«Entonces
Pilato tomó a Jesús y mandó que lo azotaran. Y los soldados, tejiendo
una corona de espinas, se la pusieron en la cabeza y lo vistieron con un
manto de púrpura. Y se acercaban a él y le decían: Salve, Rey de los
judíos. Y le daban bofetadas. Pilato salió de nuevo fuera y les dijo: He
aquí que os lo saco fuera para que sepáis que no encuentro en él culpa
alguna. Jesús, pues, salió fuera llevando la corona de espinas y el
manto de púrpura. Y Pilato les dijo: He aquí el hombre. Cuando le vieron
los pontífices y los servidores, gritaron:
¡Crucifícalo,
crucifícalo! Pilato les respondió: Tomadlo vosotros y crucificadlo pues
yo no encuentro culpa en él Los judíos contestaron: Nosotros tenemos
una Ley, y según la Ley debe morir porque se ha hecho Hijo de Dios.
(...)
Entonces
se lo entregó para que fuera crucificado. Tomaron, pues, a Jesús; y él,
con la cruz a cuestas, salió hacia el lugar llamado de la Calavera, en
hebreo Gólgota, donde le crucificaron, y con él a otros dos, uno a cada
lado, y en el centro Jesús. Pilato escribió el título y lo puso sobre la
cruz. Estaba escrito: Jesús Nazareno, el Rey de los judíos. (...)
Estaban
junto a la cruz de Jesús su madre y la hermana de su madre, María de
Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y al discípulo a
quien amaba, que estaba allí, dijo a su madre: Mujer he ahí a tu hijo.
Después dice al discípulo: He ahí a tu madre. Y desde aquel momento el
discípulo la recibió en su casa.
Después
de esto, sabiendo Jesús que todo estaba ya consumado, para que se
cumpliera la Escritura, dijo: Tengo sed. Había allí un vaso lleno de
vinagre. Sujetaron una esponja empapada en el vinagre a una caña de
hisopo y se la acercaron a la boca. Jesús, cuando probó el vinagre,
dijo: Todo está consumado. E inclinando la cabeza entregó el
espíritu.» (Juan 19, 1-7.16-19.25-30)
1º. Jesús, he llegado al Calvario acompañando a tu Madre.
No puedo decir nada.
Estás allí, clavado en la cruz, con la cara rota y el cuerpo destrozado y sangrante.
Apenas puedes respirar, mientras te apoyas en tus manos atravesadas para tomar aliento.
La boca abierta.
La mirada triste, agonizante.
¡Jesús!, ¿que han hecho contigo?
Me miras... y toda mi vida me parece un sinsentido.
«Tengo sed...»
«Todo está consumado.»
«Acabamos
de revivir el drama del Calvario, lo que me atrevería a llamar la Misa
primera y primordial, celebrada por Jesucristo. Dios Padre entrega a su
Hijo a la muerte. Jesús, el Hijo Unigénito, se abraza al madero, en el
que le habían de ajusticiar y su sacrificio es aceptado por el Padre:
como fruto de la Cruz, se derrama sobre la Humanidad el Espíritu Santo.
La
Semana Santa no puede reducirse a un mero recuerdo, ya que es la
consideración del misterio de Jesucristo, que se prolonga en nuestras
almas; el cristiano está obligado a ser alter Christus, ipse Christus,
otro Cristo, el mismo Cristo. Todos, por el Bautismo, hemos sido
constituidos sacerdotes de nuestra propia existencia, «para ofrecer
víctimas espirituales, que sean agradables a Dios por Jesucristo», para
realizar cada una de nuestras acciones en espíritu de obediencia a la
voluntad de Dios, perpetuando así la misión del Dios-Hombre.
2º. Ahora,
situados ante ese momento del Calvario, cuando Jesús ya ha muerto y no
se ha manifestado todavía la gloria de su triunfo, es una buena ocasión
para examinar nuestros deseos de vida cristiana, de santidad; para
reaccionar con un acto de fe ante nuestras debilidades, y confiando en
el poder de Dios, hacer el propósito de poner amor en las cosas de
nuestra jornada. La experiencia del pecado debe conducirnos al dolor a
una decisión más madura y más honda de ser fieles, de identificarnos de
veras con Cristo, de perseverar cueste lo que cueste, en esa misión
sacerdotal que Él ha encomendado a todos sus discípulos» (Es Cristo que pasa.-96).
Anochece.
El pequeño grupo no quiere abandonar a María, que llora en silencio.
Mientras, la gente se marcha «golpeándose el pecho» (Lucas 23,48).
Yo, envuelto también entre silencio y sollozos, te prometo ser fiel
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