Hola amigos, bienvenidos a este sitio que solo busca compartir todo aquello que llega a mi buzón, y nos ayuda a crecer en nuestra fe católica..
(casi todo es sacado de la red)

Si alguien comprueba que es suyo y quiere que diga su procedencia o que se retire, por favor, que me lo comunique y lo hago inmediatamente. Gracias.

Espero que os sirva de ayuda y comenteis si os parece bien...


Gracias


Maria Beatriz.



SI AL CRUCIFIJO Tu quita un Crucifijo y nosotros pondremos mil

En este blog rezamos por todos los cristianos perseguidos y asesinados

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NOTICIAS SOBRE S.S. FRANCISCO

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Hemos vuelto

Queridos hermanos en Cristo. Tras algunos años de ausencia por motivos personales. A día de hoy 24 de Marzo del 2023, con la ayuda de Dios Nuestro Señor retomamos el camino que empezamos hace ya algún tiempo. Poco a poco nos iremos poniendo al día, y trataremos de volver a ganarnos vuestra confianza.

Gracias de antemano y tenednos paciencia.
Dios os guarde a todos y muchas gracias a los que a pesar de todo habéis permanecido fieles a este blog, que con tanto cariño y tanta ilusión comenzó su andadura allá por el año 2009

Dios os bendiga y os guarde a todos.

CAMINATA DE LA ENCARNACIÓN

3 de julio de 2012

LECTURAS DEL DÍA 03-07-2012


MARTES DE LA XIII SEMANA DEL TIEMPO ORDINARIO. 3 de Julio del 2012. 1º semana del Salterio. (Ciclo B) TIEMPO ORDINARIO.  FIESTA DE SANTO TÓMAS APÓSTOL. MES DEDICADO A LA PRECIOSÍSIMA SANGRE DE NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO. SS Tomás ap, Heliodoro ob, León II pp, Raimundo Gayrard es Santoral Latinoamericano. SS. Tomás.

LITURGIA DE LA PALABRA

Ef 2,19-22: Están edificados sobre el cimiento de los apóstoles
Salmo 116: Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio.
Jn 20,24-29: ¡Señor mío y Dios mío!
Los otros discípulos han visto al Señor resucitado y han creído en El; sin embargo Tomás no acepta su palabra. Al exigir que se le deje examinar el cuerpo de Jesús pide mas de lo que se le ofreció a los demás discípulos, Jesús les mostró sus manos y costado y ellos se alegraron al ver al Señor, pero Tomas quiere ver y tocar. Los discípulos y Tomas representan dos actitudes distintas ante las apariciones de Jesús, los discípulos se sienten movidos a reconocerle como Señor; Tomas por el contrario, quiere comprobar por si mismo.

La clave del relato es sin duda la ultima declaración de Jesús; porque me has visto Tomas has creído, felices los que creen sin haber visto. La bienaventuranza de la fe se dirige a todos aquellos que creen sin haber visto; su fe se apoya solamente en los signos, y los signos se comprenden solo con los ojos de la fe. Para el evangelista Juan, la fe que se nutre únicamente en la visión de los hechos extraordinarios o milagrosos seria generalmente deficiente.

Este relato pone de relieve la confesión adecuada de la fe cristiana al citar las palabras de Tomas: Señor mío y Dios mío. Tomas es presentado como representante de los que no quieren creer sin ver, vencida su increencia, el evangelista nos lo presenta como modelo de fe. Son sus palabras las que recogen la auténtica confesión de la fe cristiana, el reconocimiento a Jesús como Señor y Dios.

PRIMERA LECTURA.
Efesios 2,19-22
Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles
Hermanos: Ya no sois extranjeros ni forasteros, sino que sois ciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo Jesús es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado, y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor. Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu.

Palabra de Dios.

Salmo responsorial: 116
R/.Id al mundo entero y proclamad el Evangelio.

Alabad al Señor, todas las naciones, aclamadlo todos los pueblos. R.

Firme es su misericordia con nosotros, su fidelidad dura por siempre. R.

SANTO EVANGELIO.
Juan 20,24-29
¡Señor mío y Dios mío!
Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús. Y los otros discípulos le decían: "Hemos visto al Señor." Pero él les contestó: "Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo."

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos y Tomás con ellos. Llegó Jesús, estando cerradas las puertas, se puso en medio y dijo: "Paz a vosotros." Luego dijo a Tomás: "Trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente." Contestó Tomás: "¡Señor mío y Dios mío!" Jesús le dijo: "¿Porque me has visto has creído? Dichosos los que crean sin haber visto."

Palabra del Señor.

