Texto del evangelio (Mt 8, 18-22)
En aquel tiempo, viéndose Jesús rodeado de la muchedumbre, mandó pasar a la otra orilla. Y un escriba se acercó y le dijo: «Maestro, te seguiré adondequiera que vayas». Dícele Jesús: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». Otro de los discípulos le dijo: «Señor, déjame ir primero a enterrar a mi padre». Dícele Jesús: «Sígueme, y deja que los muertos entierren a sus muertos».
Comentario:
Estamos
ante el clásico "más difícil todavía". ¿No son suficientes las
exigencias impuestas por Jesús, a lo largo del sermón de la montaña, a aquéllos
que quieren ser sus discípulos? El evangelista Mateo ha reunido aquí dos
sentencias sobre el discipulado. Sentencias duras y de exigencias despiadadas.
A primera vista, incluso injustas. En la narración anterior hemos visto a Jesús
en casa de Pedro. ¿Por qué dice ahora que no tiene dónde reclinar la cabeza?
Es
la primera vez que aparece en el evangelio el título "Hijo del
hombre". La expresión procede del Antiguo Testamento (Dn 7,13) y los
Sinópticos siempre la colocan en labios de Jesús.
Nadie
se dirige a él utilizando este título. La expresión o título es empleada con
tres matices: a) el Hijo del hombre que ha de venir en su gloria; b) el Hijo
del hombre como ser doliente; c) autodesignación de Jesús durante su ministerio
terreno. No resulta fácil distinguir a qué matiz se refiere cada texto en
concreto y, en muchas ocasiones, se hallan implicados los tres.
La
figura misteriosa del Hijo del hombre nos ayudará a comprender la primera
sentencia. ¿Por qué el Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza?
Porque es esa figura misteriosa, celeste (ver la descripción de Dn 7,13ss), cuya
misión es preparar el nuevo pueblo de Dios ("preparar el reino de los
santos del Altísimo", como dice Daniel en el lugar citado), que tiene que sufrir
mucho, morir y resucitar.
Quien
quiera, como el escriba de nuestra historia, seguir a Cristo, debe conocer a
qué se compromete, cuál es la suerte que le espera, quién es la persona que ha
elegido para entregarle la vida.
La
segunda sentencia resulta más cruel e inhumana. No sólo en el pueblo judío
sino, prácticamente, en el mundo entero, el deber más sagrado era el dar
sepultura a los padres. Sabemos que Jesús no sólo estimaba el cuarto
mandamiento, sino que criticó durísimamente a quienes, por medio de
especulaciones, lo habían tergiversado de tal modo que, en ocasiones, se creían
dispensados de la atención debida a los padres (Me 7,10ss). ¿Cómo explicar,
entonces, esta sentencia?
Por
supuesto en la línea de radicalidad de exigencias impuestas al discípulo de
Cristo. Por su causa deben dejarse las cosas más queridas (10,37). Pero la
explicación no resulta en modo alguno
satisfactoria. No se ve la razón de una frase tan dura, cuando la misma idea
expone a lo largo del evangelio con toda claridad menos crudeza.
La
exigencia implicada en esta sentencia era la que se imponía al Sumo Sacerdote
(Lev 21,11), a los nazarenos consagrados a Yahveh (Núm 6,6-7). Ahora bien,
Jesús es el "santo", el consagrado a Dios por excelencia, el Sumo
Sacerdote de la nueva alianza (Heb 2,17; 4,14-15; 7,26ss). Por tanto, la
sentencia es inteligible únicamente en relación con Jesús y su misión
(recuérdese que en el mismo sentido debe entenderse la sentencia anterior).
El
ha venido a luchar con la muerte; logró la victoria sobre ella; es la
resurrección y la vida...
¿Quiénes
son los muertos de quienes habla la sentencia? Aquellos hombres que permanecen en
la muerte (1 Jn 3,14: hemos pasado de la muerte a la vida...), que se sumergen
en la muerte eterna al rechazar la fe. Jesús no prohíbe enterrar a los muertos.
Manda marchar en su seguimiento precisamente para escapar a la muerte. Quien no
le sigue está muerto, porque sólo él es la vida y tiene palabras de vida
eterna. La sentencia juega, en última instancia, con el doble sentido
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