La Iglesia obra y cuerpo de Cristo
También hoy se nos habla de la Iglesia.
Los dos discípulos salen tristes de Jerusalén. Jerusalén simboliza a la
Iglesia, que es la nueva Jerusalén. No creen y abandonan la Iglesia, la
compañía de los demás discípulos. El buen Pastor va en su busca, hace
por ser reconocido y, cuando lo reconocen y creen, vuelven a Jerusalén, a
la Iglesia. En Jerusalén escuchan el testimonio de los demás y dan el
suyo propio. La experiencia de Cristo resucitado los ha conducido a la
Iglesia. Hoy me extenderé en explicar más ampliamente la unión de Cristo
con su Iglesia.
Los doce apóstoles son el embrión de la
Iglesia. Lo primero que hace Jesús en su vida pública, antes de comenzar
a predicar y hacer milagros, es reunir discípulos. Fueron los primeros
entre los primeros Juan el evangelista y Andrés el hermano de Simón
Pedro. Lo cuenta el mismo Juan. Eran discípulos del Bautista. Jesús,
después del bautismo y su período de oración y ayuno, regresa para
volver a Galilea. Pasa necesariamente por donde Juan bautiza y Juan da
testimonio, aunque oscuro, de la mesianidad de Jesús. Al día siguiente
vuelve a pasar y Juan vuelve a dar testimonio. Es entonces cuando dos de
sus discípulos, Juan y Andrés, se levantan y se ponen a caminar
siguiendo a Jesús. Tras un rato Jesús se voltea, les habla, le
responden, les invita y se quedan ya con Él. Juan no olvidará la hora
exacta de aquel encuentro, que cambió su vida del todo: la hora décima
en su cómputo, las cuatro de la tarde en el nuestro. Al día siguiente
encuentra Andrés a Simón Pedro, su hermano, luego a Felipe, más tarde a
Natanael. Después se añaden otros. Hasta que una mañana, después de
haberse retirado a un monte para orar durante la noche, selecciona a
doce que le acompañen continuamente, vean todo lo que hace, escuchen
todo lo que dice, complete sus enseñanzas públicas con explicaciones
especiales y les transmita su misión universal y sus poderes. Ellos la
continuarán y completarán y para ello les dará su poder, su Espíritu y
su asistencia presencial.
Hacia la mitad de su vida pública ocurre
un cambio significativo. Jesús a partir de entonces tendrá menos
actividad entre las masas y va a dedicar más tiempo al trato personal
con aquellos doce. En el texto evangélico se aprecia el cambio a partir
del suceso de Cesarea de Felipe. Al contestar a Pedro por su magnífica
respuesta a la pregunta sobre quién era Él, cambia el nombre a Simón por
el de Pedro, “piedra” o “roca firme”, fundamento seguro para un
edificio: “sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Empieza a verse que
Jesús quiere fundar una iglesia.
La palabra “iglesia” tiene su origen en
el griego. Significa “convocatoria” o “llamada”. La traducción griega de
la Biblia, hecha por sabios hebreos, llama “iglesia” al pueblo hebreo
reunido en asamblea para un acto religioso, como la recepción de la Ley
en el Sinaí o un acto de culto. Quiere significar que aquel pueblo ha
sido convocado, reunido por Dios.
El proceso decisivo de la formación de
un “pueblo de Dios” se inicia con la elección de Abraham. El Antiguo
Testamento es un anuncio profético del Nuevo. Lo anunciado se realiza
ahora. El nuevo Pueblo de Dios es la Iglesia. Se ha formado atravesando
el agua del mar Rojo, es decir con el agua del bautismo, y va caminando
por el desierto de la vida alimentado con el maná de la Eucaristía y
llevado por la presencia de Cristo, elevado sobre la cruz, cuya mirada
nos cura de la enfermedad del pecado.
