LITURGIA DE LA PALABRA.
Am 7, 10-17: Ve y profetiza a mi pueblo
Salmo 18: Los mandamientos del Señor son verdaderos y enteramente justos.
Mt 9, 1-8: Tus pecados te son perdonados
Jesús en cuanto hijo del hombre, también tiene autoridad para perdonar pecados, en este milagro lo que lo mueve a curar es la fe en su autoridad que tienen quienes traen al paralítico. El perdón es unos de los temas más frecuentes de la predicación de los discípulos. Jesús ha comunicado el poder de perdonar a sus discípulos, y a través de ellos la iglesia tiene la misión de hacerla presente en cada comunidad, entre las personas, ejerciendo el ministerio que se les ha confiado. Cuando los apóstoles o sus sucesores perdonan en nombre de Cristo, es todo el pueblo de Dios que se encuentra comprometido en el ministerio de la cruz y en el acto divino-humano de perdón que allí tomó cuerpo.
La Iglesia entera, por el ministerio apostólico, está constituida en acto de misericordia a favor de todos los fieles. En ese sentido se puede decir que el cristiano es ministro del perdón. Pero si es verdad que todos los miembros del cuerpo de Cristo participan, en su lugar en la obra eclesial de misericordia, todos sin ninguna excepción tienen también que someterse al poder eclesial del perdón, todos somos pecadores y debemos apelar al perdón de Dios. El bautismo ha marcado ya en cada uno de nosotros el signo inviolable del perdón divino, pero el bautizado aun pecador ha recibido el don de Dios para someterse a la misericordia divina.
REFLEXIÓN DE LA PRIMERA LECTURA: AMÓS 7,10-17. VE Y PROFETIZA A MI PUEBLO.
La persuasión de tener a Dios de su parte comporta inmediatamente, en el caso
de Israel, una gran dificultad para tomar en serio las palabras del profeta. El
choque entre el sacerdote Amasías y el profeta Amós, que alcanza con gran
probabilidad a la dura experiencia histórica de Amós, documenta también, no
obstante, la reducción de la función profética de Amós en el «dossier» que
Amasías presenta a Jeroboán: el profeta aparece en él sólo como alguien que
«atenta» contra la casa real y la instalación del pueblo en su propia tierra.
No dedica ni siquiera una palabra al verdadero fundamento de las amenazas, o
sea: a la denuncia del pecado y a la exigencia de la conversión.
Frente a esta acción de deslegitimación y de intento de proscripción, responde
Amós con el testimonio de una identidad transformada y querida por Dios. De
boyero y cultivador de higueras, quiso Dios convertirlo en profeta, es decir,
que pusiera voz a su Palabra. Por eso lo tomó y le «hizo dejar el rebaño» para
que profetizara, del mismo modo que había hecho con David, «de detrás de las
ovejas» (2 Sm 7,8).
La identidad del profeta deriva, por tanto, del señorío absoluto de Dios, de su
poder, que ha transformado su vida e impuesto una tarea. Lo que el sacerdote
había referido al rey como cargos contra el profeta lo repite éste como
«castigo de Dios» y afirmación del señorío de Dios.
-Amacías, sacerdote de Betel, mandó decir a Jeroboam: «Amós conspira contra
ti... el país no puede tolerar más sus discursos.» Y Amacías dijo a Amós: «Vete
de aquí con tus visiones, huye a la tierra de Judá; allá podrás ganarte la vida
y profetizar, pero en Betel no sigas profetizando porque éste es el dominio
real y el santuario del rey.»
No es sólo hoy que se expulsa a los profetas, a los oponentes políticos o
religiosos, los Soljetisne, los Martín Luter King...
No es de hoy que se quiere acallar las voces que estorban.
Jesús también es una de esas voces que se ha procurado acallar, con la muerte.
No es de hoy que la gente situada -Amacías era sacerdote oficial- tratan de
conservar a cualquier precio, sus privilegios.
-Amós respondió: «Yo no era profeta ni hijo de profeta; era un simple pastor y
picador de sicómoros. Pero el Señor me escogió...»
Había, en aquel tiempo, profetas de oficio, profetas hijos de profetas que
ganaban su vida atendiendo las consultas de la gente, ávida de conocer el
porvenir. Amós es alguien muy distinto. Él no se dio su vocación: "¡Dios
me escogió" Soy un hombre libre. El dinero no cuenta para mí.
