Treinta años después del martirio de San Pedro ocupaba su puesto en la ciudad de los cesares un hombre cuya gloria consiste en haber sido el apóstol de esa unidad cristiana. Cuando la persecución y la herejía multiplicaban sus estragos, la escisión empezaba a desgarrar las comunidades cristianas. El fermento obraba ya vigoroso desde los primeros días de la Iglesia, y los Apóstoles se vieron obligados a intervenir, pero sin lograr arrancar la cizaña. Ahora en Corinto se acababa de levantar un conflicto ruidoso: hubo alborotos y disputas; varios miembros del colegio presbiteral fueron depuestos, y el desorden podía propagarse a otras partes de Grecia. El espíritu helénico, particularista, ondulante y muy pagado de sí mismo, se sometía con dificultad a la ley fundamental que establece la jerarquía como principio de doctrina y de gobierno, y esto era lo que en Corinto tenía que combatir la nueva religión. Ya en tiempo de San Pablo, los corintios manifestaban este apego a sus tendencias nacionales, al decir: «Yo soy de Pablo, de Pedro o de Apolo»; lo mismo que pudieran haber dicho: «Yo pertenezco al Pórtico, al Liceo o a la Academia.» Para aplastar al cisma en sus comienzos, se necesitaba algo más que las exhortaciones de un doctor o de un profeta; se necesitaba la decisión de un jefe supremo o de un juez soberano. He aquí por qué hubo de intervenir el sucesor de Pedro, San Clemente. Lo hizo en una carta en que se revela al mismo tiempo un espíritu admirable de sabiduría y la conciencia de una autoridad indiscutible.
Esta carta, este grande y admirable escrito según expresión de Eusebio de Cesarea; este documento precioso, que Orígenes citaba con veneración y que los primeros cristianos llegaron casi a poner en la categoría de las Sagradas Escrituras, es una fervorosa alabanza de aquel espíritu de unidad que Cristo había pedido para los suyos. «Es preciso—dice Clemente—someterse con humildad al orden establecido. Hermanos, seamos humildes de espíritu, depongamos la soberbia, enemiga de la armonía.» El mundo físico, el «cosmos», como decían los griegos, es decir, la belleza en la creación, no tendría encanto para nosotros sin esa sujeción al orden establecido en todas las cosas. «El mar tiene sus leyes, las estaciones se suceden unas a otras sin violencias... El gran artífice, el dueño del mundo, ha querido que todo sea ordenado en una conformidad perfecta.» El mismo designio en el funcionamiento del organismo humano: la cabeza no es nada sin los pies, pero, a su vez, los pies serían inútiles sin la cabeza.» Y Roma, ¿porqué ha conquistado al mundo? Por la disciplina de sus ejércitos: «¡Con qué sumisión ejecutan los soldados las órdenes del príncipe! No todos son tribunos, ni centuriones, ni pentacontarcas; cada uno permanece en su puesto cumpliendo las funciones que le han sido asignadas por el general. Ni los grandes pueden existir sin los pequeños, ni los pequeños sin los grandes.»
Esta carta no lleva fecha, pero fue escrita en el año 96. Las primeras palabras son una alusión evidente a la persecución de Domiciano. «Hemos estado afligidos—dice el santo Pontífice—por una serie de calamidades que han caído sobre nosotros de una manera imprevista. » Clemente había podido salvar la vida en aquella tormenta; pero un sucesor de Pedro debía estar preparado a morir de un momento a otro. El panegirista de la unidad del amor tenía frente a sí al adorador de la unidad de la fuerza. Domiciano había visto en el cristianismo un medio para llenar las arcas exhaustas por sus locuras; Trajano le considera como el mayor enemigo de la civilización de Roma, entendida a la manera pagana. El cristiano «es un objeto de odio para todo el género humano». Hay una aparente anomalía en la historia de las persecuciones, y es que los mayores perseguidores no son siempre los monstruos que mandaban a Roma sino los más amantes del Estado, los que consideraban la unidad de Roma como una especie de divinidad a la cual hay que sacrificarlo todo. Tal fue el caso del español Trajano. El amor a Roma le hizo perseguidor de la Iglesia, y una de sus víctimas fue Clemente. A causa de una sedición popular, desterróle al Quersoneso, en la extremidad oriental del Imperio. Dos mil cristianos se hallaban allí condenados a trabajar en las canteras de mármol. El número aumentó con la presencia del Pontífice; construyéronse iglesias, y el paganismo estaba a punto de desaparecer de la región. Llegaron al emperador estas nuevas, y como Clemente se negase a sacrificar a Júpiter, fue arrojado al mar con un áncora atada a su cuerpo.
Ya que no pudo enriquecerse con sus reliquias, Roma veneró su memoria en la casa donde él reunía a los cristianos. Está entre el monte Celio y el Esquilmo. En la parte superior se ve el templo románico del siglo XII; por él se baja a la basílica cristiana de los días de Constantino. Es el tipo de la basílica primitiva: un patio con la fuente para purificarse, reemplazada en nuestras iglesias por la pila de agua bendita; un pórtico, desde donde los catecúmenos asistían a la primera parte de la misa; una nave central con el pulpito en medio; dos naves laterales para hombres y mujeres, y en el fondo, el ábside, el lugar de los presbíteros, el presbiterio, con la cátedra pontificia junto al muro, y el ara bajo el arco triunfal. Pero bajo este edificio hubo en días de persecución un templo de Mitra, y el templo del dios persa se levantó sobre una casa del siglo primero, la casa-oratorio de San Clemente.
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