LITURGIA DE LA PALABRA
Hch 3,13-15.17-19: Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de
entre los muertos
Sal 4: Haz brillar sobre nosotros la luz de tu rostro, Señor
1Jn 2,1-5: “Él es víctima por nuestros pecados y también por los del mundo
entero
Lc 24,35-48 : Así estaba escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los
muertos al tercer día
En la lectura de los Hechos encontramos de nuevo a Pedro, que se dirige a todo
Israel y lo sigue siendo invitado a la conversión. Pedro tranquiliza a sus
oyentes haciéndoles ver que todo ha sido fruto de la ignorancia, pero al mismo
tiempo invita a acoger al Resucitado como al último y definitivo don otorgado
por Dios. La muerte de Jesús se convierte para el creyente en sacrificio
expiatorio. No hay asomo de resentimiento ni de venganza, sino invitación al
arrepentimiento para recibir la plenitud del amor y de la misericordia del
Padre, que se concreta en la confianza y en la seguridad de haber recuperado
aquella filiación rota por la desobediencia.
El creyente, expuesto a las tentaciones, rupturas y caídas no tiene por qué
sentirse condenado eternamente al fracaso o a la separación de Dios. San Juan
nos da hoy en su Primera Carta el anuncio gozoso del perdón y de la
reconciliación consigo mismo y con Dios. El cristiano está invitado por
vocación a vivir la santidad; sin embargo, las infidelidades a esta vocación no
son motivo de rechazo definitivo por parte de Dios, más bien son motivo de su
amor y su misericordia, al tiempo que son un motivo esperanzador para el
cristiano, para mantener una actitud de sincera conversión.
En el evangelio nos encontramos una vez más con una escena pospascual que ya
nos es común: los Apóstoles reunidos comentado los sucesos de los últimos días.
Recordemos que en esta reunión que nos menciona hoy san Lucas, están también
los discípulos de Emaús que habían regresado a Jerusalén luego de haber
reconocido a Jesús en el peregrino que los ilustraba y que luego compartió con
ellos el pan.
En este ambiente de reunión se presenta Jesús y, a pesar de que estaban
hablando de él, se asustan y hasta llegan a sentir miedo. Los eventos de la
Pasión no han podido ser asimilados suficientemente por los seguidores de
Jesús. Todavía no logran establecer la relación entre el Jesús con quien ellos
convivieron y el Jesús glorioso, y no logran tampoco abrir su conciencia a la
misión que les espera. Digamos entonces que “hablar de Jesús”, implica algo más
que el simple recuerdo del personaje histórico. De muchos personajes ilustres
se habla y se seguirá hablando, incluido el mismo Jesús; sin embargo, ya desde
estos primeros días pospascuales, va quedando definido que Jesús no es un tema
para una tertulia intranscendente.
Me parece que este dato que nos cuenta Lucas sobre la confusión y la turbación
de los discípulos no es del todo fortuito. Los discípulos creen que se trata de
un fantasma; su reacción externa es tal que el mismo Jesús se asombra y
corrige: “¿por qué se turban... por qué suben esos pensamientos a sus
corazones?”.
Aclarar la imagen de Jesús es una exigencia para el discípulo de todos los
tiempos, para la misma Iglesia y para cada uno de nosotros hoy. Ciertamente en
nuestro contexto actual hay tantas y tan diversas imágenes de Jesús, que no
deja de estar siempre latente el riesgo de confundirlo con un fantasma. Los
discípulos que nos describe hoy Lucas sólo tenían en su mente la imagen del
Jesús con quien hasta un poco antes habían compartido, es verdad que tenían
diversas expectativas sobre él y por eso él los tiene que seguir instruyendo;
pero no tantas ni tan completamente confusas como las que la “sociedad de
consumo religioso” de hoy nos está presentando cada vez con mayor intensidad.
He ahí el desafío para el evangelizador de hoy: clarificar su propia imagen de
Jesús a fuerza de dejarse penetrar cada vez más por su palabra; por otra parte
está el compromiso de ayudar a los hermanos a aclarar esas imágenes de Jesús.
Es un hecho, entonces, que aún después de resucitado, Jesús tiene que continuar
con sus discípulos su proceso pedagógico y formativo. Ahora el Maestro tiene
que instruir a sus discípulos sobre el impacto o el efecto que sobre ellos
también ejerce la Resurrección. El evento, pues, de la Resurrección no afecta
sólo a Jesús. Poco a poco los discípulos tendrán que asumir que a ellos les
toca ser testigos de esta obra del Padre, pero a partir de la transformación de
su propia existencia.
Las expectativas mesiánicas de los Apóstoles reducidas sólo al ámbito nacional,
militar y político, siempre con característica triunfalistas, tienen que
desaparecer de la mentalidad del grupo. No será fácil para estos rudos hombres
re-hacer sus esquemas mentales, “sospechar” de la validez aparentemente
incuestionable de todo el legado de esperanzas e ilusiones de su pueblo. Con
todo, no queda otro camino. El evento de la resurrección es antes que nada el evento
de la renovación, comenzando por las convicciones personales. Este pasaje debe
ser leído a la luz de la primera parte: la experiencia de los discípulos de
Emaús.
Las instrucciones de Jesús basadas en la Escritura infunden confianza en el
grupo; no se trata de un invento o de una interpretación caprichosa. Se trata
de confirmar el cumplimiento de las promesas de Dios, pero al estilo de Dios,
no al estilo de los humanos.
De alguna forma conviene insistir que el evento de la resurrección no afecta
sólo al Resucitado, afecta también al discípulo en la medida en que éste se
deja transformar para ponerse en el camino de la misión. Nuestras comunidades
cristianas están convencidas de la resurrección, sin embargo, nuestras
actitudes prácticas todavía no logran ser permeadas por ese acontecimiento.
Nuestras mismas celebraciones tienen como eje y centro este misterio, pero tal
vez nos falta que en ellas sea renovado y actualizado efectivamente.
Queremos llamar la atención sobre el necesario cuidado al tratar el tema de las
apariciones del Resucitado, y su conversar con los discípulos y comer con
ellos… No podemos responsablemente tratar ese tema hoy como si estuviéramos en
el siglo pasado o antepasado… Hoy sabemos que todos estos detalles no pueden
ser tomados a la letra, y no es correcto teológicamente, ni responsable
pastoralmente, construir toda una elaboración teológica, espiritual o
exhortativa sobre esos datos, como si nada pasara, igual que si pudiéramos dar
por descontado que se tratase de daos empíricos rigurosamente históricos, sin
aludir siquiera a la interpretación que de ellos hay que hacer… Puede resultar
muy cómodo no entrar en ese aspecto, y el hacerlo probablemente no suscitará
ninguna inquietud a los oyentes, pero ciertamente no es el mejor servicio que
se puede hacer para el para el pueblo de Dios…
REFLEXIÓN DE
LA PRIMERA LECTURA: HECHOS DE LOS APÓSTOLES 3,13-15.17-19. MATASTEIS AL AUTOR DE LA VIDA, PERO
DIOS LO RESUCITÓ DE ENTRE LOS MUERTOS
Pedro y Juan acaban de curar a un mendigo tullido de nacimiento —y, por eso, excluido del templo— con el poder del «nombre de Jesús». El episodio suscita un gran estupor entre la gente. En esas circunstancias, el primero de los apóstoles toma la palabra y explica con autoridad el significado del acontecimiento.
En la curación del tullido «el Dios de nuestros antepasados ha manifestado la
gloria de su siervo Jesús». El apóstol Pedro, a la luz de las antiguas
profecías (v. 18), en particular las del cuarto poema del Siervo de Yavé (Is
53), ayuda a la muchedumbre a reconocer en Jesús al Mesías no reconocido por su
pueblo, rechazado y condenado a una muerte injusta. Cuando se desconoce el designio
de Dios, se subvierten también los valores humanos: se indulta a un asesino y
se condena a muerte al «Jefe de la vida» (vv. 14-15, al pie de la letra). Sin
embargo, la muerte no es más fuerte que la vida; no son los hombres quienes
conducen la historia, sino Dios, que con su poder ha resucitado de entre los
muertos a su Siervo fiel. Los apóstoles —y, en consecuencia, todos los
creyentes— son testigos de este hecho y participan de la vida divina que les ha
comunicado el Resucitado. Pero nada de esto obedece a un poder que tengan por
sí mismos; sólo en nombre de Jesús pueden realizar prodigios y, sobre todo,
exhortar con autoridad al arrepentimiento y a la conversión para que sean
borrados sus pecados.