¿No me siento tentado alguna vez de edulcorar la Palabra de Dios para evitarme
disgustos? ¿Me dejo yo «prender» por Dios? ¿Me atrevo a decir ciertas palabras
aun corriendo el riesgo de perder ciertas ventajas? ¿Me avengo a ciertos
abandonos, a ciertos compromisos para que me dejen en paz?
Concédenos, Señor, la valentía de mantener nuestras opiniones, nuestras
convicciones.
-El Señor me dijo: «Ve y profetiza a mi pueblo Israel.»
Ser apóstol no procede de un prurito de actuar, ni de un deseo de tener una
influencia.
Es la respuesta a una llamada apremiante de Dios.
A pesar de la apariencia, Amós no tiene nada de anarquista; aunque se le acusa
de querer cambiar el orden establecido... no es un revolucionario animado,
sólo, por una ideología humana... es un enviado de Dios: "es el Señor
quien me ha llamado".
Aprovecho esta ocasión para revisar delante de Dios las motivaciones profundas
de mis compromisos. ¿Cuál es la finalidad de mi actuación? ¿Por qué causa
milito?
-Pues bien, así dice el Señor: «Tu mujer se prostituirá en la ciudad, tus hijos
y tus hijas caerán por la espada; tus tierras serán repartidas a cordel; tú
mismo morirás sobre un suelo impuro, e Israel será deportado lejos de su país.»
La Palabra de Dios no está encadenada, decía san Pablo (2 Timoteo 2, 9).
A pesar de las amenazas, Amós era ya capaz de decir a los poderosos de este
mundo las palabras más difíciles de decir.
Te ruego, Señor, por todos los que tienen la responsabilidad de "decir la
verdad", en la Iglesia como en el mundo. Ayuda, Señor, a los que tienen la
responsabilidad de informar a la opinión pública para que, alguna vez, tengan
la valentía de disipar las ilusiones y de hablar contra corriente de las
facilidades...
"Que vuestra palabra sea sí, si es sí; no, si es no", decía Jesús.
REFLEXIÓN DEL SALMO 18. LOS MANDAMIENTOS DEL SEÑOR SON VERDADEROS Y
ENTERAMENTE JUSTOS.
El salmo 18 mezcla dos tipos de
salmo, lo que ha llevado a mucha gente a dividirlo en dos. De hecho, del
versículo 2 al 7 tenemos un himno de alabanza, sin ningún tipo de introducción.
Aquí, el cielo y el firmamento, el día y la noche cantan —en silencio— las
alabanzas de quien los creó. Se trata, por tanto, de un himno de alabanza al
Dios creador. Pero la segunda parte (8-15) es de estilo sapiencial y presenta
una reflexión sobre la ley del Señor.
Lo que hemos dicho hasta ahora puede ayudarnos a ver cómo está organizado el
salmo 19. Tiene dos partes, con estilos diferentes: 2-7 y 8-15. En la primera
(2-7) tenemos una solemne alabanza al Creador del universo: el cielo, el
firmamento, el día, la noche y, sobre todo, el sol, proclaman, sin palabras, la
gloria de quien los creó. La alabanza silenciosa es lo más importante, pues
viene a demostrar que las palabras no son capaces de expresar todo lo que se
siente. El sol es comparado con el esposo que sale de la alcoba y con un atleta
que recorre el camino que se le ha señalado.
En la segunda parte (8-15) encontramos un poema sapiencial cuyo tema central es
la ley del Señor, a la que se designa también como «testimonio» (8b),
«preceptos» 9a), «mandamiento» (9b), «temor» (10a) y «decretos» (10b) son seis
términos que se emplean para indicar básicamente la misma realidad. Al lado de
cada una de estas palabras se repite el nombre propio de Dios: «el Señor» —Yavé
en el original hebreo— (en esta segunda parte, este nombre aparece siete veces)
y también un adj etivo: «perfecta», «veraz», «rectos», «transparente», «puro»,
«verdaderos». Después de cada una de estas afirmaciones se presenta a la
persona o realidad que se beneficia de los efectos de la ley: el alma descansa
(8a), el ignorante es instruido (8b), el corazón se alegra (9a), los ojos
reciben luz (9b). Todo esto se resume en dos comparaciones: la ley es más
preciosa que el oro más puro (es decir, más que lo más valioso que existe) y
más dulce que la miel (la miel es lo más dulce que hay). Con otras palabras,
este poema afirma que la ley es lo más valioso y lo más dulce que existe (11).
