En aquel
tiempo, volvió a hablar Jesús en parábolas a los sumos sacerdotes y a los
senadores del pueblo, diciendo: - El Reino de los Cielos se parece a un rey que
celebraba la boda de su hijo. Mandó criados para que avisaran a los convidados,
pero no quisieron ir. Volvió a mandar criados encargándoles que les dijeran:
tengo preparado el banquete, he matado terneros y reses cebadas y todo está a
punto. Venid a la boda.
Los convidados no
hicieron caso; uno se marchó a sus tierras, otro a sus negocios, los demás les
echaron mano a los criados y los maltrataron hasta matarlos. El rey montó en
cólera, envió sus tropas, que acabaron con aquellos asesinos y prendieron fuego
a la ciudad. Luego dijo a sus criados:
- La boda está
preparada, pero los convidados no se la merecían. Id ahora a los cruces de los
caminos, y a todos los que encontréis, convidadlos a la boda. Los criados
salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, malos y buenos.
La sala del banquete se llenó de comensales. Cuando el rey entró a saludar a
los comensales, reparó en uno que no llevaba traje de fiesta y le dijo: -
Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestirte de fiesta? El otro no abrió la boca.
Entonces el rey dijo a los camareros: - Atadlo de pies y manos y arrojadlo
fuera, a las tinieblas. Allí será el llanto y el rechinar de dientes. Porque
muchos son los llamados y pocos los escogidos.
COMENTARIO
En
algunos hogares aún se conserva una hermosa tradición. Aunque los hermanos se
han casado, y se han ido a vivir a hogares diferentes, mientras viven los
padres y especialmente la madre, se reúnen con cierta asiduidad los domingos o
determinadas fiestas en torno a una mesa común.
Es
frecuente, sobre todo los fines de semana, encontrar por la calle señoras que
vienen de hacer la compra en el supermercado, y te dicen que van cargadas,
porque tienen a comer a sus hijos y nietos. Y lo dicen con orgullo, con el
rostro radiante, porque no reparan en el trabajo que acarrea el preparar las
cosas para numerosas personas, sino en el gozo la alegría, la felicidad que
supone para ella el ver a toda la familia que ama, reunida en armonía y
fraternidad, compartiendo esos momentos.
Y
es que, si hay algo que hace feliz a un padre, a una madre, es ver felices a
los que ama, sobre todo cuando los ve fraternizando. Todos los hijos, aunque
hayan seguido caminos diferentes, aunque uno tenga más dinero que otro, aunque
uno haya estudiado más que otro y tenga más títulos o un puesto mejor en la
sociedad, todos conviviendo y compartiendo, porque ante todo y sobre todo son
hermanos...
Cuánto
sufrimiento cuando uno de los hijos, por determinadas causas, se desgaja del
árbol familiar y vive su vida con total indiferencia y al margen o, lo que es
peor, con resentimiento contra el resto de la familia, sin querer saber nada de
padres y hermanos.
Pues
un poco esto que se a en el plano familiar humano, podemos multiplicarlo y
proyectarlo en un Dios Padre y en un mundo que habitamos sus hijos. Un Dios que
es feliz viendo que todos como hijos, compartimos y somos felices, porque ante
todo somos y nos sentimos hermanos. Es lo que hoy nos quieren
inculcar las lecturas.
En la Primera Lectura el profeta presenta a Dios como un
mesonero que va a preparar en el monte Sión, centro del mundo según los judíos,
un festín de los mejores manjares y de vinos añejados. Es decir, va a repartir
felicidad a manos llenas, haciendo que desaparezca de en medio de la humanidad todo
lo que hace sufrir a los hombres, enjugará las lágrimas de los ojos, hará
desaparecer la muerte y todo oprobio o deshonra. Y eso para todos los pueblos,
para todas las gentes sin distinción. Qué lejos está nuestro mundo de
convertirse en copia fiel del proyecto de Dios.
Y
Dios puso este proyecto en manos de un Jesús, que lo intentó hacer realidad:
hacer presente ese Reino de Dios del que desapareciera toda injusticia, toda
opresión, toda infamia, todo oprobio, todo lo que hace sufrir a las gentes. Si
alguien enjugó lágrimas fue él, que pasó tendiendo la mano a todo el que
encontraba en el camino, sufriendo por una causa o por otra. Y él intentó dejar
bien claro que lo que pretendía era una fraternidad universal, un mundo regido
por el amor como norma suprema.
