena dio
gracias al Padre, que ponía en su corazón un amor infinito y al que se adhería
con todo su ser humano y divino. De este modo pretendía ofrecer su propia vida
por las personas que amaba: no sólo por sus discípulos, sino también por todos
los hombres.
También nosotros debemos acoger, como Jesús y en él, con gratitud, el amor que
procede del Padre y permanecer en él, según el mandamiento de Jesús: «Manteneos
en mi amor». Debemos permanecer en el amor que nos transmite Jesús.
Permanecer en este amor, y no salir de él con el egoísmo, con el pecado y con
ningún comportamiento indigno de la vocación cristiana y humana, constituye un
programa de vida maravilloso, muy positivo; significa vivir continuamente en el
amor.
Jesús nos hace comprender que nuestro amor no debe ser sólo un amor afectivo,
un sentimiento superficial, sino un amor efectivo, un amor que se manifiesta en
la observancia de sus mandamientos. Jesús afirma: «Si cumplís mis mandamientos,
os mantendréis en mi amor». El amor debe manifestarse en la vida concreta, en
las acciones; de lo contrario, sólo será un amor ilusorio. Jesús nos pide que
guardemos sus mandamientos, y éstos se resumen en uno solo: «Amaos unos a otros
como yo os amé».
Jesús nos ama, y nosotros estamos obligados a amar como él nos ama.
Naturalmente, no podemos hacerlo si no tenemos en nosotros su mismo corazón.
Para amar como Jesús nos ama, debemos acoger su corazón en nosotros. La
Eucaristía tiene la finalidad de poner en nosotros el corazón de Jesús, de modo
que éste sea verdaderamente eficaz en nuestra vida y toda ella esté guiada por
sus sentimientos generosos. Este es el ideal cristiano.
Jesús nos muestra que su amor está lleno de delicadeza y de generosidad:
«Vosotros sois mis amigos. Ya no os llamo siervos. A vosotros os he llamado
amigos». Tener a Jesús como amigo es algo extraordinario para nosotros: él, el
Hijo de Dios; él, lleno de santidad; él, que es la misma perfección. Por
nuestra parte, somos indignos, pero es él quien quiere comunicarnos su amistad.
Jesús nos dice, a continuación, que su amistad se manifiesta con la confianza,
con la comunicación de los pensamientos y de los sentimientos de Dios, con la
revelación divina: «Os comuniqué cuanto escuché a mi Padre». La vida cristiana
es una vida de confianza con Jesús, y esto también es maravilloso.
Naturalmente, por nuestra parte, debemos estar atentos para acoger las
revelaciones de amor que él quiere hacernos. Si no oramos, si no meditamos, no
podremos acoger verdaderamente lo que Jesús quiere decirnos en el fondo de
nuestro corazón.
Vivir en esta intimidad con Jesús, saber lo que él quiere que hagamos en cada
circunstancia, vivir en el amor efectivo, ser guiados por Jesús, todo eso es
algo verdaderamente extraordinario; pero es también lo que corresponde a los
deseos más profundos de nuestro corazón y lo que infunde en nosotros la alegría
más perfecta, según las palabras de Jesús: «Os he dicho esto para que
participéis de mi alegría y vuestra alegría sea colmada».
Estas palabras manifiestan también el amor que nos tiene Jesús. Él nos ama; por
eso quiere comunicarnos su alegría, que es la alegría del Hijo de Dios lleno de
amor. Jesús quiere hacernos vivir en un amor constante, fiel y generoso,
correspondiendo así a nuestra vocación fundamental. En efecto, Dios, que es
amor, nos ha creado para comunicarnos su amor, para hacernos vivir en su amor y
para darnos la verdadera alegría, la felicidad perfecta, sin sombra alguna de
pecado y egoísmo.
Para hacer posible esto, Dios no dudó en entregar a su propio Hijo. Dice Juan
en la segunda lectura: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos
amado a Dios, sino en que él nos amó y envió a su Hijo como instrumento de
perdón (ésta es la traducción más exacta del término ilasmos) por nuestros
pecados».