Esta segunda parte puede, a su vez, dividirse en otras dos. Después de
presentar el elogio de la ley perfecta, lo más precioso y lo más dulce que hay,
el salmista se contempla a sí mismo viéndose imperfecto, impuro, arrogante y
pecador (12-14), y concluye expresando un deseo: que las palabras de este
salmo, en forma de meditación, le agraden al Señor, su roca, su redentor (15).
La primera parte de este salmo (2-7) presenta una tensión. De hecho, casi todos
los pueblos vecinos de Israel consideraban al sol y a los astros como dioses.
Para el salmista, el cielo y el firmamento son como una especie de gran tejido
en el que Dios ha dejado impresos algunos signos de su amor creador. En
silencio, las criaturas hablan de la grandeza de su Creador. Cada día le
entrega al siguiente una consigna; lo mismo que cada noche a la posterior: han
de ser anunciadores silenciosos del amor del Creador. Aun sin usar palabras, su
mensaje silencioso llegará hasta los límites del orbe. Todos los días y todas
las noches proclaman siempre la misma noticia.
El sol no es Dios, sino una criatura de Dios. En aquel tiempo, se creía que el
astro rey giraba alrededor de la tierra. Por eso se suponía que, por la mañana,
salía de la tienda invisible que Dios había levantado para él en Oriente como
el esposo de la alcoba, para recorrer su órbita como un héroe o un atleta,
hasta entrar de nuevo en su tienda en Occidente. Como el esposo, porque es
sinónimo de fecundidad; como un héroe, porque nada ni nadie escapa a su calor;
como un atleta, porque nadie lo puede detener.
La segunda parte (8-15) también esconde una tensión con las «naciones». De
hecho, para Israel, el gran don insuperable que Dios le ha comunicado a Israel
se llama «ley». Por medio de ella dejó perfectamente claro en qué consistía su
proyecto y cuáles eran las condiciones para que Israel fuera su socio y aliado.
¿Qué es lo que tiene Israel que ofrecerles a las naciones? Una ley perfecta y
justa, fruto de la alianza con un Dios cercano: «En efecto, ¿qué nación hay tan
grande que tenga dioses tan cercanos a ella como lo está de nosotros el Señor,
nuestro Dios, siempre que lo invocamos? ¿Qué nación hay tan grande que tenga
leyes y mandamientos tan justos corno esta ley que yo os propongo hoy?» (Dt
4,7-8).
Después de hablar de la perfección de la ley, el salmista piensa en la propia
fragilidad (12-15). La ley es útil para la instrucción y el provecho del fiel.
Pero él se siente pequeño. La ley es perfecta, él es imperfecto. La ley es pura
como el oro fino, pero él tiene que ser purificado de las faltas que haya
podido cometer sin darse cuenta. El problema principal consiste en la
posibilidad del orgullo o la arrogancia que, dominando a la persona, vuelven
responsable al individuo de las transgresiones más serias, del «gran pecado».
En este salmo hay dos imágenes muy intensas: la del Dios de la Alianza (8-15),
que hace entrega de la ley a su pueblo, y la del Dios Creador, reconocido como
tal por sus criaturas en todo el orbe (2-7).
El Nuevo Testamento vio en Jesús el cumplimiento perfecto de la nueva Alianza;
Jesús es aquel que permite ver de manera perfecta al Padre (Jn 1,18; 14,9).
Jesús alaba al Padre por haber revelado sus designios a los sencillos (Mt
11,25) e invitó a aprender, de los lirios del campo y de las aves del cielo, la
lección del amor que el Padre nos tiene (6,25-30).
La primera parte de este salmo nos ayuda a rezar a partir de la creación, a
contemplar en silencio el mensaje que nos viene de las criaturas. Es un salmo
ecológico o cósmico. La segunda parte nos hace entrar en comunión con el
proyecto de Dios presente en la Biblia, con el mandamiento del amor. Nos hace
también pensar en nuestra propia fragilidad. Es un salmo que puede y debe ser
rezado cuando queremos librarnos de la arrogancia y del orgullo...
REFLEXIÓN PRIMERA DEL SANTO EVANGELIO: MATEO 9,1-8. ¿HAS VENIDO A ATORMENTAR A LOS DEMONIOS ANTES DE TIEMPO?
La admiración de la muchedumbre, que da gloria a Dios por haber «dado tal poder
a los hombres», cierra de manera significativa este episodio de la curación del
paralítico. En él, la acción de Jesús tiene que vérselas de modo radical con el
pecado y con la curación del hombre, y en esta dimensión se encuentra la
Iglesia a sí misma.
