Esta
historia nos lleva a la época del Rey Arturo y los caballeros de la
mesa redonda, tiempo de hechicería y castillos de puentes levadizos,
tiempo de intrigas y batallas heroicas, tiempo de dragones mágicos que
arrojan fuego por la boca y de paladines de honor y valor ilimitados.
El
rey Arturo había enfermado. En tan solo dos semanas su debilidad lo
había postrado en su cama y ya casi no comía. Todos los médicos de la
corte fueron llamados para curar al monarca pero nadie había podido
diagnosticar su mal. Pese a todos los cuidados, el buen rey empeoraba.
Una mañana, mientras los sirvientes aireaban la habitación donde el rey yacía dormido, uno de ellos le dijo a otro con tristeza:
—Morirá…
En
el cuarto estaba Sir Galahad, el más heroico y apuesto de los
caballeros de la mesa redonda y el compañero de las grandes lides de
Arturo.
Galahad escuchó el comentario del sirviente y se puso de pie como un rayo, tomó al sirviente de las ropas y le gritó:
—Jamás
vuelvas a repetir esa palabra, ¿entiendes? El rey vivirá, el rey se
recuperará…. Solo necesitamos encontrar al médico que conozca su mal,
¿oíste?
El sirviente, temblando, se animó a contestar:
—Lo que pasa, Sir, es que Arturo no está enfermo, está embrujado.
Eran épocas donde la magia era tan lógica y natural como la ley de gravedad.
—¿Por qué dices eso, maldición! —preguntó Galahad.
—Tengo muchos años, mi señor, y he visto decenas de hombres y mujeres en esta situación, solamente uno de ellos ha sobrevivido.
—Eso quiere decir que existe una posibilidad… Dime cómo lo hizo ése, el que escapó de la muerte.
—Se trata de conseguir un brujo más poderoso que el que realizó el conjuro; si eso no se hace, el hechizado muere.
—Debe
haber en el reino un hechicero poderoso —dijo Galahad—, pero si no está
en el reino lo iré a buscar del otro lado del mar y lo traeré.
—Que
yo sepa hay solamente dos personas tan poderosas como para curar a
Arturo, Sir Galahad; uno es Merlín, que aún en el caso de que se
enterara tardaría dos semanas en venir y no creo que nuestro rey pueda
soportar tanto.
—¿Y la otra?
El viejo sirviente bajó la cabeza moviéndola de un lado a otro negativamente.
—La
otra es la bruja de la montaña… Pero aun cuando alguien fuera
suficientemente valiente para ir a buscarla, lo cual dudo, ella jamás
vendría a curar al rey que la expulsó del palacio hace tantos años.
La
fama de la bruja era realmente siniestra. Se sabía que era capaz de
transformar en su esclavo al más bravo guerrero con solo mirarlo a los
ojos; se decía que con solo tocarla se le helaba a uno la sangre en las
venas; se contaba que hervía a la gente en aceite para comerse su
corazón.
Pero Arturo era el mejor amigo que Galahad tenía en su vida,
había batallado a su lado cientos de veces, había escuchado sus penas
más banales y las más profundas. No había riesgo que él no corriera por
salvar a su soberano, a su amigo y a la mejor persona que había
conocido.
Galahad calzó su armadura y montando su caballo se dirigió a la montaña Negra donde estaba la cueva de la bruja.
Apenas
cruzó el río, notó que el cielo empezaba a oscurecerse. Nubes opacas y
densas perecían ancladas al pie de la montaña. Al llegar a la cueva, la
noche parecía haber caído en pleno día.
Galahad desmontó y caminó
hacia el agujero en la piedra. Verdaderamente, el frío sobrenatural que
salía de la gruta y el olor fétido que emanaba del interior lo obligaron
a replantear su empresa, pero el caballero resistió y siguió avanzando
por el piso encharcado y el lúgubre túnel. De vez en cuando, el aleteo
de un murciélago lo llevaba a cubrirse instintivamente la cara.