REFLEXIÓN DEL SALMO 4: HAZ BRILLAR SOBRE NOSOTROS LA LUZ DE TU
ROSTRO, SEÑOR.
Las numerosas correspondencias entre el salmo 4 y el evangelio, no son
fortuitas; Jesús estaba realmente impregnado de esta oración. Los salmos, este
salmo, era "su" oración. La oración de Jesús se prolonga en nosotros,
cuando recitamos este salmo.
Para un verdadero sueño reparador. La fórmula del salmista es pintoresca y de
una elocuencia nada banal. "En paz me acuesto y me duermo"... ¡Hace
de este equilibrio un signo de su "fe"! No está turbado, no está
tenso, aun en medio de sus cuidados... Su secreto, es poner su confianza en
Dios. Confiesa que se duerme tranquilo y que se despierta bien dispuesto, la
mañana siguiente, pasada una buena noche: "me acuesto, me duermo, luego me
despierto; el Señor me protege, no temo a los muchos millares que en derredor
mío acampan contra mí" (Salmo 3,6), cantaba el salmo anterior, casi con
las mismas palabras. Jesús, era alguien que sabía dormir, aun en medio de las fuertes
tempestades, y decía que Dios cuida del trigo que crece aun cuando el
agricultor duerma (Marcos 4,27).
Oración de la tarde antes de acostarse. Este salmo es tradicionalmente
utilizado como oración de Completas. Es una bella oración vespertina. Decir a
Dios que El es nuestro "único necesario". Hacer "silencio"
haciendo callar las preocupaciones. ("Yo os digo, no os inquietéis",
decía Jesús a sus discípulos. Lucas 12,22). Promover en nosotros mismos los
valores de "paz", de "tranquilidad", de "felicidad".
Luego entregarnos al sueño confiando que la acción misteriosa de Dios continúa
en nosotros mientras dormimos. Tener "confianza" en Dios (la palabra
se repite dos veces en el salmo) y sepultarse en esta muerte aparente que es el
sueño, con la certeza del "despertar".
Reflexionad en lo secreto, haced silencio, no pequéis más. Al caer la tarde, es
hora del balance, de la "revisión de vida". Han ocurrido quizá cosas
desagradables o malas en esta jornada. Es el momento de "reflexionar"
en ellas, y de "convertirse". Señor, rectifica en mí lo que no
corresponde a tu amor. Perdona mis pecados.
¡Vaya sermón!
Cuando no soy capaz de gritar...
Escúchame cuando te invoco (v. 2).
Respóndeme cuando no soy capaz de gritar. Porque hasta aquí puedo llegar.
Recuerdo lo que leí en un periódico sobre un hombre que había sufrido una
traqueotomía y respiraba por medio de una cánula. Se había acostumbrado y su
vida estaba unida a aquella cánula. Una noche, mientras dormía, al hacer un
movimiento brusco, la cánula se salió. El hombre se sentía asfixiar. Estaba
solo en casa. Golpea en la pared con la esperanza de que alguien le oiga. Todo
inútil. Entonces coge un lápiz y escribe: «Auxilio... no puedo respirar...
llamad al mé... ». A la mañana siguiente le encontraron muerto con el papel
entre las manos.
Yo me parezco un poco a ese pobre hombre que no podía gritar. La costumbre, las
apariencias, la hipocresía, el resignarse a una mediocridad mortificante, la
aceptación de la respetabilidad exterior como valor supremo, el vivir
superficialmente, sólo ocupado de aparentar. De este modo me he forrado con una
corteza compacta, impenetrable. He logrado aislar completamente mi yo más
auténtico. Y éste, viéndose asfixiar, golpea esa corteza implacable que no
transmite la más mínima vibración. E incluso el grito desesperado del yo que se
ve morir, traicionado por la caricatura, por la máscara, no encuentra una
hendidura a través de aquella coraza.
Pero el Señor oye el grito que no llega hasta fuera. Detrás de la costra hecha
de satisfacciones aparentes y de seguridades, descubre la insatisfacción
profunda, el disgusto, la protesta ante tanto envilecimiento, la nostalgia de
cosas dignas de mí. E interviene, me responde cuando ya estoy agotado. Rompe la
corteza de las apariencias, hace añicos mi refugio blindado y baja a las
profundidades para liberar mi yo más auténtico que estaba entumecido.
Su intervención no consiste en palabras consoladoras, invitaciones a la
paciencia. No. El es mi defensor. Me restituye a mí mismo. Me devuelve las
medidas de grandeza que me son propias. Me lanza por el camino de la dignidad y
de la libertad, Decididamente, me hace comenzar de nuevo a vivir.
Por una vereda entre dos precipicios Y después una experiencia maravillosa:
Tú que en el aprieto me diste anchura (v. 2).
La impresión de estar perdido. Caminar por una estrecha vereda entre dos
precipicios. Por una parte están los demás que se encargan de excavarme un
abismo bajo los pies., Mezquindad, incomprensión, orgullo. Un ambiente que me
asfixia, me desilusiona, me desgasta, me oprime. Los intentos de hacerme
entender, de elevarme sobre mares de miedo, de rebelarme contra la gigantesca
comedia general, son anulados por la desconfianza y la indiferencia. Las
fuerzas de los distintos fariseísmos, de la pereza, de los privilegios, de la
defensa del statu quo, se alían para quitarme terreno, excavar abismos de
sospechas y envenenar el aire de prejuicios.
Por otra parte me encuentro frente a mi vacío, mis cansancios y mis
innumerables desilusiones. Voy por una vereda entre dos precipicios. De repente
me empieza a doler la cabeza, siento vértigo, las piernas me tiemblan, el
sendero se hace cada vez más estrecho, como un hilo, me falta tierra para
pisar. Ante mi grito desesperado alguien me coge por la espalda, me empuja y me
precipita... en la anchura. En una zona de serenidad, con vastos horizontes,
abiertos a las más audaces exploraciones. Lejos de todas las pequeñeces e
intentos de servilismo.
Dios es el que me da anchura. Puedo atrincherarme en espacios cada vez más
reducidos, puedo construirme una prisión de egoísmo, puedo ocupar una barricada
de vil neutralidad. Los demás pueden incluso meterme en sus cenagales en donde
son tragados los ideales y solamente resisten los instintos, la vulgaridad y
los condicionamientos biológicos. Pero si tengo fuerza para gritar, él me da
anchura. Es decir, Dios es quien me regala espacio, terreno bajo los pies, aire
para respirar, horizontes para explorar. Contra todas las restricciones y
servilismos, él rompe las cerraduras oxidadas, descerraja las puertas y me
lanza fuera, a la anchura. Vete y no te dejes encarcelar más. Camina y no te
pares en la estacada de la mezquindad.
Dan ganas de subirse a la cátedra Después de este empuje hacia la anchura, nace
espontáneo el deseo, casi la urgencia de contar a todos lo que me ha sucedido.
Deben saberlo:
El Señor hizo milagros en mi favor (v. 4).
Es necesario informar:
El Señor me escuchará cuando le invoque (v. 4).
Cuando hemos salido de un peligro, cuando hemos sido librados, cuando nuestro
grito ha tenido una respuesta, entonces sentimos necesidad de contar, de
publicar. Nos dan ganas de subirnos a la cátedra y juzgar, condenar. No resulta
difícil encontrar a los acusados. Veo el mundo lleno de gente que «ultraja su
honor» 1. Presunción, sentido de autosuficiencia, complacencia e incluso
exaltación de los propios límites. Rechazo de toda invitación a elevarse un
palmo a ras de la tierra. Desprecio de toda invitación a superarse. ¿Lanzarse
más allá de sí mismo? Ni lo pienso, está bien así, hay que ser realistas. El
corazón que hace coincidir sus latidos con los de la cartera. Esto es
sabiduría. Cuesta demasiado ser persona.