Ahora bien, la tensión entre la autoridad de Jesús y la reacción de los hombres
sigue siendo muy aguda: como a lo largo de todo el evangelio, la incomprensión
y el rechazo se vuelven tanto más profundos y obtusos cuanto mayor se presenta
la divergencia entre Jesús y los hombres investidos de «autoridad».
La acusación de blasfemia, que empieza a filtrarse explícitamente en las
reacciones de los maestros de la Ley, anticipa el juicio inapelable que llevará
a Jesús a la cruz. La reconciliación y el perdón, en el choque entre el poder
del pecado y la vida recuperada en su plenitud, son, al mismo tiempo, gloria de
Dios y piedra de tropiezo para el hombre.
La palabra del juicio y la palabra de reconciliación y de perdón suenan hoy de
una manera sorprendentemente disonante. Con todo, existe una incontestable
continuidad entre la terrible profecía de Amós sobre Jeroboán y lo que dice
Jesús al paralítico. En la lectura del libro de Amós se intercambian duras
palabras el sacerdote, el rey y el profeta. Ahora bien, detrás de esas palabras
se vislumbra el duro camino por el que se puede filtrar la Palabra de Dios. La
reconciliación de Dios con su pueblo está asegurada por una Palabra que, como
una espada de doble filo, divide y purifica. En Jesús, sacerdote, profeta y
rey, se lleva a cabo la reconciliación de Israel, una reconciliación que se
extiende a todos los hombres. El perdón del pecado, realizado de una manera
plástica por el levantamiento del paralítico, expresa el poder del Hijo del
hombre en la tierra, que inaugura una nueva criatura, un nuevo pueblo, unos
cielos nuevos y una nueva tierra.
REFLEXIÓN SEGUNDA DEL SANTO EVANGELIO: MATEO 9,1-8. CURACIÓN DE UN PARALÍTICO.
La doble curación. Jesús cruza el lago Tiberiades desde la tierra de los
paganos a “su” ciudad, Cafarnaúm. Al llegar, familiares o amigos le presentan
en una camilla a un paralítico. Jesús, al ver su fe viva, le dice al
paralítico: “Animo, hijo, tus pecados están perdonados. Ponte en pie”. Y así lo
hizo.
Estamos ante una catequesis eclesial sobre el perdón de los pecados; es, pues,
un mensaje también para nosotros. Después de la tempestad calmada y la curación
de los endemoniados, hoy Jesús muestra su poder sobre el mal más profundo: el
pecado.
El perdón es uno de los temas más frecuentes en la predicación de los
apóstoles. Pero los judíos lo consideraban una prerrogativa divina, que no
debía ejercerse hasta los “últimos tiempos”, los de la victoria sobre el mal y
de la nueva Alianza. En respuesta a esta esperanza, Cristo manifiesta su poder
de perdonar curando al paralítico y proclamándose, por tanto, Hijo del hombre. Esta
expresión hace referencia al poder de perdonar como prerrogativa mesiánica
conferida por Dios al Hijo del hombre anunciado para juzgar a los pueblos.
“Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder para perdonar pecados”. La
curación del paralítico justifica la pretensión de Jesús en este sentido. Al
perdonarle los pecados, lo está curando también de su enfermedad, porque ésta,
según la mentalidad judía, era consecuencia del pecado personal o de sus
padres. Por si no bastase el argumento de la curación para hacer patente su
poder de perdonar, se añade la intuición sobrehumana de Jesús, que adivina los
pensamientos de sus enemigos, lo cual revela su dignidad única y justifica su
poder, único, de perdonar los pecados.
Cambio y sanación interior. Cuando Jesús interviene para hacer patente su poder
de perdonar los pecados, el enfermo pasa entonces a un segundo plano, como si
en aquel instante no interesase la persona que ha protagonizado la escena.
“Para que sepáis que el Hijo del hombre tiene poder de perdonar pecados...”. Lo
que Jesús quiere resaltar es que la salud eterna, el perdón de los pecados, es
más importante que la salud corporal. El paralítico es símbolo del pecador; en
él se hace visible el estado deplorable en que nos deja el pecado: nos inhabilita,
nos convierte en carga para los demás, que tienen que “portarnos”,
“soportarnos”.