Pero
se encontró con los escribas y fariseos que rechazaban de plano ese proyecto,
porque tenían el suyo propio y sus propios planes, montados según sus caprichos
y ambiciones. Y no querían entrar en el plan de Jesús, de Dios. Y por eso Jesús
les dirige hoy esa parábola que hemos escuchado... Un rey da un
banquete por la boda de su hijo: “banquete y bodas nos hablan de alegría,
fiesta, amor, felicidad para todos los invitados. Pero resulta que algunos ya
tenían montada su propia felicidad, su propio reino, su mundo aparte: tenían
quién sus amores, quién sus posesiones, quién sus negocios... Y no quisieron
acudir a encontrarse con los demás. Individualistas al máximo, no quisieron
saber nada de fraternidad, de compartir, de estar en comunión con otros porque
no eran de su rango, de su clase, de su misma situación o posición social, de
sus mismas ideas... Y era mejor no complicarse la vida.
Entonces
el rey mandó que llenaran la casa y participaran del banquete todos los que
estuviesen por los caminos, “malos y buenos”. Y se llenó la sala del
banquete. Es quizás la gente sencilla, de a pie, la que está más preparada para
vivir la fraternidad, la comunión y acepta la invitación de Dios con más
facilidad.
Qué
denuncia para nuestro mundo de hoy, cada vez más individualista, donde cada uno
está en sus negocios, en sus afanes, en su vida de amoríos, y es ajeno a la
realidad de que los otros son hermanos, y esperan su presencia para compartir.
Los señores invitados que ponen sus disculpas para no participar del convite
podemos traducirlos por esos pueblos, naciones y gentes que hoy se sienten
satisfechos y orondos con lo que tienen, y viven con total indiferencia para
con los otros pueblos, naciones y personas. Gentes que valoran más sus bienes,
su comodidad de vida, su bienestar que la fraternidad. Gentes que quieren ser
felices ellos solos... y no quieren saber nada de hacer una mesa
común con todos, desde una igualdad de hermanos.
Finalmente hay uno que entra en el
banquete sin traje de fiesta y que es rechazado por el rey. No es sino aquel
que quiere ser partícipe del reino, pero no quiere aceptar las condiciones del
mismo, el estilo de vida nuevo que Jesús ha venido a imponer, un estilo de vida
propio del todo cristiano, para no desdecir de esta condición. Quien entre en
el Reino tiene que vivir el estilo de Jesús, tiene que llevar el traje de
fiesta que Jesús exige, marca “Jesús” y diseñado y confeccionado con telas de
justicia, paz, amor, solidaridad, verdad, perdón, libertad...
Qué
bien entendió Teresa de Jesús este mensaje de fraternidad. Deseaba que sus
conventos fuesen encarnación en pequeño de este ideal de Dios, donde
desapareciese toda diferencia de rango, de posición social, de razas, de
linajes, de honras, de dineros... “Aquí todas han de ser hermanas, todas se han
de amar, todas se han de querer, todas se han de ayudar...”
Frente
a este mundo cada día más individualista a nivel de países y de personas,
nosotros los cristianos estamos llamados a proclamar y vivir la fraternidad
universal de forma gozosa, por encima de diferencias o al margen de deseos de
gozar en solitario de nuestra pequeña felicidad, en nuestro reducido reino.
“Salid
a los caminos, y a todos los que encontréis invitadlos…” Cumplidores de este
mandato son nuestros misioneros, que sabiendo que hay un mundo satisfecho ya
con “sus bienes y negocios”, y volviendo la espalda a Dios y a los hermanos,
van a otros lugares (Asia, África, Sudamérica) llevando esperanzados la
invitación del Padre a esa mesa común. Y esas gentes sencillas no
faltan a la cita.
ORACIÓN FINAL:
Gracias,
Señor, por hacernos partícipes del banquete de la Eucaristía.
Te
bendecimos, Padre, con los pobres de la tierra porque nos reservaste un puesto
de honor en la vida y en la mesa abierta y fraternal del banquete de tu reino,
donde el cuerpo de Cristo es nuestro pan familiar.
Bendito seas,
Señor, por Jesucristo, tu hijo, que es el novio de tus bodas con la humanidad y
la Iglesia, a quienes regala constantemente su amor generoso.
Líbranos de
la locura de rechazar tu invitación deferente con las ridículas excusas de
nuestra miope insolidaridad.
Revístenos
de la condición nueva de nuestro bautismo, como hombres y mujeres nacidos en
Cristo por el Espíritu, para ser dignos de sentarnos a tu mesa para siempre.
Amén.
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