Gente que llena los mercados de la futilidad, se agolpa en torno a los puestos
de la vanidad, riñe por obtener su ración de ilusiones. Sensible a la sugestión
de una publicidad que solicita uno de los instintos más trágicos del hombre: el
amor al vacío.
Gente que enloquece hasta el paroxismo en una competición concurridísima: la
carrera de la mentira. Las reglas están admitidas por todos. Tú me engañas,
pero debes aceptar que yo también te engañe. Decía un revolucionario: «Vivimos
en un mundo de mentiras y de convenciones, en el que a veces es más importante
llevar corbata que decir la verdad». Por eso el salmista pone en boca de Dios
esta dura requisitoria:
Y vosotros, ¿hasta cuándo ultrajaréis mi honor, amaréis la falsedad, y
buscaréis el engaño? (v. 3).
Yo también subo a la cátedra, junto con el salmista. Y después de haber
juzgado, paso al sermón. Escuchadme bien. Tengo en mi poder la receta para
libraros de vuestro mal. Os haré abrir vuestro corazón, os quitaré el gusto de
hacer cola en la feria de la vanidad, os retiraréis gloriosamente de la carrera
de la mentira. Esta es mi receta.
Un poco de temor de Dios, antes de nada. No se estropea nunca. Tened miedo de
muchas cosas. Tened miedo del juicio de los demás, de la inseguridad, de ser
puestos aparte, de no «contar». Probad a tener miedo del pecado. Y cambiarán
muchas cosas. Y después «reflexionad en el silencio» (v. 5). Un ejercicio
discretamente difícil en este tiempo en que estamos aturdidos por el ruido,
devorados por mil compromisos, en que somos esclavos del mito de la eficiencia
y del rendimiento. Y sin embargo, para encontrar un cierto equilibrio, es
necesario callar y meditar.
¿Cómo se hace? Muy sencillo. El mismo verbo «meditar» se puede traducir con.
otra expresión particularmente significativa: «Dejar hablar al corazón». ¿Lo
intentamos? Finalmente, «ofrece sacrificios legítimos» (v. 6). ¡Atención!, no
hasta con ir a la iglesia. Hay un modo de adorar a Dios -centrado sobre la
forma, la exterioridad, la observancia- que es sólo un intento de defenderse de
Dios. No basta ni siquiera la limosna a los pobres. El sacrificio legítimo,
agradable a Dios, es el de un «corazón partido». Es muy fácil ofrecer cosas,
cuando la vida en sus compromisos y elecciones, se sustrae a esta obligación de
alabar a Dios. Leed, por favor, a Amós:
Detesto y rehúso vuestras fiestas,
no quiero oler vuestras ofrendas.
Aunque me ofrezcáis holocaustos y dones,
no me agradarán;
no aceptaré los terneros cebados
que sacrificáis en acción de gracias.
Retirad de mi presencia el estruendo del canto.
no quiero escuchar el son de la cítara;
fluya como el agua el juicio,
la justicia como arroyo perenne (Am 5, 21-24).
Los cantos de tantos «buenos cristianos» no son capaces de ahogar el lamento de
quienes han sido «oprimidos» y pisoteados en sus derechos. El humo del incienso
no le impide a Dios observar si nuestra existencia camina por «senderos de
justicia».
He terminado el sermón. Creo que no ha estado mal. Una diagnosis precisa. Y a
cada mal, el remedio correspondiente. Para el «ultraje al honor», conseguir de
nuevo el sentido del pecado. En efecto, es el pecado lo que impide mi realización
según el proyecto de Dios, lo que me empequeñece y estorba la apertura hacia mi
auténtica dimensión. Para curarse de toda falsedad, la medicina infalible es la
meditación. La «carrera de la mentira» es interrumpida por la búsqueda del
derecho y de la justicia. Perfecto, ¿no? Todo apoyado en textos escriturístico.
No falta ni siquiera el ejemplo edificante, empapado en mi experiencia
personal, Un sermón perfecto, sin lugar a dudas. Puedo estar satisfecho.
Mientras tanto, afuera, hay alguien que me espera. Después de una clase o de un
sermón, siempre hay alguien que te espera. Fuera de la iglesia hay gente que
quiere «verificar». Y las verificaciones más comprometidas son efectuadas por
quienes no te felicitan calurosamente. Quieren observar. Hay gente rara por el
mundo. Sobre todo los que no se contentan con escuchar las cosas justas, sino
que quieren que se hagan las cosas justas. ¡Qué pretensiones!
Ver algo. Bajo del púlpito acalorado pero satisfecho. Rodeado por el triste
pelotón de los «nuestros» que me cumplimentan calurosamente: «Ha estado muy
bien, ha dicho verdades como puños, indiscutibles. Tendrían que haberle
escuchado algunos que nosotros conocemos... ».
Salgo. Esta vez mi camino está lleno no ya del triste pelotón de los
«nuestros», sino de una multitud que ni me elogia ni siquiera me plantea
objeciones. Simplemente me lanza una pregunta brutal:
Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?» (v. 7).
Esta exigencia ya no se puede eludir. Se trata de «ver algo». Las palabras deben
dejar el puesto a los hechos. El cristianismo «de boca» debe dar paso a un
cristianismo «de compromiso», de hechos. Después podremos continuar hablando. O
quizá no será necesario ni hablar. Nos explicaremos perfectamente de este modo.
Nos hemos creído que bastaban las declaraciones precisas, las tomas de posición
teórica, los programas, las instancias, los «exámenes profundos» de la
situación, los buenos sentimientos, la indignación, la comprensión. Pero la
gente espera otra cosa. Espera la realización práctica de nuestras palabras.
Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?».
Alguno ha observado que ciertos individuos toman la palabra como si tomasen la
Bastilla. Pero me parece que se trata de dos cosas muy distintas.
A la vuelta de cada esquina nos encontramos con personas que hablan bien o
hablan del bien. Y en cambio, necesitamos personas que "hagan ver» el
bien. Hablamos de pobreza, y la gente espera vernos realmente pobres. Hablamos
de disponibilidad, y la gente continúa esperando cinco minutos de nuestro
tiempo. Hablamos de justicia, y la gente espera vernos comprometidos con la
parte «justa», comprometidos sin paliativos con los pobres, los oprimidos, los
marginados, los indefensos. No basta con hablar sobre la justicia. Es necesario
decidirnos a hacerla realidad..
Las puertas atrancadas y la plaza vacía Según las esperanzas el posconcilio
debería haber sido un «nuevo -pentecostés». Tengo la impresión de que
ciertamente se han abierto las puertas del cenáculo. Fuera esperaba la multitud.
Pero nada más salir nos hemos puesto a discutir entre nosotros. No estábamos de
acuerdo sobre quién tenía que hablar primero. O sobre qué debía decir. O en qué
modo. O quién tenía el derecho a las llaves de la casa. O a qué, hora teníamos
que volver. O si alguien estaba autorizado a dormir fuera.
Mientras tanto la multitud esperaba pacientemente que nos diésemos cuenta de
ella, que terminásemos de discutir sobre «nuestras cosas», recordando que
«nuestras cosas» eran para alguien.
«¿Quién nos hará ver la dicha?».
Y nosotros continuábamos riñendo y polemizando sobre el significado de la
«dicha». A medida que pasaba el tiempo algunos se cansaban. Muchos se
impacientaban. Los más se marchaban. Otros decían: «Cuando os pongáis de
acuerdo nos lo decís». Y la plaza se ha quedado vacía. Los únicos que no se han
ido son los periodistas. Nuestros líos siempre son noticia. Y continuábamos
discutiendo sobre el significado de aquella plaza semidesierta. Quizá pueda
parecer un cuadro excesivamente pesimista, con trazos demasiado negros. No lo
pongo en duda. Pero hemos de reconocer que muchas veces es bastante cercano a
la realidad.
En el rostro de quien muere no hay ya una caricia.