¡Qué pesado es el egoísta, qué molesto es el engreído, qué cargante la persona
autoritaria o airada! Nos llenan de asombro las curaciones físicas, pero más
asombrosas y decisivas para la calidad de vida de la persona son las curaciones
psíquicas o espirituales. Para los primeros cristianos el perdón de los pecados
en el bautismo era un re-nacimiento, una re-creación, una resurrección. Así lo
viven todos los convertidos: “Soy otra persona”, dicen.
El perdón que da Dios no es simplemente olvido de las ofensas; es recreación,
rehabilitación, cambio interior. Mateo presenta la curación del paralítico como
una resurrección. Repite varias veces el término “anástasis”, el que se emplea
para hablar de la resurrección; se traduce “levantarse”, pero un “levantarse”
de la muerte. El lugar de la celebración del perdón, en que culmina el proceso
de conversión, es la casa de Pedro, en la que Jesús cura a paralíticos, ciegos,
leprosos, reumáticos y resucita muertos.
El poder de perdonar los pecados. Mateo señala también que fue la fe del
paralítico y la de sus camilleros, su comunidad, la que puso en acto su fuerza
sanadora del alma y del cuerpo. Era tan grande y llena de confianza que venció
todos los obstáculos, que Marcos acentúa más con una serie de detalles, como
desmontar el tejado para bajar al paralítico. Mateo, además, señala: “La gente
alababa a Dios, que da a los hombres tal potestad”, la de perdonar pecados; el
evangelista hace referencia al poder de perdonar que Jesús confirió a su
Iglesia: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les
quedan perdonados” (Jn 20,22-23). Dios sigue reconciliándonos consigo por medio
de Cristo y a través de la Iglesia (2 Co 5,18).
Cuando los apóstoles o sus sucesores perdonan en nombre de Cristo, todo el
pueblo de Dios está constituido en acto de misericordia a favor de nosotros,
pecadores. En este sentido, hay que decir que todo cristiano es ministro del
perdón (Mt 18,15-18; St 5,16); el ministro del sacramento encarna a la
comunidad. Ésta tiene mucho que ver en la reconciliación: A la comunidad se
hiere cuando se peca, y por eso hay que pedirle perdón; somos comunidad
pecadora que ha de pedir perdón solidariamente; y en comunidad, como en el
ámbito obvio, hemos de celebrar el perdón del Señor. Por eso la Iglesia
recomienda celebrarlo comunitariamente al menos en los tiempos litúrgicos
fuertes. Pero ello supone tener una conciencia viva y una contrición intensa.
Es sorprendente que haya piadosos que digan convencidos: “Yo no tengo ningún
pecado”. Es curioso: los santos se sienten pecadores y los pecadores se sienten
santos... Es precisamente en ese saberse pecadores y en ese saberse amados por
encima de todo cuando se vive la experiencia indescriptible de la ternura de
Dios. Es tal la revolución que provoca el perdón, que los bienaventurados lo
celebran en su gloria, “hacen fiesta” (Lc 15,7).
REFLEXIÓN TERCERA
DEL SANTO EVANGELIO: MATEO 9,1-8. EL TERCER PRODIGIO REALIZADO POR
JESÚS.
Mateo presenta el tercer prodigio
de poder realizado por Jesús —la curación de un paralítico— con un relato
extremadamente conciso. La comparación con las narraciones de Marcos y Lucas
muestra que se omiten una gran cantidad de detalles coloristas, como, por
ejemplo, los cuatro porteadores que descuelgan al paralítico desde el techo
para eludir a la muchedumbre reunida ante la puerta. Este atenerse a lo
esencial permite al evangelista concentrar toda la atención del lector en Jesús
y en su palabra. Tras haber mostrado su autoridad en la enseñanza (cf. sermón
de la montaña), Jesús manifiesta ahora su poder (exusía) a través de la fuerza
de su palabra, revelando que ella es capaz de perdonar los pecados. Después de
haber mostrado su señorío sobre los elementos naturales y sobre el demonio, se
enfrenta ahora con el pecado que anida en el corazón del hombre y es la raíz de
todo mal, incluso de la enfermedad física. Jesús no se ocupa ahora de este
problema —lo hará en otro momento (cf. Jn 9,1-3) —, sino que se presenta como
salvador del hombre en sentido global, porque no ha venido a condenar, sino a
manifestar la misericordia del Padre perdonando.
