Arrodillarse ante Cristo, remedio
de toda idolatría
En la homilía que Benedicto XVI pronunciaba en el Corpus del año 2008,
realizaba una hermosa catequesis sobre el significado de esta postura corporal
en la oración y en la liturgia:
“Arrodillarse en adoración ante el Señor (…) es el remedio más válido y
radical contra las idolatrías de ayer y hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es
una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe
postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Nosotros los cristianos,
sólo nos arrodillamos ante el Santísimo Sacramento”.
En su obra “El espíritu de la liturgia”, el entonces Cardenal Ratzinger daba
respuesta a la objeción que juzga que la cultura moderna es refractaria al
gesto de “arrodillarse”. Con clarividencia y profunda convicción afirmaba
que “quien aprende a creer, aprende también a arrodillarse. Una fe o un
liturgia que no conociese el acto de arrodillarse estaría enferma en un punto
central”.
El hecho de que en nuestros días se esté extendiendo la costumbre de permanecer
de pie en el momento de la consagración en la Santa Misa, o de que se suprima
alegremente la genuflexión al pasar ante el sagrario, no parece que sea algo
casual o insignificante.
La “herejía” más extendida en nuestro tiempo –la secularización- no se
caracteriza tanto por negar verdades concretas del Credo, cuanto por debilitar
la firmeza de nuestra adhesión a la fe.
Da la impresión de que lo políticamente correcto fuese creer a “cierta
distancia”, sin entregar plenamente nuestro corazón. En el fondo, estamos ante
el olvido de aquellas palabras de Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con
todo tu corazón, con toda tu alma, con todo tu ser. Este mandamiento es el
principal y primero” (Mt 22, 37-38).
No podemos olvidar que la adoración es el mejor antídoto frente al
relativismo y que, por lo demás, es indudable que la genuflexión está
estrechamente ligada al acto de adoración: Es el reconocimiento que la creatura
hace del Creador, es la manifestación humilde de nuestra sumisión ante un Dios
todopoderoso que, paradójicamente, también “se ha arrodillado” ante
nosotros en la encarnación, en su muerte redentora, y en su decisión de
permanecer entre nosotros en la Sagrada Eucaristía.
Mención aparte merecen tantas personas que bien quisieran poder expresar de
rodillas su adoración a Cristo, y que por limitaciones físicas se han de
contentar con hacerlo con una inclinación u otros gestos de fervor y cariño.
¡Cuántas lecciones nos dan con su valiente perseverancia, sin rendirse a sus
“achaques”!
Comulgar “a Cristo” y comulgar “con Cristo”
“El segundo mandamiento es semejante a éste: «Amarás a tu prójimo como a ti
mismo». Estos dos mandamientos sostienen la Ley entera y los profetas” (Mt 22,
39-40).
En efecto, el acto de adoración a Dios es consecuentemente seguido del
ejercicio de la caridad con todos los necesitados. Éste es el motivo por el que
la Iglesia ha unido los dos días “más eucarísticos” del año (Jueves Santo y
Corpus Christi), a nuestro compromiso con los pobres, ejercido especialmente a
través de Cáritas.
El acto de comulgar no termina con la recepción del sacramento. Recurro de
nuevo a otras palabras del Cardenal Raztinger recogidas en el citado
libro: “Comer a Cristo es un proceso espiritual que abarca toda la
realidad humana. Comerlo significa adorarle. Comerlo significa dejar que entre
en mí, de modo que mi yo sea transformado y se abra al gran «nosotros», de
manera que lleguemos a ser uno solo con Él”.
Por lo tanto, comulgar “a Cristo” supone también comulgar “con Cristo”, es
decir, comulgar con todo lo que Él ama, con sus preocupaciones, alegrías,
esperanzas y sufrimientos… de una forma especial, con sus predilectos, los
pobres.
Ciertamente, estamos ante dos señales determinantes para evaluar la
calidad de nuestra participación en la Sagrada Eucaristía: la actitud de
adoración y –fruto de ésta- nuestro compromiso con los necesitados.
+ José Ignacio Munilla
actual obispo de Orihuela-Alicante.
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