Un cura me escribía: «Desde hace 20 años soy capellán de un hospicio. Estoy
encargado de la asistencia espiritual de los internados y de las monjas que lo
rigen. Una tarde se me ocurrió participar en una mesa redonda organizada en un
salón de la parroquia. «En la discusión participaban un cura con los pelos
revueltos, tres muchachos con barba y con palabras incomprensibles y una
muchacha vestida de un modo... digamos un tanto extraño (o quizá el término
justo sea excéntrico).
«Los términos que más se barajaban eran: horizontalismo, verticalismo,
alienación, espiritualidad de evasión, misticismo cómodo. La sustancia de los
tratados era: la relación con Dios puede ser una coartada para no ocuparse de
los hermanos. La mirada hacia el cielo nos distrae de nuestra tarea en la
construcción del mundo. Menos misticismo y más disponibilidad ante los sufrimientos
de los demás. Ciertamente ellos lo decían de un modo más técnico y matizado. Yo
no estoy al día en el vocabulario y lo digo a mi modo. «Quiero decirle que he
salido poco convencido de aquellas tesis, pero con una certeza: después de
hablar tanto de horizontalismo, de disponibilidad, de apertura a la
sufrimientos de los hermanos, desde mañana mi hospicio será la meta incesante
de esas personas 'no alienadas', el cura de pelos revueltos y los muchachos que
le rodeaban. «¡Ingenuo de mí! Todavía estoy esperando a aquel simpático grupo.
El hospicio es el de siempre, lleno de sufrimientos y de soledad en muchos
corazones. Las únicas personas 'disponibles' son siempre y sólo las pobres
monjas, que no saben qué es eso de horizontalismo o verticalismo, más aún que
están enfermas de 'espiritualidad de evasión', de hecho se levantan todas las
mañanas a las cinco y a las siete menos cuarto, después de haber permanecido
'distraídas' de los compromisos terrestres a causa de la meditación y de la
misa, puntualmente empiezan su servicio. Quisiera que viniese a ver las tareas
'alienadas' que cargan sobre la espalda estas personas habituadas a un
'misticismo cómodo' y que tienen la maldita costumbre de mirar al cielo...
«¡Ah!, me olvidaba. Este verano he caído en la tentación de concederme una
semana de vacaciones en la montaña, aprovechando también para hacer los
ejercicios espirituales. He pedido al cura de los pelos revueltos -de regreso
de un viaje de estudios a los países escandinavos- que me sustituyese. Me ha
respondido que tenía demasiados compromisos, que tenía que ultimar los
resultados del viaje de estudios y hacer una multicopia reservada a los amigos
del 'grupo' de las impresiones y que tenía que organizar varias mesas redondas
y que además la misa a las cinco y media de la mañana no tenía sentido, y si
las monjas no se ponían al día acabarían mal, además no quería poner en peligro
su salud por una docena de 'cabezas iluminadas'.
«-Mire, que yo no estoy en contra del estudio y de la renovación. Pero alguna
mesa redonda menos y algún 'hecho' más servirían para restablecer el equilibrio
¿No le parece?».
Claro que me parece. Leyendo esta carta recordaba una denuncia análoga y dura
por parte de un amigo: «Todos critícan de todo, desenvainando viejas espadas y
puñales oxidados. Pero no hay una caricia para el rostro de quien muere.
Palabras, palabras, palabras».
Aquí se encuentra la reprobación de tanta palabrería no hay una caricia para el
rostro de quien muere. Y nosotros seguimos atascados en una problemática
embrollada, de principiantes. Mientras tanto:
Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?» . ¡Qué exigencias las de
esta gente! No sabe qué hacer con nuestros libros, con nuestros artículos. No
toma en serio nuestras mesas redondas. Tomad, más bien, algo muy concreto.
Nosotros nos creemos que saciamos su hambre con nuestras palabras. Creemos que
colmamos sus aspiraciones aparentando ser tan inteligentes. El equívoco está ya
denunciado en el evangelio: «¿Qué hombre hay entre nosotros al que le pida pan
su hijo y él le dé una piedra? ¿O también, que si le pide pescado, él le dé una
serpiente?» (Mt 7, 9-10).
Sentido de lo inútil Para responder a las esperanzas de la gente sólo existe un
medio: hacerse inútiles. Poco antes de morir Thomas Merton escribía: «Nadie
parece comprender qué útil es ser inútil». En un mundo trastornado por el
ruido, excitado por la agitación más frenética, devorado por el mito de la
eficiencia y del rendimiento, sólo nos queda a los cristianos una posibilidad
para ser verdaderamente útiles: reafirmar los valores de la contemplación, es
decir, reconquistar el sentido de lo inútil. Nos estamos convirtiendo en
esclavos del tiempo y de las cosas. El contemplativo se rebela ante esta
esclavitud. Reafirma su propia libertad ante el tiempo y ante las cosas. Sabe
perder el tiempo. Y sobre todo sabe colocar a Dios, el único, en el puesto de
las cosas. Y no se me diga que la contemplación es una «evasión», un evadirse
de los compromisos temporales. Probablemente quien habla de este modo no ha
sido capaz de estar media hora en silencio. En realidad no hay nadie tan
realista como el contemplativo.
COMPLA/REALISMO
Jamás una persona pisa con el pie tan firme sobre la tierra como en la
contemplación; más aún llega hasta debajo de la tierra donde están las raíces
del propio ser. Llega hasta donde llega el psicoanálisis, incluso a mayores
profundidades. Pero la contemplación no deja las raíces al aire para que el sol
las seque o se pudran, las ve dentro del humus del amor misericordioso de Dios
hecho carne, es decir hecho comprensión, afinidad, perdón, misericordia (A.
Paoli).
Una contemplación, por tanto, que es conocimiento propio y descubrimiento de un
Dios que cura. Un Dios que cubre mi miseria con su misericordia, socorre mi
pobreza con su riqueza y repara mis desperfectos con su armonía. Un Dios que
después de haberme enriquecido y transformado, me lanza hacia los demás. Nada
de huida, evasión o alienación.
Llegando a Dios, que es amor, no puedo hacer otra cosa que aprender a amar, descubrir
su «plan» para los hombres y esforzarme en realizarlo. Respondiendo a las
esperanzas de Dios, no traiciono las esperanzas de los hombres. Haciéndome
inútil me convierto en indispensable. Perdiéndome, adquiero valor, «El valor de
una vida se mide por el peso de adoración» (J. Monchanin). La luz del rostro de
Dios no debe huir de nosotros. Esta puede ser una definición de contemplación.
Dejarse envolver, curar, rehacer por la luz del rostro de Dios. Cuando caigan
de nuestra cara los signos del miedo, del egoísmo, de la pereza, de la
indiferencia, de la astucia maquiavélica, del interés, de la dureza, del
orgullo, entonces podremos volver con el rostro transformado por esa luz a
presentarnos a la gente que espera siempre alguien que le manifieste «la dicha».
Hay muchos que dicen: «¿Quién nos hará ver la dicha?».
Para no desilusionarles sólo existe un medio: sumergirse en la luz del rostro
de Dios,
Cosecha
Este salmo termina bien, después de la aventura tremenda descrita al principio.
Pero tú, Señor, has puesto en mi corazón más alegría que si abundara en trigo y
en vino (v. 8).
Alguien ha captado mi grito desesperado. «En el aprieto» alguien me ha dado
«anchura». Incapaz de presentarme a la gente, de responder a sus esperanzas,
alguien me ha «rehecho» mi rostro. Ahora mi gran vacío ha sido colmado de
alegría. Ni siquiera puedo compararme con quien ha recogido una abundante
cosecha en trigo y en vino. Mi cosecha es infinitamente más preciosa y menos
precaria. Me he encontrado a mí mismo. El Señor me ha levantado cuando estaba a
punto de caer en la angustia, me ha recuperado mientras me desperdigaba en la
vanidad y en la búsqueda de ilusiones, me ha librado mientras me construía
pesadas cadenas.
Es el salmo del encuentro. Me he encontrado a mí mismo porque me he dejado
encontrar por Dios. Y después de un prolongado coloquio con mi salvador estaré
a punto para encontrar también a la gente con la certeza de no desilusionarla.