Reflexión de la Primera lectura: Efesios 2,19-22. Están edificados sobre el cimiento de los apóstoles 
“Hermanos: ya no sois extranjeros ni forasteros sino que sois ciudadanos del pueblo de Dios y miembros de la familia de Dios. Estáis edificados sobre el cimiento de los apóstoles y profetas, y el mismo Cristo es la piedra angular. Por él todo el edificio queda ensamblado y se va levantando hasta formar un templo consagrado al Señor.

Por él también vosotros os vais integrando en la construcción, para ser morada de Dios, por el Espíritu”.

Amigos de Jesús, no extraños; hijos de Dios, no advenedizos; servidores del Reino y no ovejas perdidas; piedras o miembros en la construcción de la comunidad eclesial; voceros de Dios y silencio interior de adoración. Todo eso es nuestra vida de apóstoles.

Evangelio según san Juan 20, 24-29:
“Tomás, uno de los Doce, llamado el Mellizo, no estaba con ellos cuando vino Jesús.

Los otros discípulos le decían: hemos visto al Señor. Pero él contestaba: si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos, y no meto la mano en su costado, no lo creo.

A los ocho días, estaban otra vez dentro los discípulos, y Tomás con ellos. Llegó Jesús..., se puso en medio y dijo: paz a vosotros. Luego dijo a Tomás: trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado; y no seas incrédulo sino creyente. Contestó Tomás: ¡Señor mío y Dios mío!... Dichosos los que crean sin haber visto”.

Palabra por palabra, este párrafo se escribió para facilitarnos una experiencia profunda de la vida en Dios, por fe y amor. Repitamos varias veces el texto pausadamente, y coloquémonos en lugar de Tomás.

Familiares de Dios, apóstoles de Cristo.
San Pablo nos recuerda que Cristo instituyó con sus discípulos y amigos una Comunidad de fe (Iglesia) poniendo como pilares del edificio a los apóstoles.

Ante Dios y en la sangre de Cristo, todos somos Iglesia, todos somos iguales; pero cada cual ha de asumir su propia función, ministerio o servicio, y ha de hacerlo en comunión con los demás.

Sin fe, esta comunión no se da. Sin creyentes no hay comunión, y sin coordinadores o animadores de la comunión, no hay continuidad de vida y organización. Todos somos necesarios en la vida, amor. Y ninguno es indispensable. Cultivemos, pues, la vida en comunión y compromiso de fidelidad a Cristo y a los hermanos.

¡Señor mío y Dios mío!
En función de ese servicio apostólico, los Doce apóstoles (y todos los apóstoles posteriores en la historia) hemos de sentirnos y hemos de vivir en plenitud de entrega por fe y amor. De lo contrario, los apóstoles, como columnas, serían demasiado frágiles para el edificio que sostienen.

Mas esa fe y ese amor que ellos y nosotros hemos de tener y vivir debe ser muy consciente, clarificada, probada.

Por eso hemos de agradecer la lección de Tomás y no ser demasiado ingenuos. Tomás dijo algo que sentían también sus compañeros, pues era tan sublime la verdad de que Cristo vivía, tras la muerte, que bien valía la pena cerciorarse lo más posible de que todo era verdad, no un sueño.

¡Gracias, Tomás, porque supiste pasar de tus exigencias a las exigencias del Amor, Cristo!

Reflexión del Salmo 116. Vayan al mundo entero y proclamen el Evangelio. 
El más breve de todos los salmos es un himno de alabanza. Los salmos de este tipo celebran alguna acción significativa para la vida y la historia del pueblo de Dios. Los himnos de alabanza tienen un horizonte más amplio que los salmos de acción de gracias individual. Son de carácter más universal, mientras que la acción de gracias individual parte, por lo general, de un motivo que se limita a la vida de la persona.

Este breve salmo tiene dos de los elementos fundamentales de los himnos de alabanza: la introducción y el cuerpo. Normalmente, la introducción está compuesta por la invitación a la alabanza. Esta invitación puede dirigirse a uno mismo (por lo general, al «alma» del que compuso el salmo), a los demás, al pueblo o al mundo entero. Tras la invitación, se expone el motivo. En muchos salmos, como sucede en este, el motivo comienza con una conjunción («pues...», «porque...»). A continuación se enumeran las acciones del Señor que merecen alabanza, sus intervenciones en la vida y en la historia del pueblo.

Teniendo en cuenta lo dicho, en el salmo 116 podemos distinguir una introducción (1) y un cuerpo (2), que comienza con la conjunción «pues». Si así se quiere, el aleluya final puede hacer las veces de conclusión. De este modo, tendríamos un himno de alabanza con todos los elementos propios de este tipo de salmos.

