Hech. 14, 19-28. El enviado como
ministro al servicio del Evangelio no puede detenerse, aun cuando
encuentre grandes dificultades y persecuciones en el cumplimiento de la
misión que se le ha confiado.
Jesús diría a sus discípulos: Era
necesario que el Hijo del Hombre padeciera todo esto para entrar, así,
en su gloria. Y Pablo nos dice en este día: Hay que pasar por muchas
tribulaciones para entrar en el Reino de Dios.
Solo la presencia del Espíritu Santo en
nosotros podrá hacernos valientes en el Testimonio que hemos de dar
continuamente acerca de Jesús. Quienes le seguimos no podemos hacerlo
pensando encontrar nuestra comodidad y un escaño en la sociedad, sino
sólo deseando amarlo, sirviendo a nuestro prójimo, y dando incluso
nuestra vida por él y por nuestra fidelidad al Evangelio de Cristo.
Hemos de abrir los ojos para no querer
hacerlo todo nosotros. Necesitamos de los demás; cada uno debe ponerse
al servicio del Reino conforme a la medida de la gracia recibida; los
apóstoles designaban presbíteros y los encomendaban a Dios con oraciones
y ayunos para después ponerlos al servicio de la Comunidad.
Cuando nosotros nos hacemos ayudar por
una diversidad de agentes laicos de pastoral, ¿lo hacemos en y desde
Dios? ¿oramos por ellos? ¿Les tenemos confianza? Una Iglesia que no ha
llegado a su madurez vive siempre recibiendo de sus pastores, pero es
incapaz de ponerse ella misma al servicio del Evangelio aportando, por
ejemplo, Diáconos Permanentes, Catequistas, Celebradores de la Palabra,
Ministerio de la caridad, etc.
¿Qué grado de madurez tiene nuestra
comunidad y hasta dónde hemos madurado nosotros mismos para ponernos al
servicio del Evangelio en favor de los demás, conforme a la gracia
recibida?
Sal. 145 (144). El Nombre del
Señor ha sido proclamado en toda la tierra; muchos han escuchado el
testimonio de los profetas. Ese testimonio ha llegado hasta el Salmista
que entiende que su responsabilidad consiste en convertirse, a su vez,
en el transmisor de ese mensaje para las futuras generaciones. Por eso
todos han de ser invitados a alabar al Señor, a proclamar la gloria de
su reino y a dar a conocer sus maravillas.
Jesucristo, Luz de los pueblos, Salvador
de toda la humanidad, Cercanía de Dios, no puede únicamente ser
conocido, y después ser olvidado; ni dejarlo guardado o escondido en una
relación personalista y sin trascendencia. El Señor nos pide ser
portadores de su Evangelio a todas las personas de todos los tiempos y
lugares para que todos los seres bendigan al Padre Dios ahora y para
siempre.
Jn. 14, 27-31. La paz no sólo se
conquista, se disfruta. La paz nace de sentirse amado; una paz
conquistada por alguien a favor nuestro nos compromete a no perderla, a
no sentirnos cobardes pues ha llegado a nosotros por pura gracia.
La paz que Cristo nos ofrece no es la
serenidad interior que muchos tratan de lograr a través de ejercicios de
tranquilidad. La paz de Cristo para nosotros es su propia vida que se
nos participa; es sentir a Dios como Padre cercano a nosotros, Padre
lleno de bondad, ternura y misericordia; Padre comprensible para con sus
hijos; pero también Padre que nos compromete a trabajar por la
justicia, por el amor fraterno y por la paz en nuestros corazones.
Nosotros no damos a los demás la paz
como lo hacen los políticos que, para liberar a un pueblo de sus
esclavitudes los oprimen, los esclavizan o les hacen la guerra. La
conquista interior de la paz nace de Cristo que nos amó y se entregó por
nosotros. En Él encontramos el perdón de nuestros pecados, la
reconciliación con Dios, la paz que nos salva.
Cristo, que se entregó a la muerte por
nosotros, parecía haber sido derrotado por el mal; sin embargo, su
muerte, su resurrección y su glorificación a la diestra del Padre, ha
sido la victoria definitiva sobre el demonio, sobre el pecado y sobre la
muerte.
Aquel que participa de la misma vida de
Dios vive en una paz continua, a pesar de que la vida a veces se le
torne difícil, pues sabemos que no vamos a la deriva, sino que nuestro
camino es el mismo de Cristo, perseverando fieles en medio de las
pruebas por esta vida, hasta lograr la misma Gloria que tiene el Señor
resucitado.
No es otro nuestro camino; por eso,
teniendo la mirada fija en Jesús, lancémonos con perseverancia a la
conquista de los bienes definitivos, sin perder la paz que de Dios, por
medio de su Hijo, hemos recibido.
Nadie nos ha amado como Jesús; pues nadie tiene amor más grande por sus amigos que aquel que da la vida por ellos.
Nos reunimos en esta Eucaristía para
celebrar el amor que Dios nos tiene hasta el extremo. Él nos comprende
como un buen Padre, como un buen amigo; Él sabe de nuestras angustias y
esperanzas; y nuestros pecados no están ocultos a sus ojos. Él vuelve a
repetirnos que nos ama entregando su vida sobre el altar en el Memorial
de su Pascua que estamos celebrando.
Si no entendemos este Signo Sacramental
del amor de Dios hacia nosotros podemos seguir caminando en la tristeza y
la angustia, sin aceptar que Dios sigue haciéndose Dios-con-nosotros,
compañero de viaje, alimento de vida eterna, buen pastor, luz y
esperanza de quienes creemos en Él.
Si queremos tener la paz que el Señor
nos ofrece, lo único que necesitamos y que Él espera de nosotros es que
nos dejemos amar por Él; Él se encargará de hacer su obra de amor y de
salvación en nosotros.
El signo de la paz que nos daremos
dentro de esta acción litúrgica debe iniciar en nosotros el testimonio
de la paz recibida y compartida, no sólo con aquellos con quienes, tal
vez por casualidad, nos hayamos encontrado en esta Reunión Sagrada, sino
con quienes nos encontraremos en la vida ordinaria, especialmente en el
hogar, en el trabajo, en el estudio.
Efectivamente, en medio de las
realidades de cada día hemos de ser un signo del amor de Dios para los
demás, esforzándonos por no hacer más pesada la vida de quienes nos
rodean, sino preocupándonos por el bien de todos. Sólo cuando
traduzcamos nuestra fe en obras concretas de amor podremos ser
portadores de paz para ellos.
Roguémosle a nuestro Dios y Padre que
nos conceda, por intercesión de la Virgen María, nuestra Madre, la
gracia de aceptar el amor que Él nos tiene, y de proclamarlo amando a
nuestro prójimo como el Señor nos ha amado a nosotros. Amén.
Homiliacatolica.com
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