Ef. 2, 1-10. A pesar de los pecados, no sólo de los judíos, sino también de los paganos, Dios ha manifestado su misericordia para con todos, dándonos la vida por Cristo. Esto no se debe a méritos nuestros, sino que es pura gracia de Dios.
Por el misterio Pascual de Cristo nosotros hemos resucitado a una vida nueva y tenemos reservado un sitio en el cielo. Sin embargo, a pesar de que ya está dada la vida, esta no se hará realidad en nosotros mientras no hayamos depositado nuestra fe en el Señor.
La fe misma es un don de Dios, el cual nos ha llamado para que creamos en su Hijo, y mediante Él tengamos la salvación.
Creados a imagen y semejanza del Hijo de Dios estamos destinados para hacer el bien, que Dios ha dispuesto que hagamos.
Aquel que en verdad vive su fe no puede pasar haciendo el mal. Cuando el mal, por el contrario, ha entrado en el corazón de la persona podemos encontrar en Cristo el perdón, la reconciliación con Dios y, nuevamente, la participación de su Espíritu, que desde nosotros da testimonio del amor y de la bondad de Dios por nuestras buenas obras, no nacidas de nosotros, sino de la presencia de su Espíritu en nosotros.
Sal. 100 (99). Dios, nuestro Dios, es el Creador y Señor de todas las cosas. Y a nosotros nos llamó para que seamos sus hijos, unidos a su único Hijo, Cristo Jesús.
Por eso nos dirigimos a su Templo para alabar su Santo Nombre. Aquí entramos en una relación de intimidad con Él, pues no sólo lo bendecimos, sino que también venimos a escuchar su Palabra para descubrir su voluntad y poder vivir en adelante como hijos suyos.
De nuestra unión a Cristo arranca el compromiso de trabajar, en los diversos ambientes en que se desarrolle nuestra vida, por la justicia, por la paz, por el amor fraterno, por la solidaridad y por la misericordia de unos con otros.
Por eso nuestra alabanza al Señor no sólo se pronuncia con los labios, sino que se manifiesta con una vida intachable glorificando a Dios ahora y siempre.
Que Él nos conceda la gracia de ser guiados, no por nuestros caprichos, sino bajo la inspiración de su Santo Espíritu, que Él ha depositado en nosotros para que, como Iglesia, demos testimonio de su amor salvador ante todos los pueblos.
Lc. 12, 13-21. La vida no depende de las riquezas. Llegado el momento de partir de este mundo todos los bienes acumulados se quedan, y los disfrutan quienes no los ganaron con el sudor de su frente. ¿Por qué no disfrutarlos honestamente y compartirlos con los que nada tienen?
El Señor nos dice al respecto: Gánense amigos con los bienes de este mundo. Así, cuando tengan que dejarlos, los recibirán en las moradas eternas.
El amor que nos lleva a partir nuestro propio pan para alimentar a los hambrientos, a vestir a los desnudos, a procurar una vivienda digna a los que viven en condiciones infrahumanas, son los bienes acumulados que nos hacen ricos a los ojos de Dios. Si vivimos así, en un amor comprometido hacia los demás, al final serán para nosotros las palabras del Señor: Muy bien, siervo bueno y fiel, entra a tomar posesión del gozo y de la vida de tu Señor.
En esta Eucaristía el Señor nos hace partícipes de la riqueza más grande que Él posee: La Vida eterna recibida de su Padre Dios.
Por eso no vengamos sólo como espectadores a esta Celebración. Tampoco vengamos sólo con la intención de rezar, pidiéndole a Dios infinidad de cosas para llenar con ellas únicamente nuestras manos. Más que con las manos, vengamos con el corazón abierto hacia Dios, para que Él habite en nosotros. Su presencia en nuestro interior, además de hacer realidad nuestra justificación, nos impulsará para que llevemos a los demás la misma Vida que Él nos ha comunicado.
Entremos, pues, en comunión de vida con el Señor. Permitamos que su Vida se haga realidad en nosotros. Dejemos que su Espíritu guíe nuestros pasos por el camino del bien.
Llamados a ser portadores de la Vida, que hemos recibido por nuestra comunión con Cristo, hemos de pasar haciendo siempre el bien a todos.
Hemos de morir a nosotros mismos para dar vida a los demás. Y nuestra muerte más que física, ha de convertirse en un desapego de las cosas temporales para ayudar, a los que nada tienen, a vivir de un modo más humano.
Pero también hemos de morir a nuestros egoísmos, a nuestras miradas miopes que cierran nuestros ojos ante el dolor ajeno.
Si en verdad queremos vivir como quien ha sido justificado por Cristo, no podemos destruir a los demás; no podemos despreciarlos ni causarles más dolor, pues quien lo hace, con ello está indicando que aún permanece en la esclavitud y que no ha iniciado, siquiera, su camino hacia su libertad en Cristo.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra, la gracia de tener una verdadera apertura a su Palabra, a su Vida y a su Espíritu, de tal forma que, renovados en Cristo, nos convirtamos, por nuestras buenas obras, en un signo creíble del amor de Dios para todos.
Homiliacatolica.com
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