A mayor amor de Dios, más dolor de haberle ofendido. Hay en esto una lógica psicológica evidente. Pero esta verdad puede considerarse también en otra perspectiva, enseñada por el mismo Cristo: «a quien mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, mucho se le pedirá» (Lc 12,48). El pecado en los santos es más grave porque ellos han recibido de Dios una inmensidad de gracias. Eso les hace deudores –y al mismo tiempo capaces– de una fidelidad especial e incondicional a la voluntad del Señor, sin resistirla en nada, ni en lo mínimo. Por eso se duelen tanto cuando aprecian en su conciencia algo de ofensa a Dios.
Las «vidas de santos» son las exégesis más fidedignas del Evangelio, sobre todo cuando son autobiográficas (San Agustín, Santa Teresa de Jesús, Santa Margarita María, Santa Teresa del Niño Jesús, San Antonio María Claret, etc.) o cuando están escritas por otros santos (vida de San Antonio, por San Atanasio; vida de San Benito, por San Gregorio Magno; vida de Santa Catalina, por el Beato Raimundo, etc.). En sus «vidas» los santos le transparentan al mismo Cristo verdadero. Nos revelan lo que es la vida cristiana vivida en plenitud; y hasta qué punto puede y quiere el Espíritu Santo acrecentar por su gracia en nosotros el amor a Dios y al prójimo, configurándonos a Cristo en pensamientos, sentimientos, palabras y obras. Es muy difícil, por ejemplo, que lleguemos a conocer qué es, como debe ser, el dolor de corazón por el pecado, si no conocemos cómo lo viven los santos. Et sic de caeteris.
Consejo anexo: no pierdan el tiempo leyendo libros de espiritualidad en los que la referencia a los santos –a su enseñanza, al ejemplo de sus vidas– está ausente. Es muy probable que de la vida cristiana den una visión aminorada y falsa.
José María Iraburu, sacerdote
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