En paz me acuesto y enseguida me duermo porque tú sólo, Señor, me haces vivir
tranquilo (v. 9).
Termina el día con todo su bullicio, su aburrimiento, los riesgos, las
desilusiones, las pesadillas, las preocupaciones. He sido capaz de encontrar un
sitio donde reposar mi cabeza. «En ti reposaré mi cabeza y dormiré» (P.
Claudel). Soy huésped del Señor. No conoceré ya la inquietud ni la
desesperación porque todas las demás cosas han perdido su poder de seducción
sobre mí. Marcada con el sello de su rostro he encontrado la unidad de mi vida
e incluso el sueño puede convertirse en un «sacrificio legítimo» (v. 6).
Porque tú sólo, Señor, me haces vivir tranquilo (v. 9).
No se dice «me das un poco de seguridad», sino algo con mucha más fuerza: «me
haces vivir tranquilo». Y nadie más me moverá. Incluso si perturbo la paz
pública con mi grito.
REFLEXIÓN DE LA SEGUNDA LECTURA: 1 JUAN 2,1-5. ÉL ES VÍCTIMA DE
PROPICIACIÓN POR NUESTROS PECADOS Y TAMBIÉN POR LOS DEL MUNDO ENTERO
Tras haber expresado, con el simbolismo de la luz y de las tinieblas, el
contraste entre la justicia de Dios y de Cristo (1,5.9; 2,1), por una parte, y
el pecado del hombre, por otra, Juan invita a los creyentes a considerar, con
detenimiento, la orientación que deben dar a su propia vida. El apóstol, que ha
visto con sus ojos y
tocado con sus manos al Verbo de la vida, nos escribe a nosotros (2,1) con
autoridad. Sus palabras son una exhortación a evitar el pecado y a reconocer la
justicia divina, que es, ante todo, amor y misericordia. Si es verdad, en
efecto, que no hay nadie que no tenga culpa —verdad enunciada ya en el Antiguo
Testamento (Prov 20,9; 28,13; Edo 7,20)—, también lo es —y en esto consiste la
Buena Noticia del Nuevo Testamento— que Dios, fiel y justo, nos ofrece el
perdón y la purificación por medio de la sangre de su Hijo (1,7.3).
El hombre, herido por el pecado, es «justificado» por medio del sacrificio de
Jesucristo, el cual permanece para siempre como nuestro intercesor junto al
Padre. En él se ha abierto de nuevo el camino del retorno a Dios y de la plena
comunión con él. Ahora bien, no podemos hacernos la ilusión de amar a Dios
—conocer en el lenguaje bíblico equivale precisamente a amar— si no guardamos
sus mandamientos y no cumplimos su voluntad en las situaciones concretas de la
vida. Humildad y obediencia son, por consiguiente, dos rasgos que deben
caracterizar al cristiano. Ambas le hacen capaz de dar acogida al « amor
perfecto» —o sea, al mismo Espíritu Santo—, que lo configura con Cristo, en
total oblación y gratuidad (vv. 3-5).
REFLEXIÓN PRIMERA DEL SANTO EVANGELIO: LUCAS 24,3 5-48. ASÍ
ESTABA ESCRITO: EL MESÍAS PADECERÁ Y RESUCITARÁ DE ENTRE LOS MUERTOS AL TERCER
DÍA
Estamos en la noche del día de pascua. Los Once, reunidos en el cenáculo,
esperan la puesta del sol y la caída de las tinieblas. Sin embargo, ahora, con
la resurrección de Cristo, la barrera entre el tiempo y la eternidad —entre la
muerte y la vida— ha sido derribada. De improviso, el Resucitado, que ya se ha
hecho reconocer por los discípulos de Emaús, aparece en medio de ellos; mejor
aún, «está» entre ellos: dicho de otro modo, «se manifiesta» como el que está
presente y trae la paz como don, o sea, él mismo una vez más (v. 36). El
evangelio subraya de nuevo la dificultad que les supone a los apóstoles creer,
así como la benévola comprensión de Jesús, que no se cansa de ofrecer distintos
modos de reconocimiento: los signos inconfundibles de su crucifixión y la
familiaridad de una comida compartida (vv. 41-43).
Hasta aquí el evangelista se ha limitado a presentar, por así decirlo, la
«crónica» de los acontecimientos; ahora (vv 44-48) penetra en su significado
bajo la guía de la Palabra de Dios. En efecto, este misterio de salvación es el
cumplimiento de las Escrituras. De ellas se cita, en particular, algunos
pasajes evocados también en el relato de la pasión. En este contexto, y por
tercera vez, vuelve la afirmación de la necesidad de la muerte de Cristo (en
griego déi: «era preciso», “era necesario” [v. 44]) para el cumplimiento del
designio divino de salvación.
Y llegamos así al tercer pasaje del fragmento: la experiencia viva y la
comprensión de fe del acontecimiento de la resurrección abre la misión ante los
apóstoles. Ellos son testigos directos y se les ha hecho capaces de dar razón
de su fe y de anunciarla a todas las naciones (v. 47), predicando «en el nombre
de Jesús» —o sea, con su autoridad— la conversión y el perdón de los pecados.
Jerusalén, que es, en Lucas, el centro y la cima de la misión de Cristo, se
convierte ahora también en el punto de partida de la irradiación del Evangelio.
La alegría pascual crece y tendrá su plenitud en la vida eterna, en la
resurrección futura. Por eso, nuestra alegría está motivada por la esperanza de
llegar a ser herederos del Reino de los Cielos, por la esperanza de resurgir
con Cristo también en cuerpo. Una alegría vivida, experimentada, pregustada en
la tierra como peregrinos, aunque destinada a crecer hasta la meta de la eternidad
bienaventurada.
Esta alegría de peregrinos —que va unida siempre a la fatiga y al sufrimiento
del camino— requiere de nosotros ascesis, conversión del corazón y empeño en su
custodia, porque puede verse, fácilmente, turbada y abrumada por el espanto,
por el cansancio, por la angustia... En una palabra, por todos los peligros que
nos acechan mientras vamos de viaje. De ahí que tengamos necesidad de una
fuerza interior, divina: eso que nosotros no seríamos capaces de guardar por
nosotros mismos es confiado al Espíritu, al Espíritu consolador.
¿Cómo es posible obtener un don tan precioso, gracias al cual podremos vivir
como verdaderos testigos del Resucitado y alegrarnos siempre, vayan como vayan
las cosas? Debemos desearlo con pureza de corazón y con humildad, pues así lo
recibiremos, con gratitud, como don. Si existe esta disposición en nuestro
interior, reside en nosotros verdaderamente la vida nueva: podemos ejecutar el
testamento que el Señor Jesús nos ha dejado, ¡venga el canto nuevo, la alegría
verdadera!
REFLEXIÓN SEGUNDA DEL SANTO EVANGELIO: LC 24,36-48. ALABANDO A DIOS.
Nuestros días se sigue discutiendo sobre estas cuestiones: ¿Qué sucedió a los
discípulos tras la muerte de Jesús? Cómo llegaron a afirmar su resurrección?
¿Fueron víctimas de una enorme ilusión? ¿Se les metió en la cabeza que su obra
no podía concluir con su muerte, sino que debía continuar? ¿Es tal vez a partir
de estas ideas como se llega a afirmar: «Nosotros le hemos visto; él se ha
aparecido; él vive»? ¿Crean los discípulos por sí mismos la fe en la
resurrección, pretendiendo seguir unidos a Jesús y difundir su mensaje?
Si nos dejamos instruir por el Evangelio, vemos que el testimonio de la
resurrección no proviene en absoluto de los discípulos. Ellos quedaron profundamente
abatidos por la muerte de Jesús en la cruz y renunciaron a sus esperanzas
(24,20-21). Se cercioran de la tumba vacía, pero este hecho abre la puerta a
diversas interpretaciones (cf. Jn 20,15) y no puede llevarlos a la fe en la
resurrección. La iniciativa de esto viene de Jesús. El se les presenta y se les
muestra. Le resulta difícil vencer su miedo, sus dudas, sus pensamientos, y
convencerlos de que es él en persona, y no un fantasma. Mostrándoles sus manos
y sus pies, que presentan los signos de su muerte en cruz (cf. Jn 20,25.27),
quiere convencerlos de que es él mismo, su Señor, que ha muerto en la cruz.
