Hay una pregunta que
desde siempre se han planteado los creyentes: ¿son muchos o pocos los que se
salvan? En ciertas épocas, este problema se hizo tan agudo que llevó a algunas
personas a una angustia terrible. El Evangelio nos informa que un día este
problema fue planteado a Jesús: «Una persona le preguntó: "Señor, ¿es
verdad que son pocos los que se salvan?"». La pregunta, como se ve, se
refiere al número: ¿cuántos se salvan, muchos o pocos? Jesús cambia el centro de
la atención del cuántos al cómo es posible salvarse, es decir, entrando por «la
puerta estrecha».
Es la misma actitud que se constata al afrontar el tema del regreso final de
Cristo. Los discípulos le preguntaron cuándo regresará el Hijo del Hombre y Jesús
responde indicando cómo prepararse para ese regreso (Cf. Mateo 24,3-4). Esta
manera de actuar de Jesús no es extraña ni descortés. Es simplemente la
actuación de quien quiere educar a los discípulos a pasar del nivel de la
curiosidad al de la auténtica sabiduría; de las cuestiones ociosas que
apasionan a la gente a los auténticos problemas de la vida. De aquí podemos
comprender la absurdidad de aquellos, como los Testigos de Jehová, que creen
saber incluso el número exacto de los salvados: 144 mil. Este número, que
aparece en el Apocalipsis, tiene un valor meramente simbólico (el cuadrado de
12, el número de las tribus de Israel, multiplicado por mil) y se explica en
esta expresión: «una multitud inmensa, que nadie podía contar» (Apocalipsis 7,
4. 9). Después de todo, si ése es realmente el número de los salvados, entonces
podríamos ahorrar todo esfuerzo, nosotros y ellos. En la puerta del paraíso
deberían haber escrito desde hace tiempo, como en el ingreso de algunos
aparcamientos, el cartel «Completo».
Si, por tanto, a Jesús no le interesa revelarnos el número de los salvados, sino más bien la manera de salvarse, veamos qué es lo que nos dice en este sentido. Dos cosas esencialmente: una negativa y una positiva; la primera, lo que no sirve, después lo que sirve para salvarse. No sirve, o no basta, el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza, tradición o institución, aunque fuera el pueblo elegido del que procede el Salvador. Lo que lleva a la salvación no es la posesión de algún título («Hemos comido y bebido contigo»), sino una decisión personal, seguida por una conducta de vida coherente.
Esto queda más claro todavía en el texto de Mateo, que pone en contraste entre sí dos caminos y dos puertas, una estrecha y la otra amplia (Cf. Mateo 7, 13-14). ¿Por qué les llama a estos dos caminos respectivamente el "amplio" y el "estrecho"? ¿Es siempre fácil y agradable el camino del mal, y duro y cansado el del bien? En esto hay que estar atentos para no caer en la típica tentación de creer que a los malvados todo les va magníficamente bien aquí, mientras que por el contrario a los buenos todo les sale mal.
La senda de los impíos es amplia, sí, pero sólo al inicio. En la medida en que se adentran en ella, se hace estrecha y amarga. Se hace, en todo caso, sumamente estrecha al final, pues acaba en un callejón sin salida. La alegría que en ella se experimenta tiene como característica el disminuir según se experimenta, hasta crear náuseas y tristeza.
Se puede constatar en cierto tipo de embriaguez, como con la droga, el alcohol o el sexo. Se necesita una dosis o un estímulo cada vez más fuerte para producir un placer de la misma intensidad. Hasta que el organismo deja de responder y entonces tiene lugar es derrumbe, con frecuencia incluso físico.
La senda de los justos, por el contrario, es estrecha al inicio, pero después se hace amplia, pues en ella encuentran esperanza, alegría y paz del corazón. Lleva a la vida y no a la muerte.
Si, por tanto, a Jesús no le interesa revelarnos el número de los salvados, sino más bien la manera de salvarse, veamos qué es lo que nos dice en este sentido. Dos cosas esencialmente: una negativa y una positiva; la primera, lo que no sirve, después lo que sirve para salvarse. No sirve, o no basta, el hecho de pertenecer a un determinado pueblo, a una determinada raza, tradición o institución, aunque fuera el pueblo elegido del que procede el Salvador. Lo que lleva a la salvación no es la posesión de algún título («Hemos comido y bebido contigo»), sino una decisión personal, seguida por una conducta de vida coherente.
Esto queda más claro todavía en el texto de Mateo, que pone en contraste entre sí dos caminos y dos puertas, una estrecha y la otra amplia (Cf. Mateo 7, 13-14). ¿Por qué les llama a estos dos caminos respectivamente el "amplio" y el "estrecho"? ¿Es siempre fácil y agradable el camino del mal, y duro y cansado el del bien? En esto hay que estar atentos para no caer en la típica tentación de creer que a los malvados todo les va magníficamente bien aquí, mientras que por el contrario a los buenos todo les sale mal.
La senda de los impíos es amplia, sí, pero sólo al inicio. En la medida en que se adentran en ella, se hace estrecha y amarga. Se hace, en todo caso, sumamente estrecha al final, pues acaba en un callejón sin salida. La alegría que en ella se experimenta tiene como característica el disminuir según se experimenta, hasta crear náuseas y tristeza.
Se puede constatar en cierto tipo de embriaguez, como con la droga, el alcohol o el sexo. Se necesita una dosis o un estímulo cada vez más fuerte para producir un placer de la misma intensidad. Hasta que el organismo deja de responder y entonces tiene lugar es derrumbe, con frecuencia incluso físico.
La senda de los justos, por el contrario, es estrecha al inicio, pero después se hace amplia, pues en ella encuentran esperanza, alegría y paz del corazón. Lleva a la vida y no a la muerte.
Raniero
Cantalamessa, predicador de la Casa Pontificia.
Comentario a Lucas 13, 22-30.
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