Juan insiste aquí en decir que la iniciativa del amor pertenece a Dios, en él
está la fuente del amor. No hemos sido nosotros los que hemos amado a Dios,
sino que fue él quien nos amó a nosotros y removió el gran obstáculo para el
amor que se encuentra en nosotros: el pecado. «Dios envió a su Hijo como
instrumento de perdón por nuestros pecados», haciendo así posible una unión de
amor con él.
Dios nos purifica en el bautismo con la sangre de su Hijo. Jesús interviene en
el sacramento de la reconciliación como nuestro abogado, para defendernos y
purificarnos de los pecados cometidos después del bautismo; nos hace capaces de
ser fieles al amor que procede de Dios.
La primera lectura nos muestra que este amor es universal. En el Antiguo
Testamento se podía tener la impresión de que el amor de Dios se limitaba al
pueblo elegido. En realidad, Dios había querido que el privilegio del pueblo
judío no siguiera siendo exclusivo, sino que se extendiera a todas las
naciones. Ya había dicho desde la llamada a Abrahán: «Con tu nombre se
bendecirán todas las familias del mundo». Por consiguiente, su proyecto es un
proyecto universal, que se lleva a cabo por medio del misterio pascual de
Jesús, por medio de su misterio de muerte y resurrección.
Eso es lo que se nos dice en la primera lectura. Pedro va a casa de Cornelio,
un pagano que ha sido dócil a Dios y ha tenido la inspiración de hacer venir al
apóstol a su propia casa, para acoger la palabra de la salvación. Pedro,
inspirado asimismo por Dios, no duda en ir a la casa de un pagano para hablar
de Jesús. Ha comprendido que «Dios no es parcial, antes acepta a quien lo
respeta y procede honradamente, de cualquier nación que sea».
El amor de Dios se dirige a todos los hombres, ya no hay limitación alguna. La
elección se extiende ahora a todos los hombres que creen. Basta con adherirse a
Cristo en la fe, acoger el amor de Dios, que se nos comunica por medio de
Cristo, para ser salvados de los pecados y vivir así en la alegría perfecta de
la comunión de amor con Dios.
Debemos agradecer al Señor que nos haga partícipes de este proyecto suyo de
amor, y ser conscientes de que debemos progresar continuamente en el amor.
Debemos desarrollar en nosotros un amor verdaderamente universal, a fin de
corresponder a nuestra vocación cristiana. La Iglesia es católica, es decir,
está abierta y dispuesta para acoger en su seno a todas las naciones, para
ponerlas en comunión con Dios y en comunión entre ellas.
La celebración de la Eucaristía nos introduce en este proyecto de Dios. Por eso
podemos participar en ella con confianza y con gratitud, en unión con todas las
personas llamadas a vivir con nosotros en el amor de Dios.
REFLEXIÓN CUARTA DEL SANTO EVANGELIO: JUAN 15,9-17.-"QUE OS AMÉIS
UNOS A OTROS COMO YO OS HE AMADO".
-"Esto os mando: que os améis". Con estas precisas y preciosas
palabras termina el evangelio de este domingo. Con esas mismas palabras se
despidió Jesús de sus discípulos durante la última cena, momentos antes de
subir a la cruz para resucitar. La solemnidad del momento en que nos dio Jesús
su mandamiento de amarnos, demuestra bien a las claras que es su última
voluntad, la misión que nos encomienda con urgencia y con todas las
prioridades. Por eso insiste una y otra vez, como para que no pase inadvertido
ni sea relegado a segundo plano.
Para mayor abundamiento, el mismo evangelista, que nos ha transmitido ese
mandamiento de Jesús, hace suya la orden del Maestro y nos insta a que nos
amemos los unos a los otros, ya que el amor es de Dios.
-"Que os améis unos a otros como yo os he amado". El amor que Jesús
nos encomienda no es una simple corriente de simpatía. No se trata sólo ni
precisamente de mirar a todo el mundo con una sonrisa en la boca o prodigando
buenas palabras a diestro y siniestro.
Tampoco se trata de la caridad, con minúscula y caricaturesca, a que
frecuentemente reducimos el mandamiento de Jesús. El evangelio no da pie para
que evaluemos el amor en donativos de caridad, en limosnas, en desprendimiento
de lo que nos sobra y vamos a tirar.