Cuando se dice que les invita a tocarle y a que le dieran algo de comer, se
quiere indicar que él no es un fantasma, no es un espectro, sino que está ante
ellos con su verdadera y concreta realidad. Pero la resurrección de Jesús no
significa que él haya vuelto de la muerte a la vida terrena, tal como era la
vivida antes con sus discípulos, destinada de nuevo a la muerte. Significa, por
el contrario, que a él, muerto en cruz y sepultado, Dios le ha dado una vida
nueva, definitiva, que supera la muerte. Los discípulos no se han dejado
engañar por un espíritu ni por una ilusión. Jesús ha venido a su encuentro con
una nueva y definitiva existencia y realidad. El mismo, por su propia
iniciativa, les ha convencido de que ha superado la muerte y vive. Ha hecho de
sí mismo y de su vida poderosa el contenido de su testimonio.
El Señor resucitado dirige este saludo a sus discípulos: «Paz a vosotros». Su
paz es su don pascual. Pero ¿qué clase de paz es esta? Jesús no da a los
discípulos ninguna garantía de que vivirán tranquilos a lo largo de toda su
vida, de que tendrán una existencia siempre espléndida, libre de cualquier
necesidad, sufrimiento y preocupación. El mismo es el Cristo crucificado, que
no ha sido preservado del sufrimiento y la necesidad, del rechazo y la
hostilidad, del dolor y la muerte. Pero, precisamente el Crucificado es también
el Resucitado. Él, que ha sido conducido de forma brutal y violenta a la
muerte, está ante ellos como el Viviente que ha superado la muerte y no puede
ya morir. Jesús muestra de este modo a los discípulos que ellos no corren el
peligro de una ruina total. Ni siquiera la muerte puede dañarlos de manera
definitiva. ¡Cuánto menos las otras necesidades que menoscaban nuestra vida! El
don pascual de Jesús no es la paz de una vida imperturbable, sino la paz vivida
en la tranquilidad, la seguridad y la protección que provienen del poder y del
amor de Dios. El fundamento y la garantía de tal saludo y de tal don es el
Resucitado mismo en su vida nueva, vencedora de la muerte.
En cuanto Resucitado, Jesús explica a los discípulos que todo su destino ha
sido querido por Dios y hace que comprendan el sentido de las Escrituras, tal como
había hecho con los dos discípulos de Emaús. Con su muerte en cruz y con su
resurrección queda completado también el contenido del mensaje que debe ser
proclamado a todos los pueblos. En el nombre de Jesús, es decir, en el
testimonio dado sobre él a partir de todo lo manifestado en su obra y en su
entero camino hasta la cruz y la resurrección, deben ser anunciados a todos los
pueblos la conversión y el perdón de los pecados. Todos los hombres deben
convertirse al Dios que ha demostrado su amor y su poder en el camino de Jesús,
un camino en el que ha compartido nuestro destino humano hasta la muerte de
cruz y hasta su resurrección vencedora de la muerte. Todos deben dirigirse
confiadamente a este Dios. El perdonará sus pecados y les dará la plena comunión
con él.
El Resucitado hace además que sus discípulos sean testigos. El encuentro con él
y su retorno a los cielos completan precisamente la serie de acontecimientos
que deben testimoniar (He 1,21-22). Todo anuncio debe partir de estos testigos.
No se fundamenta en especulaciones, ideas u opiniones personales, sino en
acontecimientos históricos y en instrucciones dadas por Jesús. Por eso ha de
provenir sólo de aquellos que han acompañado y escuchado a Jesús, de aquellos a
quienes él mismo ha explicado su destino. Ellos deben poner en marcha el
anuncio destinado a todo el mundo. Son los testigos oculares. Toda transmisión
del mensaje depende precisamente de que son testigos oculares dignos de crédito
y han prestado un servicio fiel a la Palabra (cf. 1,2).
Los discípulos no pueden cumplir con sus propias fuerzas una tarea tan inmensa,
Jesús les anuncia el envío del don que el Padre ha prometido. El los revestirá
de poder de lo alto. Les enviará el Espíritu Santo, que les capacitará para
anunciar con convicción y coraje la obra y la resurrección de Jesús (cf. He
2,22-36). Sólo con el poder del Espíritu quedan los apóstoles completamente
penetrados e impregnados de la fuerza y del significado de lo que Dios ha
cumplido en la obra y la resurrección de Jesús. Este Espíritu sostiene el
coraje y la convicción de su testimonio. Este Espíritu los une a Dios y les da
el acceso a él; les muestra lo que ha cumplido en Jesús.
Tras haber convencido de muchos modos a los discípulos de su resurrección y
después de haberles preparado para su misión, Jesús se despide de ellos. En
adelante no estará ya presente ante ellos de manera visible. Pero los
acompañará en su camino, será su huésped en la comunión de la mesa, estará vivo
en su interpretación de las Escrituras y en su certeza respecto a su plenitud
de vida. Esto es cuanto había indicado ya a los dos discípulos de Emaús. El se
despide con las manos elevadas. Mientras desaparece a sus ojos, los bendice.
Les dirige toda la fuerza de su bendición, que permanecerá con ellos y sostendrá
toda su vida y toda su obra.
Sólo ahora habla el evangelista del gozo de los discípulos y de su alabanza a
Dios. Ya Zacarías (1,64.68-79) y Simeón (2,28-32) habían alabado a Dios.
Continuamente ha resonado la alabanza a Dios tras las acciones prodigiosas de
Jesús (7,16; 13,13; 17,15; 18,43). Después que los discípulos han experimentado
a través del Resucitado la acción más grande del poder de Dios, es decir, la
resurrección de Jesús, para ellos hay sólo una respuesta justa: la alabanza
gozosa y llena de gratitud a Dios. Lucas ha iniciado su obra con el sacrificio
del incienso por parte de Zacarías y con la oración del pueblo en el templo
(1,8- 10). De esta manera se pide a Dios que se acuerde de su pueblo y que se
muestre benévolo con él. Lucas concluye su Evangelio con los discípulos de
Jesús que alaban a Dios en el templo. Ellos, que han acompañado a Jesús hasta
su ascensión, saben mejor que nadie que Dios se ha acordado de su pueblo. Y
todos aquellos que, a través de su testimonio y a través de la obra de Lucas,
experimentan la grandeza de la misericordia de Dios no pueden hacer nada mejor
que participar en la alabanza a Dios.
REFLEXIÓN TERCERA DEL SANTO EVANGELIO: LC 24,35-48. TODO SE DEBE
CUMPLIR.
Este dicho lo usó, bromeando, un hombre al que habían dado sólo medio vaso de
vino, como lo exigen los buenos modales griegos. El dicho se encuentra
frecuentemente en la Sagrada Escritura. Los acontecimientos suceden «cuando el
tiempo se ha cumplido», «en aquel tiempo». Cuando Jesús declaraba algo
importante, frecuentemente encontramos en el evangelio «para que se cumpliera
la Escritura» (cf. Jn 17,12). A los discípulos, con los que caminaba hacia
Emaús después de la resurrección, Él les demuestra que tenía que irse para que
se cumpliese la Escritura (cf. Lc 24,13ss). El término cumplir es metafórico.
Tiene la misma raíz que «llenar». Se llena un vaso, un recipiente, una cisterna
de agua. Significa, pues, llegar al final, terminar, tanto en sentido material
como moral. Las obras inconclusas pueden llegar a ser trágicas. Los estudios de
medicina que no se terminan privan al estudiante del título de médico y le
impiden poder trabajar. El camino sin terminar trae sólo fatiga. Un trabajo que
no se termina se tira. Desgraciadamente, a pesar de tantos esfuerzos, muchas
cosas permanecen inconclusas. Contrariamente, Dios termina cada una de sus obras.
Según la Biblia, la creación se concluyó en seis días. Cristo cumplió su obra
sobre la tierra y vendrá en los últimos días a completar la evolución del
universo.
