CAPÍTULO PRIMERO
De la excelencia de la
virtud de la humildad,
y de la necesidad que de
ella tenemos.
Aprended de Mí, dice Jesucristo nuestro Redentor (Mt 11, 29), que soy
manso y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras ánimas. El
bienaventurado San Agustín dice: Toda la vida de Cristo en la tierra fue una
enseñanza nuestra, y Él fue de todas las virtudes maestro; pero especialmente
de la humildad: ésta quiso particularmente que aprendiésemos de Él. Lo cual
bastaba para entender que debe ser grande la excelencia de esta virtud y grande
la necesidad que de ella tenemos, pues el Hijo de Dios bajó del Cielo a la
tierra a enseñárnosla, y quiso ser particular maestro de ella no sólo por
palabra, sino muy más principalmente con la obra; porque toda su vida fue un
ejemplo y dechado vivo de humildad. El glorioso San Basilio va discurriendo por
toda la vida de Cristo, desde su nacimiento, mostrando y ponderando cómo todas
sus obras nos enseñan particularmente esta virtud, Quiso, dice, nacer de madre
pobre, en un pobre portal y en un pesebre, y ser envuelto en unos pobres
pañales; quiso ser circuncidado como pecador, huir a Egipto como flaco, y ser
bautizado entre pecadores y publicanos como uno de ellos; después, en el
discurso de su vida, se le quiere honrar y levantar por rey, y se esconde; y
cuando le quieren afrentar y deshonrar, entonces se ofrece; le ensalzan los
hombres, aun los endemoniados, les manda que calle; y cuando le escarnecen
diciéndole injurias, no habla palabra; y al fin de su vida, para dejarnos más
encomendada esta virtud, como en testamento y última voluntad, lo confirmó con
aquel tan maravilloso ejemplo de lavar los pies a sus discípulos, y con aquella
muerte tan afrentosa de la cruz.
Dice San Bernardo: Se abajó y apocó el Hijo de Dios, tomando nuestra
naturaleza humana, y toda su vida quiso que fuese un dechado de humildad, para enseñarnos
por obra lo que nos había de enseñar por palabra. ¡Maravillosa manera de
enseñar! ¿Para qué, Señor, tan grande majestad tan humillada? Para que ya, de
aquí adelante, no haya hombre que se atreva a ensoberbecer y engrandecer sobre
la tierra (Sal 10, 18). Siempre fue locura y atrevimiento ensoberbecerse el
hombre; sin embargo, particularmente después que la Majestad de Dios se abatió
y humilló, dice el Santo, es intolerable desvergüenza y descomedimiento grande
que el gusanillo del hombre quiera ser tenido y estimado. El Hijo de Dios,
igual al Padre, toma forma de siervo, y quiere ser humillado y deshonrado; ¡y
yo, polvo y ceniza, quiero ser tenido y estimado!
Con mucha razón dice el Redentor del mundo que Él es maestro de esta
virtud, y que de Él la hemos de aprender; porque esta virtud de humildad no la
supo enseñar Platón, ni Sócrates, ni Aristóteles. Tratando de otras virtudes
los filósofos gentiles, de la fortaleza, de la templanza, de la justicia, tan
lejos estaban de ser humildes, que en aquellas mismas obras y en todas sus
virtudes pretendían ser estimados y dejar memoria de sí. Bien había un Diógenes
y otros tales que se mostraban despreciadores del mundo y de sí mismos en
vestidos viles, en pobreza, en abstinencia; pero en eso mismo tenían una gran
soberbia, y querían por aquel camino ser mirados y estimados, y menospreciaban
a los otros, como prudentemente se lo notó Platón a Diógenes. Convidando un día
Platón a ciertos filósofos, y entre ellos a Diógenes, tenía muy bien aderezada
su casa, y puestas sus alfombras y mucho aparato, como para tales convidados
convenía. Diógenes, en entrando, comienza con sus pies sucios a hollar aquellas
alfombras. Le dice Platón: «¿Qué haces?» «Estoy, dice, hollando y acoceando el
fausto y soberbia de Platón.» Le respondió muy bien Platón [Lo huellas, mas con
otro fausto], notando en él más soberbia en hollar sus alfombras que la que él
tenía en tenerlas. No alcanzaron los filósofos el verdadero menosprecio de sí
mismos, en que consiste la humildad cristiana; ni aun por el nombre conocieron
esta virtud de la humildad: es esta propia virtud nuestra, enviada por
Cristo.
Y pondera San Agustín, que por aquí comenzó aquel soberano sermón del
Monte (Mt 5, 3): Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el
reino de los Cielos. Por los pobres de espíritu dicen San Agustín, San
Jerónimo, San Gregorio y otros Santos, que se entienden los humildes. Por aquí
comienza el Redentor del mundo su predicación: con esto media; con esto acaba,
esto nos enseña toda su vida, esto quiere que aprendamos de Él. Dice San
Agustín: no dijo aprended de Mí a fabricar los Cielos y la tierra; aprended de
Mí a hacer maravillas y milagros, a sanar enfermos, echar demonios y resucitar
muertos; sino aprended de mí a ser mansos y humildes de corazón. Mejor es el
humilde que sirve a Dios que el que hace milagros. Éste es el camino llano y
seguro, eso otro está lleno de tropiezos y peligros.
La necesidad que tenemos de esta virtud de la humildad es tan grande, que
sin ella no hay dar paso en la vida espiritual. Dice el glorioso Agustino: Es
menester que todas las obras vayan muy guarnecidas y acompañadas de humildad,
al principio, al medio y al fin; porque si tanto nos descuidamos y dejamos
entrar la complacencia vana, todo se lo llevará el viento de la soberbia. Y
poco nos aprovechara que la obra sea muy buena de suyo, antes ahí hemos de
temer más el vicio de la soberbia y vanagloria, porque los demás vicios son
acerca de pecados y cosas malas, la envidia, la ira, la lujuria; y así consigo
se traen su sobrescrito, para que nos guardemos de ellos; pero la soberbia anda
tras las buenas obras para destruirlas. Iba el hombre navegando prósperamente,
puesto su corazón en el Cielo, porque había enderezado al principio lo que
hacía a Dios, y de repente viene un viento de vanidad y da con él en una roca,
deseando agradar a los hombres y ser tenido y estimado de ellos, o tomando
algún vano contentamiento, con que todo se hundió. Y así dicen muy bien San
Gregorio y San Bernardo: El que quiere allegar virtudes sin humildad, es como
«el que lleva un poco de polvo o ceniza en contrario del viento», «que todo se
derrama, todo se lo lleva el viento».
EJERCICIO DE PERFECCIÓN Y VIRTUDES
CRISTIANAS
Padre Alonso Rodríguez, S.J.
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