Algunos de los presentes —los maestros de la ley— se indignan. Vuelve como
murmuración la pregunta que ya había aparecido otras veces: « ¿Qué clase de
hombre es éste, que hasta los vientos y el lago le obedecen?» y, detrás de la
pregunta, se formula también el juicio: es un blasfemo, porque se arroga un
poder que corresponde únicamente a Dios. Sin embargo, Jesús, que conoce los
pensamientos de los corazones, convalida su palabra realizando la curación
exterior como contraprueba de la interior. El paralítico fue curado, tomó su
camilla y se fue a su casa. Pero el relato prosigue con una nota muy
importante: la muchedumbre, testigo de lo acaecido, da gloria a Dios, que «ha
dado tal poder a los hombres», donde se pone de relieve el plural en lugar del
singular, que parecería más obvio. Se trata de la sensibilidad eclesial de
Mateo, que subraya el poder del perdón transmitido por Cristo a su Iglesia.
“No habiendo podido los hombres —afirma Pascal— remediar la muerte, la miseria,
la ignorancia, han decidido, para ser felices, no pensar en ello”
(Pensamientos, 168). ¡Qué gran verdad es esto también en nuestros días! Como
hijos de una cultura que hace del cuerpo y de la eficiencia su ídolo, nos
quedamos desorientados cuando vemos amenazada nuestra salud física. Cuando se
insinúa lentamente la enfermedad o cuando llega de manera fulminante y fatal a
nuestras vidas, carecemos de un recurso espiritual del que alcanzar gracia y
fuerza para hacer frente a la nueva situación en la que se encuentra nuestra
vida.
El fragmento del evangelio que estamos examinando nos presenta a Jesús frente a
una persona profundamente marcada por la enfermedad, hasta el punto de no ser
ya autosuficiente. Su intervención desconcierta: parece dar una respuesta
equivocada al problema que se le plantea. Tiene ante él a un paralítico, y él
habla de perdón de los pecados. Lo que se manifiesta de inmediato a su mirada
divina no es tanto el hándicap físico, como las heridas interiores. Si no cura
en primer lugar el cuerpo es porque, al ver más en el fondo, sabe que debe
sanar antes el corazón —el lugar donde el pecado ha roto la armonía de la
persona—; de otro modo, la misma curación física sería inútil.
Así pues, todos nosotros —aun cuando estemos físicamente sanos— estamos
enfermos, puesto que, entumecidos en la parálisis del egoísmo y del orgullo,
nos encontramos atados e impedidos interiormente para ocuparnos de otra cosa
que no sea nosotros mismos, nuestra felicidad y nuestros intereses. Por
nosotros mismos no tenemos con frecuencia ni siquiera la fuerza necesaria para
presentarnos a Jesús para ser sanados o —y esta enfermedad todavía es más grave—
ni siquiera nos damos cuenta de que estamos enfermos, necesitados de cura. Sin
embargo, a ningún hombre se le deja solo, a merced de sí mismo. La comunidad de
los enfermos —la Iglesia— se hace cargo de todos en la oración, con el anuncio
de la Palabra, con la gracia de los sacramentos y con los gestos de la caridad
diligente. A través de estos caminos se nos pone ante Jesús. Aquí entra en
juego nuestra libertad: sólo si le permitimos penetrar en el centro de nuestro
ser y nos reconocemos pecadores ante él, podremos ser renovados. El problema,
pues, no es, de entrada, tener o no tener salud física, sino tener el corazón
libre para amar. Entonces, la vida no se apaga ni con el sufrimiento ni con la
decadencia física, sino que la acogemos cada día como don de Dios, para
entregársela de nuevo a él. No se ha dicho que nuestro verdadero bien pase sin
más por la recuperación de la salud física. Lo más importante es saber acoger,
con abandono confiado, el camino que el Padre ha trazado para nosotros, aun
cuando pase por los apuros de la enfermedad, del sufrimiento y, por último, de
la muerte. Para el que cree, ésta es la puerta que introduce en el Reino de la
vida.
REFLEXIÓN CUARTA DEL SANTO EVANGELIO: MATEO 9,1-8. SIGNO-SENSIBLE:
-Jesús subió a una barca, cruzó a
la otra orilla y llegó a Cafarnaúm, su ciudad.
Después de su viaje a territorio pagano vuelve a su país.
-Le presentaron un paralítico echado en un catre. Viendo la fe que tenían,
Jesús dijo al paralítico: "¡Animo, hijo! Se te perdonan tus pecados".
Mientras Marcos (2, 4) y Lucas (5, 19) insertan aquí los detalles de la camilla
bajada desde el techo después de levantar algunas tejas... Mateo, más sobrio,
va directamente a lo esencial, el perdón de los pecados.