El amor que Jesús nos manda es simplemente el amor. Un amor afectivo y de
amistad, de compañerismo, fraternal. Pero un amor también efectivo y operativo.
Es el amor que arraiga en el corazón y produce sentimientos de aceptación, de
respeto y estima, al tiempo que da frutos de justicia, de solidaridad y de
fraternidad entre todos los hombres. Porque lo que Jesús nos propone es que nos
amemos los unos a los otros como él nos ha amado. ¿Que cómo nos ha amado Jesús?
-"Nadie tiene mayor amor que el que da la vida". Ese es el límite del
amor cristiano, a él debemos tender y aspirar, no podemos conformarnos con un
amor menor, no seríamos buenos seguidores de Jesús. Jesús ha puesto tan alta la
cota, para que no caigamos en lo que tantas veces caemos, en las ridículas
prácticas de tantas caridades vergonzantes. Jesús pudo poner bien alta la mira,
porque él mismo estaba a punto de hacer lo que nos mandaba hacer.
Al día siguiente de darnos el mandamiento del amor, moría en la cruz víctima
del amor a los hermanos. Así quedaba patente el modo del amor de Dios,
manifestado en su Hijo. Así quedaba meridianamente claro el modo del amor
cristiano.
Y si el récord del amor cristiano está en dar la vida, parece claro que no será
mucho exigirnos el dar todo lo que vale mucho menos que la vida, como es
nuestro tiempo, nuestro trabajo, nuestra dedicación, nuestras cosas, nuestro
dinero.
-"Si guardáis mi mandamiento, permaneceréis en mi amor". Somos
cristianos, amamos a Cristo, si y sólo si amamos al prójimo como Dios nos ama
en su Hijo Jesucristo. Ahí podría estar, si la hay, la diferencia entre el amor
cristiano y todas las formas del altruismo, en ese "como Dios nos
ama". Esa medida, única capaz de acreditar nuestra fe, ha sido
frecuentemente rebajada por los seguidores de Jesús. La historia de la Iglesia
está salpicada de luces y sombras en este sentido. Pero hay luces suficientes
para que pueda ser tenida como maestra. Durante toda su larga historia ha
estado siempre pendiente de las necesidades y de los sufrimientos de los
hombres: los pobres, las viudas, los huérfanos, los enfermos, los abandonados,
los moribundos, los perseguidos han sido acogidos en la iglesia. El calendario
de los santos es un inmenso listado de hermosas obras del amor cristiano. Y ese
listado aún no se ha cerrado. Muchas de las miserias del hombre se van
resolviendo en la creciente acción social de los Estados. Pero ninguna política
social puede alcanzar todas las miserias de todos los hombres ni podrá dar
respuesta a todos los sufrimientos humanos. Por eso queda siempre un espacio
abierto al amor de los creyentes y a la solidaridad de todos.
-"Permaneced en mi amor". Permanecer en el amor a Dios es permanecer
en el mandamiento de Jesús, o sea, en el amor al prójimo. Hoy precisamente la
iglesia, haciéndose eco del mandamiento de Jesús, nos insta a volcar nuestro
amor en nuevas situaciones de sufrimiento y de dolor de los hombres, como es el
caso de ciertos enfermos abandonados, desasistidos y rechazados a causa de su
enfermedad. "Si las comunidades cristianas quieren ser fieles a la persona
y al mensaje de Jesús, han de atender a los enfermos más desasistidos y necesitados
con la misma solicitud con que él lo hizo... Jesús no pasó de largo ante los
enfermos, el sector más desamparado y despreciado en la sociedad de su tiempo.
Se acercó a ellos, se conmovió ante su situación, les dedicó una atención
preferente, buscó el contacto humano con ellos, por encima, de las normas que
lo prohibían, y les libró de la soledad y abandono en que se encontraban,
reintegrándolos a la comunidad".
Así como Jesús amó a los hombres, a los enfermos y necesitados, así es como
debemos amar. Recordemos su mandamiento. Practiquémoslo.