A
quince minutos de marcha, el túnel se abría en una enorme caverna
impregnada de un olor acre y de una luz amarillenta generada por cientos
de velas encendidas. En el centro, revolviendo una olla humeante,
estaba la bruja.
Era una típica bruja de cuento, tal y como se la
había descripto su abuela en aquellas historias de terror que le contaba
en su infancia para dormir y que lo desvelaban fantaseando la lucha
contra el mal que emprendería cuando tuviera edad para ser caballero de
la corte.
Allí estaba, encorvada, vestida de negro, con las manos
alargadas y huesudas terminadas en larguísimas uñas que parecían garras,
los ojos pequeños, la nariz ganchuda, el mentón prominente y la actitud
que encarnaba el espanto.
Apenas Galahad entró, sin siquiera mirarlo la bruja le gritó:
—¡Vete antes de que te convierta en un sapo o en algo peor!
—Es que he venido a buscarte —dijo Galahad—, necesito ayuda para mi amigo que está muy enfermo.
—Je…
je… je… —rió la bruja—. El rey está embrujado y a pesar de que no he
sido yo quien ha hecho el conjuro, nada hay que puedas hacer para evitar
su muerte.
—Pero tú… tú eres más poderosa que quien hizo el conjuro. Tú podrías salvarlo —argumentó Galahad.
—¿Por qué haría yo tal cosa? —preguntó la bruja recordando con resentimiento el desprecio del rey.
—Por lo que pidas —dijo Galahad—, me ocuparé personalmente de que se te pague el precio que exijas.
La
bruja miró al caballero. Era ciertamente extraño tener a semejante
personaje en su cueva pidiéndole ayuda. Aun a la luz de las velas
Galahad era increíblemente apuesto, lo cual sumado a su porte lo
convertía en una imagen de la gallardía y la belleza.
La bruja lo miró de reojo y anunció:
—El precio es este: si curo al rey y solamente si lo curo….
—Lo que pidas… —dijo Galahad.
—¡Quiero que te cases conmigo!
Galahad
se estremeció. No concebía pasar el resto de sus días conviviendo con
la bruja, y sin embargo, era la vida de Arturo. Cuántas veces su amigo
había salvado la suya durante una batalla. Le debía no una, sino cien
vidas… Además, el reino necesitaba de Arturo.
—Sea —dijo el
caballero—, si curas a Arturo te desposaré, te doy mi palabra. Pero por
favor, apúrate, temo llegar al castillo y que sea tarde para salvarlo.
En
silencio, la bruja tomó una maleta, puso unos cuantos polvos y brebajes
en su interior, recogió una bolsa de cuero llena de extraños
ingredientes y se dirigió al exterior, seguida por Galahad.
Al
llegar afuera, Sir Galahad trajo su caballo y con el cuidado con que se
trata a una reina ayudó a la bruja a montar en la grupa. Montó a su vez y
empezó a galopar hacia el castillo real.
Una vez en el castillo, gritó al guardia para que bajara el puente, y éste con reticencia lo hizo.
Franqueado
por la gente de aquella fotrtaleza que murmuraba sin poder creer lo que
veía o se apartaba para no cruzar su mirada con la horrible mujer,
Galahad llegó a la puerta de acceso a las habitaciones reales.
Con la
mano impidió que la bruja se bajara por sus propios medios y se apuró a
darle el brazo para ayudarla. Ella se sorprendió y lo miró casi con
sarcasmo.
—Si es que vas a ser mi esposa —le dijo— es bueno que seas tratada como tal.
Apoyada
en el brazo de él, la bruja entró en la recámara real. El rey había
empeorado desde la partida de Galahad; ya no despertaba ni se
alimentaba.
Galahad mandó a todos a abandonar la habitación. El médico personal del rey pidió permanecer y Galahad consintió.