Es la primera vez que Mateo menciona este tipo de poder.
Hasta aquí hemos visto a Jesús curando enfermos, dominando los elementos
materiales, venciendo los demonios; y he aquí que ¡también perdona los pecados!
No debo pasar rápidamente sobre estas palabras ni sobre la actitud de Jesús que
ellas expresan. ¿Qué pensaste entonces, Señor, cuando por primera vez dijiste
"se te perdonan tus pecados"'?
-Entonces algunos escribas o letrados dijeron interiormente: "Este
blasfema".
Es Verdad que ese poder está reservado a Dios. Pues el pecado atañe a Dios ante
todo.
Al hombre moderno, en general, le cuesta entrar en esta concepción. Vemos, más
o menos, que el mal nos atañe, que somos nosotros los dañados por él.
Constatamos que, a veces, son los demás los dañados, que les hace mal. Pero es
importante captar que también Dios es vulnerable, en cierta manera.
Es una cuestión de amor.
Porque nos ama. Dios se deja "herir" por nuestros pecados. Señor, haz
que comprendamos esto mejor. Para que comprendamos mejor también el perdón que
nos concedes.
-Para que veáis que el Hijo del hombre tiene autoridad en la tierra para
perdonar pecados, dijo entonces al paralítico:
Ponte en pie, carga con tu catre y vete a tu casa.
Los escribas pensaban que la enfermedad estaba ligada a un pecado. Jesús
denunció esa manera de ver (Jn 9, 1-41) "ni él ni sus parientes no pecaron
para que se encuentre en este estado". Pero Jesús usa aquí la visibilidad
de la curación corporal, perfectamente controlable, para probar esa otra
curación espiritual, la del alma en estado de pecado.
Los sacramentos son signos visibles que manifiestan la gracia invisible. En el
sacramento de la Penitencia, el encuentro con el ministro, el diálogo de la
confesión y la fórmula de absolución, son los "signos", del perdón.
Hoy, uno se encuentra, a menudo con gentes que quisieran reducir esta parte
exterior de los sacramentos -"¡confesarse directamente a Dios!"- De
hecho, el hombre necesita signos sensibles. Y el hecho que Dios se haya
encarnado es el gran Sacramento: hay que descubrir de nuevo el aspecto muy humano
del sacramento.
Jesús pronunció fórmulas de absolución -"tus pecados son
perdonados"-, hizo gestos exteriores de curación -"levántate y vete a
tu casa"-.
De otro modo, ¿cómo hubiera podido saber el paralítico, que estaba realmente
perdonado?
-Al ver esto el gentío quedó sobrecogido y alababa a Dios, que da a los hombres
tal autoridad.
El final de la frase de Mateo es ciertamente intencionada.
Amplía voluntariamente la perspectiva: no se trata solamente del
"poder" que Jesús acaba de ejercer... sino también del que ha
confiado a "unos hombres", en plural.
Mateo vivía en comunidades eclesiales donde ese poder de perdonar era ejercido,
de hecho, por pobres pecadores, a quienes se les había conferido ese poder,
pero al fin y al cabo, hombres ¡como los que iban a pedir el perdón! La Iglesia
es la prolongación real de la Encarnación: como Jesús es el gran Sacramento -el
Signo visible-de-Dios... así la Iglesia es el gran Sacramento visible de
Cristo. La Iglesia es la misericordia de Dios para los hombres.
ELEVACIÓN ESPIRITUAL PARA ESTE DÍA.
Alma mía, bendice al Señor. Dile,
dile al alma tuya: aún estás en esta vida, aún llevas sobre ti una carne frágil
y un cuerpo corruptible que la trae hacia el suelo; aún, pese a la integridad
de la remisión, recibiste la medicina de la oración; aún dices, ¿no es verdad?,
en tanto curan bien tus debilidades: Perdónanos nuestras deudas. Dile, pues, a
tu alma, valle humilde, no collado erguido; dile a tu alma: Bendice, alma mía,
al Señor y no quieras olvidar ninguno de sus favores. ¿Qué favores? Dilos,
enuméralos y agradécelos. El perdona todos tus pecados. Esto aconteció en el
bautismo. Y ¿ahora? El sana todas tus enfermedades. Esto ahora lo reconozco.
REFLEXIÓN ESPIRITUAL PARA EL DÍA.
El tiempo de Dios no es el nuestro.