9. No se puede pasar en silencio una declaración tan asombrosa como ésta. Jesús
vino a revelarnos ante todo el amor del Padre, haciéndonos saber que nos amó
hasta entregar por nosotros a su Hijo, Dios como El (3, 16). Y ahora, al
declararnos su propio amor, usa Jesús un término de comparación absolutamente
insuperable, y casi diríamos increíble, si no fuera dicho por El. Sabíamos que
nadie ama más que el que da su vida (v. 13), y que El la dio por nosotros (10,
11), y nos amó hasta el fin (13, 1), y la dio libremente (10, 18), y que el
Padre lo amó especialmente por haberla dado (10, 17); y he aquí que ahora nos
dice que el amor que El nos tiene es como el que el Padre le tiene a El, o sea
que El, el Verbo eterno, nos ama con todo su Ser divino, infinito, sin límites,
cuya esencia es el mismo amor (cf. 6, 57; 10, 14 s.). No podrá el hombre
escuchar jamás una noticia más alta que esta "buena nueva", ni
meditar en nada más santificante; pues, como lo hacía notar el Beato Eymard, lo
que nos hace amar a Dios es el creer en el amor que Él nos tiene. Permaneced en
mi amor significa, pues, una invitación a permanecer en esa privilegiada dicha
del que se siente amado, para enseñarnos a no apoyar nuestra vida espiritual sobre
la base deleznable del amor que pretendemos tenerle a El (véase como ejemplo
13, 36 - 38), sino sobre la roca eterna de ese amor con que somos amados por
Él. Cf. I Juan 4, 16 y nota.
11. Porque no puede existir para el hombre mayor gozo que el de saberse amado
así. En 16, 24; 17, 13; I Juan 1, 4, etc., vemos que todo el Evangelio es un
mensaje de gozo fundado en el amor.
14. Si hacéis esto que os mando, es decir, si os amáis mutuamente como acaba de
decir en el v. 12 y repite en el v. 17, porque el mandamiento del amor es el
fundamento de todos los demás (Mat. 7, 12; 22, 40; Rom. 13, 10; Col. 3, 14).
15. Notemos esta preciosa revelación: lo que nos transforma de siervos en amigos, elevándonos de la vía purgativa a la unión del amor, es el conocimiento del mensaje que Jesús nos ha dejado de parte del Padre. Y El mismo nos agrega cuán grande es la riqueza de este mensaje, que contiene todos los secretos que Dios comunicó a su propio Hijo.
16. Hay en estas palabras de Jesús un inefable matiz de ternura. En ellas
descubrimos, no solamente que de El parte la iniciativa de nuestra elección;
descubrimos también que su Corazón nos elige aunque nosotros no lo hubiéramos
elegido a Él. Infinita suavidad de un Maestro que no repara en humillaciones
porque es "manso y humilde de corazón" (Mat. 11, 29). Infinita fuerza
de un amor que no repara en ingratitudes, porque no busca su propia
conveniencia (I Cor. 13, 5). Vuestro fruto permanezca: Es la característica de
los verdaderos discípulos; no el brillo exterior de su apostolado (Mat. 12, 19
y nota: "), pero sí la transformación interior de las almas. De igual modo
a los falsos profetas, dice Jesús, se les conoce por sus frutos (Mat. 7, 16),
que consisten, según S. Agustín, en la adhesión de las gentes a ellos mismos y
no a Jesucristo. Cf. 5, 43; 7, 18; 21, 15; Mat. 26, 56.
ELEVACIÓN ESPIRITUAL PARA EL DÍA.
Nosotros sólo amamos si hemos sido amados primero. Busca cómo puede el hombre
amar a Dios, y no encontrarás más que esto: Dios nos ha amado primero. Aquel a
quien nosotros hemos amado se ha entregado antes él mismo. Se ha entregado a
fin de que nosotros le amemos. ¿Qué es lo que ha entregado? El apóstol san
Pablo lo dice con más claridad: “El amor de Dios ha sido derramado en nuestros
corazones”. ¿Por medio de quién? ¿Quizá por medio de nosotros? No. ¿Por medio
de quién entonces? “Por medio del Espíritu que nos ha sido dado” (Rom 5,5).
