Salmo 16
Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor.
Escucha, Señor, mi justa demanda, atiende a mi clamor; presta oído a mi plegaria, porque en mis labios no hay falsedad.
Tú
me harás justicia, porque tus ojos ven lo que es recto: si examinas mi
corazón y me visitas por las noches, si me pruebas al fuego,
no encontrarás malicia en mí.
Mi boca no se excedió ante los malos tratos de los hombres;
yo obedecí fielmente a tu palabra, y mis pies se mantuvieron firmes
en los caminos señalados: ¡mis pasos nunca se apartaron de tus huellas!
Yo te invoco, Dios mío, porque tú me respondes: inclina tu oído hacia mí y escucha mis palabras.
Muestra las maravillas de tu gracia, tú que salvas de los agresores a los que buscan refugio a tu derecha.
Protégeme como a la niña de tus ojos; escóndeme a la sombra de tus alas
de los malvados que me acosan, del enemigo mortal que me rodea.
Se han encerrado en su obstinación, hablan con arrogancia en los labios;
sus
pasos ya me tienen cercado, se preparan para derribarme por tierra,
como un león ávido de presa, como un cachorro agazapado en su guarida.
Levántate,
Señor, enfréntalo, doblégalo; líbrame de los malvados con tu espada, y
con tu mano, Señor, sálvame de los hombres: de los mortales que lo
tienen todo en esta vida.
Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos
Este
salmo, compuesto por David en un momento de aprieto y soledad, puede
retratar muy bien cómo nos sentimos cuando nos vemos injustamente
atacados, acosados y escarnecidos.
En
la vida conocemos situaciones así. Creemos haber obrado bien, nos
esforzamos por ser justos y por ayudar a los demás. Nuestro corazón está
lleno de buena intención, aunque a veces podamos equivocarnos. Sabemos,
como dice el salmo, que “no hay malicia” en nosotros.
Y,
sin embargo, cuando fallamos, el mundo nos juzga sin piedad y muchas
personas se levantarán contra nosotros, criticándonos con saña. La
tristeza y la ira nos invaden y es fácil que, llevados de una justa
indignación, podamos cometer aún mayores equivocaciones. ¿Qué hacer?
El
salmo nos muestra el camino: rezar. Desprenderse de todo amor propio.
Poner ese dolor en manos de Dios: el dolor de saberse injustamente
atacado, calumniado y despreciado. Es ahora cuando más cerca nos
encontramos de Jesús clavado en cruz. Si él, que fue santo y justo,
recibió tal muerte, ¿cómo nosotros, que no somos tan buenos y fallamos
continuamente, no vamos a recibir golpes e incomprensiones? Decía santa
Teresa que es entonces, cuando somos injustamente atacados,
cuando deberíamos alegrarnos, porque estamos compartiendo los
sufrimientos y la cruz de nuestro Señor. Recordemos las bienaventuranzas
que leímos el pasado domingo. Compartir la corona de espinas con
nuestro Rey, ¿no ha de ser una carga dulce que aceptaremos soportar con
amor?
Jesús se abandonó en brazos del Padre. Así, el salmista busca el refugio de Dios, “protégeme
a la sombra de tus alas”. Y Dios nos ayudará y nos dará fuerzas.
También hará resucitar nuestro espíritu vapuleado, si sabemos confiar en
él y no ceder a la tentación de devolver mal por mal.
El salmo acaba con unos versos que debieran hacernos pensar: “Llénales el vientre con tus riquezas; que sus hijos también queden hartos
y
dejen el resto para los más pequeños. Pero yo, por tu justicia,
contemplaré tu rostro, y al despertar, me saciaré de tu presencia”.
Es
un decir: Señor, llénales de riqueza, dales lo que quieren… ¡es una
oración por el propio enemigo! Deja que tengan lo que persiguen.
Incluso, que me arrebaten mis bienes, si es eso lo que ambicionan.
Porque la mayor riqueza a la que yo puedo aspirar no es la gloria, ni el
poder ni el oro. Aquello que sacia mi alma eres Tú. Cuántas peleas se
dan en el mundo por esos falsos tesoros. Dejemos que corran tras ellos
quienes, ciegos, no quieren ver más. Mi tesoro, mi riqueza, mi bien,
está en Ti. Y sólo Tú bastas.
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