La
bruja se acercó al cuerpo de Arturo, lo olió, dijo algunas palabras
extrañas y luego preparó un brebaje de un desagradable color verde que
mezcló con un junco. Cuando intentó darle a beber el líquido al enfermo,
el médico le tomó la mano con dureza.
—No —dijo—. Yo soy el médico y no confío en brujerías. Fuera de…
Y
seguramente habría continuado diciendo “…de este castillo”, pero no
llegó a hacerlo; Galahad estaba a su lado con la espada cerca del cuello
del médico y la mirada furiosa.
—No toques a esta mujer —dijo Galahad—; y el que se va eres tú… ¡Ahora! —gritó.
El médico huyó asustado. La bruja acercó la botella a los labios del rey y dejó caer el contenido en su boca.
—¿Y ahora? —preguntó Galahad.
—Ahora hay que esperar —dijo la bruja.
Ya
en la noche, Galahad se quitó la capa y armó con ella un pequeño lecho a
los pies de la cama del rey. Él se quedaría en la puerta de acceso
cuidando de ambos.
A la mañana siguiente, por primera vez en muchos días, el rey despertó.
—¡Comida! —gritó— Quiero comer…Tengo mucha hambre.
—Buenos días majestad —saludó Galahad con una sonrisa, mientras hacía sonar la campanilla para llamar a la servidumbre.
—Mi querido amigo —dijo el rey—, siento tanta hambre como si no hubiese comido en semanas.
—No comiste en semanas —le confirmó Galahad.
En
eso, a los pies de su cama apareció la imagen de la bruja mirándolo con
una mueca que seguramente reemplazaba en ese rostro a la sonrisa.
Arturo creyó que era una alucinación. Cerró los ojos y se los refregó
hasta comprobar que, en efecto, la bruja estaba allí, en su propio
cuarto.
—Te he dicho cientos de veces que no quería verte cerca de palacio. ¡Fuera de aquí! —ordenó el rey.
—Perdón
majestad —dijo Galahad—, debes saber que si la echas me estás echando
también a mí. Es tu privilegio echarnos a ambos, pero si se va ella me
voy yo.
—¿Te has vuelto loco? —preguntó Arturo— ¿Adónde irías tú con este monstruo infame?
—Cuidado alteza, estás hablando de mi futura esposa.
—¿Qué?
¿Tu futura esposa? Yo he querido presentarte a las jóvenes casaderas de
las mejores familias del reino, a las princesas más codiciadas de la
región, a las mujeres más hermosas del mundo, y las has rechazado a
todas. ¿Cómo vas ahora a casarte con ella?
La bruja se arregló burlonamente el pelo y dijo:
—Es el precio que ha pagado para que yo te cure.
—¡No! —gritó el rey— Me opongo. No permitiré esta locura. Prefiero morir.
—Está hecho, majestad —dijo Galahad.
—Te prohibo que te cases con ella —ordenó Arturo.
—Majestad
—contestó Galahad—, existe solo una cosa en el mundo más importante
para mí que una orden tuya, y es mi palabra. Yo hice un juramento y me
propongo cumplirlo. Si tú te murieses mañana, habría dos eventos en un
mismo día.
El rey comprendió que no podía hacer nada para proteger a su amigo de su juramento.
—Nunca
podré pagar tu sacrificio por mí, Galahad, eres más noble aún de lo que
siempre supe. —El rey se acercó a Galahad y lo abrazó—. Dime aunque sea
qué puedo hacer por ti.
A la mañana siguiente, a pedido del
caballero, en la capilla del palacio el sacerdote casó a la pareja con
la única presencia de su majestad el rey. Al final de la ceremonia,
Arturo entregó a Sir Galahad su bendición y un pergamino en el que cedía
a la pareja los terrenos del otro lado del río y la cabaña en lo alto
del monte.