Llenos de ese testimonio, amamos a Dios por medio de Dios (...).
La conclusión se impone, y Juan nos la dice aún con mayor claridad: «Dios es
amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios, y Dios en él» (Jn 4,8).
Es poco decir: el amor viene de Dios. Pero ¿quién de nosotros se atrevería a
repetir estas palabras: «Dios es amor»? Las ha dicho alguien que tenía
experiencia. Tú no ves a Dios: ámalo y lo poseerás. Porque Dios se ofrece a
nosotros en el mismo instante. «Amad me —nos grita— y me poseeréis. No podéis
amarme sin poseerme. El amor, la libertad interior y la adopción filial no se
distinguen más que por el nombre, como la luz, el fuego y la llama. Si el
rostro de un ser amado nos hace felices, ¡qué hará la fuerza del Señor cuando
venga a habitar en secreto en el alma purificada! El amor es un abismo de luz,
una fuente de fuego. Cuanto más brota, más quema al sediento. Por eso el amor
es un progreso eterno.
REFLEXIÓN ESPIRITUAL PARA ESTE DÍA
El cristiano es una persona a la que Dios ha confiado a los otros; hemos sido
confiados los unos a los otros y somos responsables los unos de los otros. La
responsabilidad empieza en el momento en que nos mostramos capaces de responder
a una necesidad con toda nuestra inteligencia, con todo nuestro ser: nuestra
vida, nuestro corazón, nuestra voluntad, nuestro cuerpo, nuestro compromiso de
cristianos debe ir mucho más allá de un piadoso propósito de oración y de
intercesión: debe ser un compromiso en el que nuestro mismo cuerpo esté
plenamente implicado, tanto en la vida —porque a veces es un problema arduo vivir
en el nombre de Dios— como en la muerte. Y si no es posible hacer ninguna otra
cosa por el que sufre, siempre podremos interponemos entre la víctima y el
verdugo. Conocía un hombre que vivió durante treinta y seis años en un campo de
concentración y que un día, con una profunda luz en los ojos, me contaba: “¿Te
das cuenta de lo bueno que ha sido Dios conmigo?” Me cogió cuando era sólo un
joven sacerdote y me puso primero en la cárcel y después en un campo de
concentración durante más de la mitad de mi vida. Así pude ser ministro suyo
allí donde era necesaria la presencia de uno de ellos». Poquísimos de nosotros
somos capaces, no digo de obrar, sino ni siquiera de pensar en estos términos.
Sin embargo, ésa es la actitud de una persona que es presencia divina allí
donde se requiere esta presencia: y no se trata, ciertamente, de gestos de
poder. La única cosa que este cristiano poseía era la convicción de una vida
entregada por completo a Dios y ofrecida, a través de Dios, a los otros
hombres. Eso es lo que nos enseña una inmensa nube de testigos a lo largo de
toda la historia de la Iglesia.
EL ROSTRO DE LOS PERSONAJES, PASAJES Y NARRACIONES DE LA SAGRADA BIBLIA Y EL MAGISTERIO DE LA SANTA IGLESIA: LA CONVERSIÓN DE CORNELIO.
La narración de la conversión de Cornelio tipifica el universalismo del
evangelio mediante la aceptación de un pagano en la Iglesia. Las legiones
romanas se hallaban estacionadas en Siria. Sabemos por una inscripción que una
cohorte, llamada cohors II Italica, estuvo estacionada en Siria. Pero podían
tener tropas destacadas en es el caso de Cornelio. Se dice de él que era es
decir, que estaba al mando de 100 hombres. Con esta categoría tenía que, ser
necesariamente ciudadano romano. Cesarea era la sede de la administración
romana en Judea. Allí estaba instalado Cornelio con su y servicio. Era piadoso
y temeroso de Dios, amigo de los judíos, que lo estimaron, sobre todo, por los
que les hacía. Cornelio es el tipo de los temerosos de Dios y de los que obran
la justicia, símbolo de que, en todos los pueblos, son aceptos a Dios y lo
mismo, deben ser aceptados por la Iglesia. Cornelio evoca inevitablemente al
centurión de Cafarnaum (Lc 7,5): su piedad merecía que fuese atendido en sus
peticiones de ofrecer Lucas el discurso de Pedro, que es: 13 narraciones
alcanza su punto culminante, era necesario establecer un principio que hoy puede
parecernos excesivamente elemental: ante Dios no hay acepción de personas. No
existen para él discriminaciones sociales o raciales o de cualquier tipo. Para
poner esto de relieve era necesario tener delante la mentalidad judía,
representada ahora por la actitud de Pedro. Él sabía que era ilegal que un
judío se acercase del modo que él lo hace a casa de un pagano. Pero ahora
aquella ilegalidad ha desaparecido. Dios le ha demostrado, mediante la visión
de aquel gran mantel que contenía animales puros e impuros, que ningún hombre
puede ser considerado impuro por la simple razón de pertenecer a un pueblo
determinado.