Nos interesa el modo en el que Cristo cumplió su obra sobre la tierra, La
realiza con su típico método, que puede ser resumido con el principio: «Lo que
Cristo no ha asumido, no es salvado». Para redimir toda la vida humana, debía
asumir todo lo que forma parte de ella: el nacimiento, el trabajo, los éxitos,
los fracasos y al final también la muerte. San Pablo lo expresa con un término
insólito, acerca del cual los teólogos reflexionan mucho: se ha «vaciado»,
aniquilado. Escribe a los filipenses: «El cual, teniendo la naturaleza gloriosa
de Dios, no consideró como codiciable tesoro el mantenerse igual a Dios, sino
que se anonadó a sí mismo tomando la naturaleza de siervo, haciéndose semejante
a los hombres; y, en su condición de hombre, se humilló a sí mismo haciéndose
obediente hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,6-8). Se vacía una habitación,
un vaso. Por lo tanto, es lo contrario de llenar, pero es también su condición.
Se debe vaciar el vaso para poder llenarlo de nuevo, se debe tirar el agua para
que se pueda verter el vino. Metafóricamente, Cristo hace algo similar con su
vida. La ha vaciado para colmarla con la vida transfigurada con su
resurrección. Hablando de esto, los teólogos usan el término paulino «kénosis»
de Cristo. Generalmente se explica de este modo. Jesús en la cruz perdió todo:
la dignidad, la libertad, la felicidad, la vida. Sin embargo, en recompensa
obtiene todo del Padre, el Padre de nuevo «colmó» el sentido de su vida. San
Pablo escribe:
«Por ello Dios le exaltó sobremanera y le otorgó un nombre que está sobre
cualquier otro nombre, para que al nombre de Jesús doblen su rodilla los seres
del cielo, de la tierra y del abismo, y toda lengua confiese que Jesucristo es
Señor para gloria de Dios Padre» (Flp 2,9-11).
Un teólogo ruso contemporáneo, Sergej Bulgakov, profundizó el término kénosis
de Cristo en un sentido más amplio. No se refiere al término sólo en relación a
la pasión en la cruz, sino a toda la existencia de Cristo. Podemos resumir
brevemente su pensamiento. La dignidad de una persona depende de las relaciones
que tiene con otras personas. Si uno intima con personas de alto rango, su
dignidad crece. En la vida de la Santísima Trinidad, el Hijo, la segunda
Persona divina, tiene una relación muy íntima con el Padre. Recibe de Él todo
lo que tiene y lo que es. Realiza, por lo tanto, la total voluntad del Padre. Realizando
la voluntad del Padre y no la suya, el Hijo se «vacía» completamente, se
convierte en un recipiente vacío. Sin embargo, el Padre lo colma inmediatamente
hasta llenarlo. Así llega a ser Hijo, Verbo del Padre, partícipe de toda la
Divinidad. Y son uno. Coincide el vaciarse y ser colmado.
REFLEXIÓN CUARTA DEL SANTO EVANGELIO: LC 24,36-35.AYUDA, SEÑOR, A TODOS
LOS QUE TIENEN UN «CARGO» EN LA IGLESIA PARA QUE LO EJERZAN CON ESA MISMA
HUMILDAD.
-Pedro se dirige al pueblo.
Siempre es él quien toma la palabra en nombre del grupo de los discípulos. Va a
explicar ahora el milagro que acaba de hacer en beneficio del que no podía
andar.
-¿Por qué os admiráis de esto? ¿por qué nos miráis fijamente como si por
nuestro poder o piedad, hubiéramos hecho caminar a este hombre?
Pedro no bromea. Se sabe pecador. ¡No ha pasado mucho tiempo desde que negó a
su maestro! La cosa es reciente.
Pero su «poder» no es suyo. El poder que maneja procede de Cristo. Reconoce ser
un hombre pecador, ni más piadoso, ni más santo que cualquier otro.
Ayuda, Señor, a todos los que tienen un «cargo» en la Iglesia para que lo
ejerzan con esa misma humildad.
Haznos a todos conscientes de nuestros límites y de las responsabilidades que
nos vienen de ti.
Ser intermediarios de la gracia. Dejar pasar por nuestras vidas los beneficios
que Dios quiere hacer por medio de nosotros. Esto es un «ministerio». Y los
ministerios, en la Iglesia, son muchos y variados.
-Habéis dado muerte al "Príncipe de la vida"...
Pero Dios lo ha resucitado de entre los muertos...
«Príncipe de la vida»... Un título poco habitual para hablar de Jesús. Es el
que espontáneamente asoma a los labios de Pedro: la resurrección está todavía
muy cercana. Ha marcado mucho a los Apóstoles y la predican sin parar. Jesús
«Príncipe de la Vida» el Victorioso, el Viviente por excelencia ¡Danos esta
Vida!
Comulgando el Cuerpo de Cristo, entramos en comunión con la Vida.
-Es por la fe en su nombre que este hombre está aquí y todos vosotros le veis
completamente restablecido.
Tu resurrección es una potencia de vida, de alegría, de exaltación. El brinco
del hombre que no había andado jamás en toda su vida y que se echa a andar
súbitamente es el símbolo de la humanidad salvada.
¡Que cada vez que salga de un pecado, sea con esa alegría!
En efecto, el pecado, más que la enfermedad física, es lo que daña a la humanidad.
La verdadera parálisis es la de la voluntad encogida, incapaz de reaccionar.
Danos, Señor, plena salud de alma y cuerpo... de alma sobre todo.
-Sin embargo, hermanos, sé que obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros
jefes. Es siempre el mismo evangelio que continúa.
"Perdónalos, decía Jesús, no saben lo que se hacen..."
"Estáis perdonados, decía san Pedro, porque habéis obrado por
ignorancia". Está ejerciendo el poder de atar y de desatar, un poder que
le dio Jesús: «todo lo que ates en la tierra, será atado en el cielo».
-Arrepentíos, pues, y convertíos para que vuestros pecados sean borrados; así
vendrá la consolación por parte del Señor.
El perdón es el "tiempo de la consolación". ¡Admirable fórmula!
¿Concibo mis confesiones, como una participación a la resurrección? No cuento
apoyarme en la fuerza de mi voluntad, sino en la fuerza de «Aquél que resucitó
a Jesús de entre los muertos».
Es la segunda predicación de Pedro que leemos en el libro de los Hechos.
Después de la curación del mendigo cojo, Pedro habla nuevamente al pueblo, a
los fieles que, como él, han subido al templo a orar, y les anuncia a Jesús, el
Señor, en cuyo nombre ha obrado el milagro. Este milagro es un signo de que
Jesús, aunque ha muerto, es todavía el dueño de la vida, esto es, el que
conduce, como un nuevo Moisés, a la salvación y a la libertad al nuevo pueblo
de Dios (3,15).
Las tres primeras predicaciones de Pedro (2,14-39; 3,12-26 y 4 8-12) son
realmente muy semejantes y pueden ser ejemplo de lo que fue la predicación de
la Iglesia de Jerusalén en su período inicial, un resumen de la cual se
encontraría también en Mc 1,14.
Pedro comienza a hablar (3,13) y señala la continuidad de la historia de
salvación: el Dios de los patriarcas (Ex 3,6.15) ha glorificado a Jesús, en
quien culmina el profetismo más espiritual de Israel, el del Siervo de Dios (Is
52,13-53,12). A continuación explica Pedro la pasión de Jesús, de donde puede
arrancar la conversión de los oyentes (3,13-15). Los vv 17-26 constituyen el
fragmento más notable del discurso y tratan de esta conversión, tema preferido
de Lucas; conversión que comporta dos etapas consecutivas: arrepentimiento, que
quiere decir apartarse del mal, y conversión, que significa volver a Dios
(3,19). La mejor actitud nuestra delante de esta invitación nos la sugiere el
texto de Lc 12,8.9.