Cuando salieron de la capilla, la plaza central estaba
inusualmente desierta; nadie quería festejar ni asistir a esa boda; los
corrillos del pueblo hablaban de brujerías, de hechizos trasladados, de
locura y de posesión…
Galahad condujo el carruaje por los ahora desiertos caminos en dirección al río y de allí por el camino alto hacia el monte.
Al
llegar, bajó presuroso y tomando a su esposa amorosamente por la
cintura la ayudó a bajar del carro. Le dijo que guardaría los caballos y
la invitó a pasar a su nueva casa.
Galahad se demoró un poco más
porque prefirió contemplar la puesta del sol hasta que la línea roja
terminó de desaparecer en el horizonte. Recién entonces Sir Galahad tomó
aire y entró.
El fuego del hogar estaba encendido y, frente a él,
una figura desconocida estaba de pie, de espaldas a la puerta. Era la
silueta de una mujer vestida en gasas blancas semitransparentes que
dejaban adivinar las curvas de un cuerpo cuidado y atractivo.
Galahad miró a su alrededor buscando a la mujer que había entrado unos minutos antes, pero no la vio.
—¿Dónde está mi esposa? —preguntó.
La
mujer giró y Galahad sintió su corazón casi salírsele del pecho. Era la
más hermosa mujer que había visto jamás. Alta, de tez blanca, ojos
claros, largos cabellos rubios y un rostro sensual y tierno a la vez. El
caballero pensó que se habría enamorado de aquella mujer en otras
circunstancias.
—¿Donde está mi esposa? —repitió, ahora un poco más enérgico.
La mujer se acercó un poco y en un susurro le dijo:
—Tu esposa, querido Galahad, soy yo.
—No me engañas, yo sé con quién me casé —dijo Galahad— y no se parece a ti en lo más mínimo.
—Has
sido tan amable conmigo, querido Galahad, has sido cuidadoso y gentil
conmigo aun cuando sentías que aborrecías mi aspecto, me has defendido y
respetado tanto como nadie lo hizo nunca, que te creo merecedor de esta
sorpresa… La mitad del tiempo que estemos juntos tendré este aspecto
que ves, y la otra mitad del tiempo, el aspecto con el que me conociste…
—la mujer hizo una pausa y cruzó su mirada con la de Sir Galahad—. Y
como eres mi esposo, mi amado y maravilloso esposo, es tu privilegio
tomar esta decisión: ¿Qué prefieres, esposo mío? ¿Quieres que sea ésta
de día y la otra de noche o la otra de día y ésta de noche?
Dentro
del caballero el tiempo se detuvo. Este regalo del cielo era más de lo
que nunca había soñado. Él se había resignado a su destino por amor a su
amigo Arturo y allí estaba ahora pudiendo elegir su futura vida. ¿Debía
pedirle a su esposa que fuera la hermosa de día para pasearse
ufanamente por el pueblo siendo la envidia de todos y padecer en
silencio y soledad la angustia de sus noches con la bruja? ¿O más bien
debía tolerar las burlas y desprecios de todos los que lo vieran del
brazo con la bruja y consolarse sabiendo que cuando anocheciera tendría
para él solo el placer celestial de la companía de esta hermosa mujer de
la cual ya se había enamorado?
Sir Galahad, el noble Sir Galahad, pensó y pensó y pensó, hasta que levantó la cabeza y habló:
—Ya
que eres mi esposa, mi amada y elegida esposa, te pido que seas… la que
tú quieras ser en cada momento de cada día de nuestra vida juntos…
Cuenta
la leyenda que cuando ella escuchó esto y se dio cuenta de que podía
elegir por sí misma ser quien ella quisiera, decidió ser todo el tiempo
la más hermosa de las mujeres.
Cuentan que desde entonces, cada
vez que nos encontramos con alguien que, con el corazón entre las manos,
nos autoriza a ser quienes somos, invariablemente nos transformamos.
cuentos para Pensar de Jorge Bucay
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