A pesar de lo dicho, pero también precisamente por lo dicho, el lector podía
recibir la impresión de que el universalismo de la salud se halla recortado por
su destino a los «temerosos de Dios». Efectivamente, ésta había sido la
afirmación; sin embargo, hay que insistir igualmente en que nadie queda
excluido. Cierto que el mensaje salvífico fue enviado primero a Israel. Al
presentar el kerygma, nuestro autor se encuentra con esta dificultad. Lucas la
resuelve diciendo que Jesús ha venido para establecer la paz (la paz entre Dios
y el hombre), que Jesús es el Señor de todos y que a todo aquél que cree en él
le son perdonados sus pecados (vv. 34-36).
En el discurso son mencionados todos los elementos del kerygma cristiano. El
evangelio, que es llamado «palabra», puede datarse espacialmente (Palestina;
Judea tiene aquí un sentido amplio, como en otros pasajes del libro de los
Hechos) y temporalmente (el tiempo del Bautista). Puede, incluso, constatarse
el punto de partida (Galilea).
Los datos esenciales mencionados vienen a continuación. La unción de Jesús por
Dios (Is 61, 12). La presentación de Jesús, poseído por el Espíritu de Dios,
caracteriza la cristología de Lucas. Se menciona el paso de Jesús haciendo el
bien, en alusión al título de emergentes, bienhechores, dado a los reyes, sobre
todo en Egipto. Se aduce el testimonio apostólico sobre su muerte y
resurrección. La importancia de este testimonio se pone de relieve mediante el
recurso: a la triple repetición (vv. 39. 41. 42). Estos testigos han sido
elegidos por Dios o por Cristo (9, 15; 13, 2). Se pone de relieve lo que
hicieron los hombres —le dieron muerte— (cuando se habla a los judíos, lo que
hicieron los hombres de Jesús se pone en segunda persona del plural: vosotros
le disteis muerte..., de lo contrario, como ocurre aquí, es utilizada la
tercera persona y es presentada haciendo alusión a Dt 22, 21) y lo que hizo
Dios (se habla de la resurrección en forma confesional, está expuesta como un
artículo del credo; puede verse en la comparación del verso 40 con 1Cor 15, 3).
También es presentado, en forma confesional, el aspecto judicial de Cristo.
Este kerygma se halla ya preanunciado por los profetas, cuyo testimonio es
aducido como confirmación de la predicación apostólica. Y dentro del contenido
del evangelio se menciona también el perdón de los pecados, mediante la fe en
Cristo. Perdón ofrecido a todos los hombres, no sólo a los judíos.
La gran sorpresa viene al final. Todavía estaba hablando Pedro cuando el
Espíritu se derramó sobre aquellos oyentes paganos, lo mismo que en el día de
Pentecostés. Estamos ante el Pentecostés «pagano» (en oposición al Pentecostés
judío). Este acontecimiento es decisivo en la cuestión de la misión a los
gentiles. ¿Cómo podrían negarse las aguas del bautismo a aquéllos a quienes
Dios había concedido su Espíritu? Este será el argumento que esgrima Pedro
cuando tenga que justificarse ante la Iglesia de Jerusalén por la admisión de
aquellos paganos en la Iglesia. +
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