San Esteban es «el primero de los mártires». De ahí que su testimonio haya conservado siempre un valor de excepción dentro de la Iglesia. Si Esteban fue elegido como jefe de fila de los "siete hombres de buena familia, llenos de Espíritu de sabiduría" que debían descargar a los Apóstoles del servicio de la administración (Hch. 6, 2-3), no tardó en ocupar un puesto entre los que anunciaban la Buena Nueva. El Espíritu era el que lo impulsaba a hablar y transfiguraba su rostro ante sus adversarios. El mismo Espíritu será el que le lleve a descubrir de qué modo debe morir un discípulo de Jesús. Como testigo de Cristo resucitado, a quien contempla en su gloria, Esteban no tiene otro anhelo que revivir fielmente en su carne la pasión del Señor. Mas, en tanto que Jesús en la cruz se dirigía al Padre, es a ese mismo Jesús, el Hijo de Dios, a quien Esteban invoca. Jesús había dicho: «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen»; Esteban repite: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado». Jesús clamaba: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu»; Esteban suplica: «Señor Jesús, recibe mi espíritu». Con Esteban da comienzo la «imitación de Jesucristo». El Espíritu le había hecho comprender que la muerte puede hablar con más fuerza que la vida y que, al sucumbir uno por fidelidad hacia el Señor, se convierte en «palabra de Dios» (Ignacio de Antioquía).
Otros Santos: Marino, mártir; Dionisio, Zósimo, papas; Arquelao, Jaralath, Zenón, obispos; Teodoro, confesor.
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