Tú no puedes contarle a Dios los años y los días; Dios es fiel. Puedo escrutar
los signos de este día como los centinelas apostados durante la noche acechan
los signos de la aurora. Esta gracia tiene un precio muy elevado, no es una
gracia barata. Requiere vaciamientos y abandonos, requiere la renuncia a sí
mismo, requiere que respondamos de modo franco a la presunta que ha emergido en
la cultura más reciente: « ¿No seré tal vez, por el hecho de ser, un asesino?»,
O sea, si me aíslo en mi yo, convirtiendo mi propio ser en el bien absoluto y
en el centro de todas las cosas, ¿no suscito así el resentimiento del otro, que
se planta ante mí como enemigo? Pensad en lo que dice fray Cristóbal a Lorenzo
frente al jergón de Don Rodrigo, que está muriendo en la leprosería: «Tal vez
la salvación de este hombre y la tuya dependan ahora de ti, de un sentimiento
tuyo de perdón, de compasión... de amor». ¿Comprendéis? Amar al que le había
arruinado la vida.
EL ROSTRO DE LOS PERSONAJES, PASAJES Y NARRACIONES DE LA SAGRADA BIBLIA Y EL MAGISTERIO DE LA SANTA IGLESIA: AMÓS
Amacías, sacerdote de Betel, mandó decir a Jeroboam: «Amós conspira contra
ti... el país no puede tolerar más sus discursos.» Y Amacías dijo a Amós: «Vete
de aquí con tus visiones, huye a la tierra de Judá; allá podrás ganarte la vida
y profetizar, pero en Betel no sigas profetizando porque éste es el dominio
real y el santuario del rey.»
No es sólo hoy que se expulsa a los profetas, a los oponentes políticos o
religiosos, los Soljetisne, los Martin Luter King... No es de hoy que se quiere
acallar las voces que estorban. Jesús también es una de esas voces que se ha
procurado acallar, con la muerte. No es de hoy que la gente situada —Amacías era
sacerdote oficial— tratan de conservar a cualquier precio, sus privilegios.
Amós respondió: «Yo no era profeta ni hijo de profeta; era un simple pastor y
picador de sicomoros. Pero el Señor me escogió...» Había, en aquel tiempo,
profetas de oficio, profetas hijos de profetas que ganaban su vida atendiendo
las consultas de la gente, ávida de conocer el porvenir. Amós es alguien muy
distinto. El no se dio su vocación: « ¡Dios me escogió!» Soy un hombre libre.
El dinero no cuenta para mí.
¿No me siento tentado alguna vez de endulzar la Palabra de Dios para evitarme
disgustos? ¿Me dejo yo «prender» por Dios? ¿Me atrevo a decir ciertas palabras
aun corriendo el riesgo de perder ciertas ventajas? ¿Me avengo a ciertos
abandonos, a ciertos compromisos para que me dejen en paz? Concédenos, Señor,
la valentía de mantener nuestras opiniones, nuestras convicciones.
El Señor me dijo: «Ve y profetiza a mi pueblo Israel.» Ser apóstol no procede
de un prurito de actuar, ni de un deseo de tener una influencia. Es la respuesta
a una llamada apremiante de Dios.
A pesar de la apariencia, Amós no tiene nada de anarquista; aunque se le acusa
de querer cambiar el orden establecido... no es un revolucionario animado,
sólo, por una ideología humana... es un enviado de Dios: «es el Señor quien me
ha llamado.»
Aprovecho esta ocasión para revisar delante de Dios las motivaciones profundas
de mis compromisos. ¿Cuál es la finalidad de mi actuación? ¿Por qué causa
milito?
Pues bien, así dice el Señor: «Tu mujer se prostituirá en la ciudad, tus hijos
y tus hijas caerán por la espada; tus tierras serán repartidas a cordel; tú
mismo morirás sobre un suelo impuro, e Israel será deportado lejos de su país.»
La Palabra de Dios no está encadenada, decía san Pablo. (II Timoteo 2, 9)
A pesar de las amenazas, Amós era ya capaz de decir a los poderosos de este
mundo las palabras más difíciles de decir. Te ruego, Señor, por todos los que
tienen la responsabilidad de «decir la verdad», en la Iglesia como en el mundo.
Ayuda, Señor, a los que tienen la responsabilidad de informar a la opinión
pública para que, alguna vez, tengan la valentía de disipar las ilusiones y de
hablar contra corriente de las facilidades...
«Que vuestra palabra sea sí, si es sí; no, si es no», decía Jesús. +
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