SAN MARCOS, EVANGELISTA
1Pe. 5, 5-14. Dios,
en Cristo, nos ha llamado a su eterna Gloria. Sin embargo para llegar a
ella ya sabemos cuál es el camino: Cristo Jesús que, en obediencia
amorosa a su Padre celestial, se encamina hacia Él pasando por el
sufrimiento y la muerte, como el signo de su amor hasta el extremo por
nosotros, para perdonarnos y reconciliarnos con nuestro Dios y Padre.
Los
que aceptamos el llamamiento de Dios a participar de su Vida y de su
Gloria, no podemos inventarnos un camino al margen de Cristo. También
nosotros hemos de tomar nuestra cruz de cada día, y encaminar nuestros
pasos hacia la gloria que nos espera después de breves sufrimientos. Por
eso no podemos vivir bajo el signo del orgullo, que nos levanta en
contra de Dios y en contra de nuestro prójimo, sino bajo el signo de la
humildad, que nos hace estar abiertos a la voluntad de Dios sobre
nosotros y sobre su Iglesia, para llevar nuestra existencia conforme al
estilo de vida de Cristo.
La
humildad nos hará bajar las armas, pues no podemos destruirnos unos y
otros, sino que nos hemos de ver como hermanos, siempre dispuestos a
vivir en paz, en santidad de vida y en un auténtico amor fraterno. Así,
fortalecidos por el Espíritu de Dios y por la caridad fraterna, no
seremos víctimas del maligno que, como león rugiente, quisiera
devorarnos y separarnos del amor a Dios y del amor al prójimo.
Pongamos
nuestra vida en manos de Dios; pero que esto no nos lleve a desligarnos
de nuestras obligaciones, sino que, confiados en el Señor, trabajemos
incansablemente por hacer realidad entre nosotros su Reino, afrontando,
con fortaleza y humildad, todos los riesgos que por ello nos vengan,
sabiendo que, al final, Dios será nuestra recompensa eterna.
Sal. 89 (88).
Dios no es hoy un sí y mañana un no. Podrán acabarse el cielo y la
tierra, pero la fidelidad del Señor permanecerá para siempre.
Dios
nos ama. Y su amor por nosotros es eterno. Somos nosotros los que
muchas veces nos alejamos del Señor. Pero, incluso, ante nuestra
infidelidad, Dios permanece siempre fiel. Él nos ama y nos llama a
participar eternamente de su Vida. A nosotros corresponde dejarnos
perdonar y salvar por Él.
Sólo
cuando nosotros experimentemos personalmente el amor y la misericordia
de Dios podremos proclamar su misericordia ante todos los pueblos, pues
no hablaremos de oídas, sino desde lo misericordioso que ha sido Dios
para con nosotros. Caminemos a la luz del Señor; dejemos que Él disipe
las tinieblas de nuestros pecados y que nos colme de su amor y de su
ternura.
Que
Dios, habiendo transformado nuestra vida, permita que su obra salvadora
siga haciéndose realidad en favor de toda la humanidad por medio de su
Iglesia. Dios sea bendito por siempre por todo eso.
Mc. 16, 15-20.
Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del tiempo; y hoy, en
la fiesta de san Marcos, nos lo dice de un modo indirecto al indicarnos
que Él confirmará nuestro anuncio del Evangelio mediante obras venidas
de Él. No tengamos miedo.
La
muerte en cruz despertó muchas cobardías en los apóstoles de Jesús; la
inercia, consecuencia del miedo a ser rechazado y crucificado, endurece
el corazón para tratar de no acudir al llamado que Dios nos hace para
colaborar en la difusión de su Evangelio y en la construcción del Reino.
El
creer en Cristo no puede reducirse a orar, aún en público; es necesario
ir, con la Fuerza de lo Alto, a proclamar la Buena Noticia a todos los
pueblos. Proclamación que no se realizará sólo con los labios, sino
haciendo el bien a todos, a imagen de como nosotros hemos sido amados
por Cristo.
Creer
en Cristo es saber que Él confirmará nuestra predicación con obras
venidas de Él, no para que nosotros seamos glorificados, sino para que
se vea que, a pesar de ser personas frágiles como todos, el Señor actúa
por medio nuestro para que su salvación llegue a todos. Él, ahora,
intercede por nosotros para que algún día alcancemos junto con Él la
posesión de la Gloria que, como a Hijo de Dios, le corresponde.
Nosotros somos responsables de que esta Buena Nueva llegue a todos y, vivida, le dé un nuevo rumbo a nuestra historia.
Reunidos
en el amor fraterno elevamos nuestra Acción de Gracias (Eucaristía) al
Padre Dios, porque Jesús, su Hijo hecho uno de nosotros, ha sido
constituido como Cabeza, no sólo de la humanidad, sino de todo lo
creado, tanto de los seres visibles como de los invisibles.
Le
damos gracias porque nos ha llamado a vivir en comunión con Él,
participando de su Señorío. Le damos gracias porque nos ha llamado a
continuar su obra de salvación en el mundo, no esclavizados al mal, sino
como un verdadero signo de liberación de la humanidad.
Nuestra
voz profética no sólo denunciará las maldades e injusticias, sino que,
además y principalmente, anunciará a Jesucristo, Vida Nueva para
nosotros, Señor que nos une como hermanos, Salvador que nos conduce a la
Glorificación del Hombre Perfecto.
Efectivamente,
mediante la Eucaristía nosotros nos encaminamos hacia la posesión de
los bienes definitivos, fortalecidos por el Señor, que nos comunica su
Vida y su Espíritu.
La
Eucaristía nos hace partícipes de la Verdad, de la Vida, del Espíritu
del Señor y abre nuestros horizontes para dirigir nuestros pasos hacia
donde el Señor resucitado nos ha precedido.
El
Señor nos ha enviado a proclamar su Evangelio; y de ello no son
responsables solos los Ministros consagrados, sino todos los que hemos
sido bautizados en Cristo Jesús.
Ciertamente
escogemos la mejor parte cuando nos reunimos en torno a Cristo en el
momento cumbre de la Iglesia peregrina, que es la celebración de la
Eucaristía. Pero nuestra Eucaristía no tiene sentido si no tiene sentido
de Misión.
Efectivamente:
¿Qué sentido tiene escuchar al Señor, alimentarnos de Él, recibir su
Espíritu en nosotros, si al final continuamos igual de cobardes, y nos
endurecemos para no proclamar su Evangelio con nuestras palabras y
nuestras obras?
Cristo
quiere continuar haciendo el bien y proclamando su Evangelio a todos
los pueblos; llama a todos a la unión plena con Dios por medio de una
nueva presencia suya entre nosotros: su Iglesia, que, unida a Él, es su
signo visible en la historia, pues, nos dice: Ustedes y yo somos uno,
como el Padre y yo somos uno.
Pensar
que somos de Cristo porque le damos culto mientras destruimos a nuestro
prójimo o lo despreciamos, es engañarnos y vivir hipócritamente nuestra
fe.
San
Marcos, discípulo de san Pedro y colaborador de san Pablo, es para
nosotros ejemplo de cómo hemos de vivir, en plenitud, nuestro compromiso
misionero, en el anuncio de la Buena Nueva de salvación al mundo
entero.
Roguémosle
a nuestro Dios y Padre que nos conceda, por intercesión de la Santísima
Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser un signo perenne del
Señor Resucitado para nuestros hermanos, cumpliendo con la Misión que Él
nos ha confiado: no sólo proclamar su Evangelio, sino ser una Buena
Noticia, un Evangelio viviente para todos los pueblos. Amén.
Homiliacatolica.com
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