El tema escatológico, en relación con el cual la Iglesia primitiva entiende
siempre su vinculación y continuidad con el AT, ha dado también un paso
adelante: en la primera predicación (2,14-36) se trataba de la efusión del
Espíritu; ahora se trata principalmente de la restauración de todas las cosas
en Cristo. Este es acaso el tema que más podría iluminar nuestra lectura
espiritual de este relato. En efecto, Cristo es nuestra bendición (3,26) Y lo
es por su misterio pascual (Gál 3,13.14) y por el anuncio en la Iglesia del
evangelio de salvación (Hch 26,23). El mejor comentario espiritual de este tema
cristológico podría ser muy bien el himno de la carta a los Efesios (Ef 1,
3-14).
El arresto de los predicadores (4,1-4) en el momento de anunciar la salvación
en el mismo templo de Jerusalén, centro de la vida religiosa de Israel, acentúa
dramáticamente la oposición entre los dirigentes del judaísmo y la Iglesia
cristiana, oposición y lucha que culminará con la dispersión de la comunidad
(8,1) y el anuncio del mensaje evangélico a los pueblos gentiles.
ELEVACIÓN ESPIRITUAL PARA EL DÍA.
Cuando «vino con las puertas
cerradas y se plantó en medio de ellos, aterrados y llenos de miedo, creían ver
un fantasma» (cf. Jn 20,26; Lc 24,36s), pero él sopló sobre ellos y dijo:
“Recibid el Espíritu Santo” (Jn 20,22s). Después les envió desde el cielo al
mismo Espíritu, aunque como nuevo don. Estos dones fueron para ellos los
testimonios y los argumentos de prueba de la resurrección y de la vida. En
efecto, el Espíritu es la prueba que atestigua que «Cristo es la verdad» (1 Jn
5,6), la verdadera resurrección y la vida. Por eso los apóstoles, que habían
permanecido también dudosos al principio, tras haber visto su cuerpo redivivo,
«daban testimonio con gran energía de la resurrección de Jesús» (Hch 4,33),
después de haber gustado al Espíritu vivificador. De ahí que sea más provechoso
concebir a Jesús en nuestro propio corazón que verlo con los ojos del cuerpo u
oírle hablar; y de ahí también que la obra del Espíritu Santo sea mucho más
poderosa sobre los sentidos del hombre interior que la impresión de los objetos
corpóreos sobre los del hombre exterior.
Ahora bien, por eso mismo, hermanos míos (...), vuestro corazón se alegra
dentro de vosotros y dice: «He recibido este anuncio: ¡Jesús, mi Dios, está vivo!
Y, al recibir esta noticia, mi espíritu, ya sumido en la tristeza,
languideciendo por la tibieza o dispuesto a sucumbir al desánimo, se reanima».
REFLEXIÓN ESPIRITUAL PARA ESTE DÍA.
La paz no es una situación; ni
siquiera un estado de ánimo, ni tampoco es, ciertamente, sólo una situación
política; la Paz es alguien. La paz es un nombre de Dios. Es su «nombre, que se
acerca» (Is 30,27) y trae con él la bendición que funda la comunidad, que toca
personalmente y reconcilia. La paz es Alguien, el Traspasado, que aparece en
medio de nosotros y nos muestra sus manos y su costado diciendo: «La paz esté
con vosotros».
La paz es verle a él: « ¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20,28) y aceptar asimismo
la muerte como algo que no puede ser separado de su amor. «El es nuestra paz.
Paz para los que están cerca y para los que están lelos» (Ef. 2,17). En este
pasaje encontramos la identificación más fuerte de 1a paz con el nombre de
Jesús.
«El ha hecho de los dos pueblos uno solo» (Ef. 2,14). A partir de toda
dualidad, desorden y separación, a partir de toda división, ha hecho el «Uno»,
ha fundado el Uno y «ha anulado la enemistad en su propia carne» (Ef. 2,14).
Quien por medio de la oración busca la paz con todo su corazón, busca a aquel
que es la paz, en el único lugar en que se entregan la reconciliación, el
perdón de los pecados y la paz: el lugar del sacrificio, el Gólgota, el Mona
eterno.
EL ROSTRO DE LOS PERSONAJES, PASAJES Y NARRACIONES DE LA SAGRADA BIBLIA Y EL
MAGISTERIO DE LA SANTA IGLESIA: PERSECUCIÓN POR LA JUSTICIA.
Se abre esta pequeña perícopa
declarando dichosos a aquéllos que tienen que sufrir precisamente por la
justicia, por hacer el bien. No sabemos exactamente cuál era la situación en
que vivían los destinatarios inmediatos de la carta. Pero sí conocemos un
contexto general que, probablemente, puede ser el que se supone en las
afirmaciones de nuestro autor. La práctica de la religión cristiana fue
considerada, en algunas circunstancias, como un crimen. Ello significaba la
obligación impuesta a los ciudadanos no cristianos, que descubriesen a quien
práctica la religión cristiana, de denunciarlos y establecer los procesos
legales pertinentes contra ellos. Es norma general que quien practica y
defiende la justicia no debe sorprenderse al verse perseguido por la
injusticia.
Por otra parte, el cristiano no puede ser asimilado por sociedad en que vive
hasta el extremo de pasar totalmente desapercibido. Más aún, esto iría en contra
de su misma existencia cristiana. Obligada a dar testimonio de a fe a través de
una determinada conducta. Esto llega a complicar, a veces seriamente, la vida.
¿Cuál debe ser la actitud ante las complicaciones y persecuciones originadas
por la práctica de la fe?
La respuesta no era difícil porque había sido anticipada por Jesús en el
evangelio (Mt 5, 12). El premio prometido por Jesús a aquéllos que sufren por
la justicia debe un estímulo para permanecer en la práctica de la misma a pesar
de las dificultades que de ellos se deriven. Ante la persecución resulta fácil
que el hombre, por miedo a los hombres, se olvide o reniegue de Dios. Porque
piensa en quien le hace sufrir y en lo que le hace sufrir.
Ahí queda su pensamiento, sin remontarse a las causas y motivaciones últimas
del mismo. Nuestro autor quiere eliminar este peligro de sus lectores. Para
ello, después haber citado las palabras de Jesús, vuelve sus ojos al Antiguo
Testamento y encuentra otras de Isaías (Is 8, 2ss). Isaías anima a los israelitas
a no dejarse contagiar del pánico de sus jefes, que estaba motivado por el
miedo y la disponibilidad ante cualquier clase de compromiso.
El cristiano debe tratar santamente a Cristo, el Señor, en su corazón. Dando a
Cristo el lugar que le corresponde en el corazón humano, se tendrá la valentía
necesaria para resistir la oposición de los hombres. El miedo a los hombres es
el primer paso que lleva a la negación de Cristo. El caso, de Pedro era bien
conocido y elocuente (Mt 26, 73). Pero, por supuesto, no se trata de evitar las
cuestiones que los enemigos puedan plantear al cristiano sobre su fe. Quien
está profundamente convencido de algo, tiene que tener la suficiente valentía
para defenderlo ante quien sea. Por otra parte, defender la propia fe significa
el ejercicio de un apostolado o misión exigidos desde la entraña misma del ser
cristiano (Flp 1, 13-14). Significa abrir las puertas del Reino a quienes se
encuentran bien dispuestos. Es importante que las cuestiones planteadas a los
cristianos versasen sobre su esperanza. Los paganos se veían sorprendidos por
la alegría con que vivían. Una alegría que nace esencialmente de su esperanza.
Pero la defensa de la propia fe debe hacerse con dulzura y respeto, motivados
por el mandamiento del amor y la responsabilidad ante Dios. No deben
«rebajarse» al nivel de sus interlocutores recurriendo a la agresividad. La
buena conciencia que tienen debe hacerlos hablar con la libertad de los hijos
de Dios, con valentía y serenidad, con claridad y caridad. Esta forma de la
defensa de la fe puede preparar el terreno para que sus enemigos reconozcan el
error en que viven.
El autor termina diciendo que Dios quiere que el hombre se aparte del mal, no
del bien, aunque la práctica del bien origine el sufrimiento. La religión cristiana
rechaza el mal, no el sufrimiento. Sabe muy bien que, en este mundo de
injusticia, el sufrimiento es un fácil y casi inevitable acompañante de la
justicia. +
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