Cuando hablan del conocimiento de
sí mismo, los autores ascéticos lo asocian con la virtud de la humildad. El
gran doctor de esta virtud es, sin duda, san Agustín que, tras experimentar la
debilidad del hombre en la virtud, después tuvo que combatir la autosuficiencia
de los pelagianos.
San Agustín afirma que la humildad es una virtud típicamente cristiana y que
los paganos no la conocían. Clemente de Alejandría y Orígenes no piensan lo
mismo. Platón y otros sabios griegos señalan los peligros de la soberbia y los
aspectos ridículos de la vanagloria. Recomiendan la metriótes, el sentido de la
justa medida en todas las cosas.
El hombre sabio no es ni vanidoso ni pusilánime ni deprimido. Orígenes,
comentando el Magníficat, dice que lo que la Escritura llama tapeínosis es lo
que los sabios antiguos llamaban atypía, no hincharse. En la Biblia, tiene un
sentido positivo. Es una triste experiencia de la debilidad social. Humilde es
el humillado en una sociedad inhóspita. ¿De quién es la culpa? Primero hay que
buscarla en el propio individuo. El que es perezoso y negligente será siempre
pobre. No hay que extrañarse, pues, de que sea despreciado por los otros más
diligentes.
Más tarde, sobre todo en tiempo de los profetas, la situación cambia. Hay muchos
pobres que son inocentes. La culpa recae entonces sobre la injusticia de los
ricos. Esos pobres, aunque sean despreciados por los hombres, encontrarán un
protector inesperado: Dios mismo. Desde ese momento, serán afortunados a pesar
de su pobreza y sus debilidades.Estos humildes del Antiguo Testamento, pobres
de Yavé, son símbolo de la actitud cristiana fundamental que expresa la virtud
de la humildad.
No es la metriótes de los filósofos, la situación media entre una exagerada
grandeza y un insincero abatimiento. La humildad cristiana une dos extremos: la
debilidad del hombre y el poder de la gracia divina. Según el pensamiento de
san Agustín, la humildad cristiana se asemeja a un árbol que hunde sus raíces
en profundidad para crecer más alto. El cristiano humilde es el constructor de
su propia casa. Cuanta más alta vaya a ser, más habrá que ahondar los
cimientos.
Al ser una virtud que encierra una antinomia, es difícil expresar lo que es la
humildad con términos profanos. Hay en ella algo de divino, de misterioso, de
inexplicable, sobre todo en la humildad de los santos. Según Juan Clímaco, «con
la humildad sucede como con el sol: nunca sabremos definir claramente su virtud
y su sustancia…la juzgamos por sus diversos efectos y cualidades».
Los Padres son unánimes en hacer de Cristo el modelo de humildad. Por eso
llaman a esta virtud «imitadora de Cristo», quien, por una parte, es Hijo
unigénito del Padre que está en los cielos, heredero del universo, y, por otra,
se ha humillado hasta la muerte de cruz (Flp 2,8). Por eso, el cristiano debe
reconocer su grandeza de hijo adoptivo de Dios. «El hombre es una gran cosa»,
exclama san Basilio. Para Dios, dice Clemente de Alejandría, «es mucho más
querido el hombre, el viviente, que todas las demás cosas creadas por Él».
«¿Hay algún otro habitante de la tierra que haya sido hecho a imagen del
Creador?», se pregunta Basilio, y él mismo responde: «Tú has recibido un alma
inteligente… Todos los animales terrestres son esclavos tuyos… Por ti Dios está
en medio de los hombres y el Espíritu Santo derrama su liberalidad». Además el
hombre tiene una gran capacidad de hacer el bien por la gracia divina. Son
maravillosos también los dones naturales de conocer, trabajar, crear y
transformar la tierra. Quien desprecia estos dones deshonra al Dador, dice san
Juan Crisóstomo.
Pero, al mismo tiempo, hay que ver el otro aspecto de la antinomia. Se advierte
la debilidad humana sobre todo en tres aspectos. El soberbio se atribuye a sí
mismo sus grandes cualidades, olvidando al Dador. Es imagen de Dios pero se
transforma en ídolo. El vanidoso cae en otro defecto. Considera grandes las
cosas que, a los ojos de Dios y desde la perspectiva de la eternidad, no tienen
valor, como, por ejemplo, los éxitos mundanos y los encantos carnales.
Pero la prueba más segura de humildad es la de saber reconocer el propio
pecado. Condenar la propia maldad, reconocerse pecador, es el principio de la
sabiduría espiritual, repiten a menudo los Padres del desierto. Todos somos
capaces de parecer humildes, pero la humildad sincera depende del grado de la
propia perfección espiritual. Sólo los santos son capaces de considerarse los
mayores pecadores del mundo.
Por eso, el abad Isaías incita a no exagerar las confesiones demasiado humildes
y a ejercitarse en cosas sencillas: no juzgar al prójimo, no censurarlo, no
tratar de dominarlo, no contradecir a los superiores, dedicarse al trabajo. Ése
es el camino cristiano que conduce al conocimiento de sí mismo y a dar gloria a
Dios por la grandeza de los dones que nos concede.
Extraído de “El
camino del Espíritu” de Tomas Spidlik
hesiquia.wordpress.com