Cuando, proclamando el Nombre de Dios, también nos preocupemos por realizar el bien a nuestro prójimo esforzándonos denodadamente por lograrlo, hemos de ser conscientes de que no somos nosotros, sino el Poder del Señor, que actúa a través de su Pueblo, el que llevará a cabo su obra salvadora entre nosotros. Por eso no ideologicemos el anuncio del Evangelio, sino vivamos fieles a Aquel que nos llamó y nos envió para que sigamos sus huellas y no la de líderes meramente humanos.
Sal. 107 (106). El Señor jamás se olvida de nosotros. Él quiere conducirnos hacia la posesión de los bienes definitivos. Pero no por eso nos llena la cabeza con esa ilusión, abandonándonos a nuestra suerte mientras caminamos, angustiados, por este mundo. Nuestro Dios llama, no sólo a un pueblo, sino a las gentes de los cuatro puntos cardinales para que hagamos nuestra su Vida y su Misión, la que le confió a su Hijo cuando lo envió como Salvador nuestro. Así la Iglesia tiene la misión de confortar al abatido, de socorrer al necesitado, de fortalecer las manos cansadas y las rodillas vacilantes.
No podemos permanecer indiferentes ante aquellos que sufren hambre y sed, o que se le va agotando la vida, o que andan errantes, como ovejas sin pastor por un desierto solitario, desorientados ante tantas invitaciones falsas de felicidad o de realización personal. El Señor espera de quienes creemos en Él que, dóciles a su Espíritu, seamos capaces de detenernos ante las angustias de los que sufren, arrancarlos de sus tribulaciones y guiarlos con seguridad, no sólo hacia la posesión de una vida más digna en este mundo, sino también hacia la posesión de los bienes definitivos.
Mt. 22, 34-40. Cuando alguien canta lo hace en torno a una nota fundamental que le da firmeza a su canto, tejiendo notas y más notas en torno a ese tono que sabe que es el que puede alcanzar fácilmente sin deteriorar su voz. Ese es el “Cantus Firmus” del trovador. Y el “Cantus Firmus del cristiano es el amor. En torno a Él se teje toda la vida del hombre de fe en su relación con Dios y en su relación con el prójimo.
Los mandamientos de la Ley, si no tienen ese sentido del amor se convierten en letra muerta, que a pesar de ser cumplida puntualmente, se quedaría sin el auténtico sentido que nace del darlo todo en amor a Dios y de servir al prójimo en un amor igual al que nosotros recibimos en Cristo Jesús. Ama, ama y haz lo que quieras; pues entonces jamás te convertirás en un hipócrita ni en un malvado.
El Señor nos ha convocado a esta Eucaristía no sólo para hablarnos al oído del amor que nos tiene, sino para hacernos experimentar ese amor; pues, efectivamente, Él da su vida como rescate nuestro para liberarnos de la esclavitud del pecado, para hacernos hijos de Dios y llamarnos a participar eternamente de la Gloria que le corresponde como a Hijo unigénito del Padre.
Él sabe que muchas veces no sólo se han secado nuestros huesos, sino que se nos ha secado el alma y vivimos angustiados y desorientados como ovejas sin pastor. Pero Él jamás se ha olvidado de nosotros. Él ha entregado su vida para restaurarnos y ha infundido su Espíritu en nosotros para que no sólo volvamos a la vida de hijos de Dios, sino para que también colaboremos en la construcción de su Reino entre nosotros.
¿Volverá la vida en medio de nuestras arideces? ¿Florecerán nuestros desiertos? Cuando se pierden la fe y la esperanza, el amor languidece; entonces se vaga sin sentido por la vida. Muchos han convertido en autómatas a sus hermanos, haciendo de ellos sólo un engranaje de la máquina productiva para lograr sus intereses egoístas.
Los que creemos en Cristo no podemos cerrar los ojos ante los huesos de nuestro prójimo, calcinados por la injusticia, por el egoísmo, por sistemas económicos injustos. El Señor ha derramado su Espíritu en nosotros para que nos pongamos en pie y amemos a nuestro prójimo en la misma medida en que nosotros hemos sido amados por Él.
Vivamos con lealtad esta misión que Dios nos ha confiado, pues el Señor no sólo nos liberó de nuestras esclavitudes y nos dio su Vida, sino que nos ha enviado a proclamar su Evangelio, no sólo con los labios, sino con la vida misma.
Roguémosle al Señor que nos conceda, por intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de ser fieles a la vida y al Espíritu que Él ha infundido en nosotros, no sólo para que los disfrutemos, sino para que también los hagamos llegar a las gentes de los cuatro puntos cardinales. Amén.
Homiliacatolica.com
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