Esta Iglesia de Cristo tiene la
estructura, la misión y el poder que Cristo le ha dado. Cristo ha
querido que la suprema autoridad la tuviera Pedro, como está indicado en
el término “fundamento” y en lo que sigue: “a ti te daré las llaves del
reino de los cielos y lo que atares en la tierra será atado en el cielo
y lo que desatares en la tierra será desatado en el cielo” (Mt 16,19). A
él mandó “confirmar a sus hermanos en la fe”, aun previendo los pecados
de sus negaciones (v. Lc 22,32-34). A él otorgó su autoridad sobre su
entero rebaño tras la resurrección en la aparición en la playa del mar
de Galilea: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas” (Jn
21,15-17). Por eso Pedro, como ahora su sucesor el Papa, tras la
ascensión de Jesús al cielo, dirige la Iglesia sin discusión de nadie.
Esta Iglesia tiene la misión y el poder
de Cristo, que le dijo: “Como el Padre me ha enviado, así los envío Yo.
Vayan por todo el mundo, prediquen el Evangelio a toda criatura. El que
creyere y se bautizare, se salvará; el que no creyere, se condenará” (Jn
20,21; Mc 16,15-16). Esta Iglesia es la presencia hoy de Cristo en el
mundo para la salvación del pecado de todos los hombres y para que
alcancen la vida eterna.
Por eso, como Cristo perdona, la Iglesia
con su poder perdona. Como Cristo se dio como alimento a sus
discípulos, la Iglesia alimenta con el cuerpo de Cristo a los
cristianos. Como Cristo, siendo la verdad, se la dio al pueblo que la
buscaba, la Iglesia con la misma seguridad de Cristo la da hoy a los
humildes que la buscan. Porque, como su Maestro, puede decir: “Yo soy el
camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6).
A esta Iglesia la compara Jesús a una
vid con sus sarmientos. Del tronco de la vid reciben vida los sarmientos
y así pueden dar frutos. Jesús resucitado es el tronco de esta vid, de
Él fluye la vida divina (la gracia santificante, que hace santos e hijos
de Dios) a los sarmientos, que somos cada uno de nosotros desde que
fuimos unidos, injertados en Él por el bautismo; en el bautismo se nos
inoculó la vida sobrenatural de Jesús resucitado, por la que somos hijos
de Dios.
Otra comparación, que usa San Pablo, es
la de la Iglesia cuerpo de Cristo. En tiempo de Pablo se pensaba que de
la cabeza fluía la vida al resto del cuerpo. Cristo es la cabeza de la
Iglesia y de Él viene la vida a cada uno de nosotros, sus miembros. Esta
vida es la presencia del Espíritu, que transforma nuestras almas con
sus virtudes sobrenaturales y sus dones. El Espíritu, que obra de forma
diferente en cada miembro según su propia función, está presente y actúa
en cada uno. El miembro debe estar unido al cuerpo para vivir y obrar.
Cada uno de nosotros debe esforzarse por estar muy unido con la Iglesia
para participar intensamente de su vida y poder. Esta unión con la
Iglesia se favorece el esfuerzo constante por alcanzar la santidad, que
incluye la oración, la participación en los sacramentos, el compromiso
en sus obras apostólicas, el estudio de la doctrina, el testimonio
social...
De todo lo anterior fluye que en nuestra
actitud respecto a la Iglesia debe estar el considerarla como algo
nuestro, mío, no ajeno; me toca, me concierne. Debemos vivir
intensamente nuestra pertenencia a ella. Debo estar inclinado a creerla y
escucharla. Me deben alegrar sus triunfos, me deben entristecer sus
fracasos, los pecados de sus miembros, sus problemas. Debemos de
aprender a reconocer sus errores y también a defenderla frente a la
mentira, la ignorancia y el odio de bastantes. Debemos orar por nuestros
pastores; en la misa se pide en la oración universal y en la oración
eucarística. Debemos pedir a Dios por su obra apostólica y misionera,
ofrecer sacrificios por ella y contribuir con nuestras limosnas. Debemos
informarnos de su labor (nuestros medios de comunicación nos informan
en general poco y más bien de lo malo, como lo hacen también, es verdad,
con otras personas e instituciones). Debemos conocer su historia y sus
santos. Seamos testigos y hablemos como tales. Quien ama a Jesucristo,
ama a su Iglesia.
http://formacionpastoralparalaicos.blogspot.com.es
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