Hay algún detalle interesante en el modo en que está organizado este salmo. Si nos fijamos en las dos frases que componen el primer versículo, podemos darnos cuenta de que son muy parecidas en cuanto al contenido. Se trata de un recurso característico de la poesía hebrea, conocido como paralelismo. La figura del paralelismo puede aparecer con diversas variaciones: en algunos casos, las dos líneas son muy parecidas; en ocasiones, una completa la otra; y, a veces, una niega o contradice lo que afirma la otra. En los dos casos del salmo 116, la segunda idea es muy semejante a la primera. Dicho de otro modo, en el versículo 1 tenemos las siguientes parejas: «alaben», «glorifiquen», «todas las naciones» y «todos los pueblos»; en la primera frase, se trata de alabar al Señor y en la segunda, de glorificarlo.

También en el cuerpo (2) encontramos elementos relacionados por parejas: «amor», «fidelidad», «firme», «por siempre». El Señor es mencionado explícitamente al principio (1a) y al final del salmo (2b).

En la introducción (1) se invita a la alabanza. Todos los pueblos y naciones están invitados a alabar y glorificar al Señor. El motivo (2), sin embargo, no es universal, sino que está restringido al pueblo de Dios: el amor y la fidelidad del Señor por Israel son firmes y duran por siempre. No se dice que el Señor ame también a otros pueblos.

Este salmo nació de la experiencia de Israel como aliado del Señor. Dios, su compañero de alianza, siempre se ha mostrado igual a lo largo de la historia del pueblo. Selló con Israel un compromiso de amor y fidelidad. El salmista reconoce que Dios nunca ha faltado a su palabra.

La historia del pueblo aliado del Señor está marcada por la infidelidad a la alianza. Sin embargo, Dios permanece siempre fiel. Esto es lo que este salmo pretende alabar. Y, para hacerlo, invita a los pueblos y a las naciones, Puede sonar un tanto raro, pero no lo es. En el comienzo de su historia, Israel creía en los dioses de otras naciones. Sin embargo, poco a poco fue descubriendo que sólo existe un único Dios, y que todos los pueblos y naciones están llamados a encontrarse con él. Israel, en este caso, cumple la misión de mediador: un pueblo que conduce a los demás pueblos hasta el encuentro con el único Dios. Un encuentro de amor y de vida para todos los pueblos y naciones. De este modo, se supera un conflicto religioso. De todo esto nos hablan muchos textos del Antiguo Testamento, sobre todo los que surgieron poco antes, durante o inmediatamente después del exilio babilónico. Vale la pena recordar, por ejemplo, Is 25,6-8, el banquete universal que el Señor preparará para todos los pueblos en el monte Sión (es decir, en Jerusalén; véase, también, Sal 87). Hay dos textos de Zacarías (que vivió después del exilio) que merecen ser recordados: «Canta y alégrate, hija de Sión, porque yo vengo a habitar en medio de ti, palabra del Señor. En aquel día muchos pueblos se unirán al Señor.

Ellos serán también mi propio pueblo... Esto dice el Señor todopoderoso: “En aquellos días, diez hombres de todas las lenguas del mundo agarrarán a un judío de la orla de su vestido y le dirán: Dejadnos ir con vosotros, pues hemos oído que Dios está con vosotros”» (Zac 2,14-15a; 8,23).

Se menciona al Señor al principio (la) y al final del salmo (2b) y se le presenta como aliado de Israel. Dios hizo su compromiso con el pueblo con un amor fiel, firme y perpetuo. Al aceptar la invitación de Israel a la alabanza, los pueblos y las naciones descubren el rostro de Dios y también podrán experimentar a un Dios que ama fielmente y para siempre. No llegarán a ello porque la alabanza de Israel sea perfecta o porque el pueblo de Dios sea mejor que los demás. Descubrirán a Dios gracias a lo que confiesa Israel como fruto de su experiencia histórica, esto es, que Dios camina con su pueblo, que es su aliado y quien los ama con una fidelidad extrema.

Jesús, en el evangelio de Juan, se presenta exactamente con las mismas características del Dios de este salmo: «Porque la ley fue dada por Moisés, pero el amor y la fidelidad vinieron por Cristo Jesús» (Jn 1,17); «Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16); «Antes de la fiesta de la pascua, sabiendo que le había llegado la hora... Jesús, que había amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el fin» (Jn 13,1). Además, llama la atención el modo en que actuó Jesús con respecto a los que no eran judíos (Jn 4,4-42; 12,20-22; Mt 8,5- 13; 15,2 1-28), y la forma en que los no judíos respondieron a la llamada de Jesús.

Este salmo se presta para los momentos que ya hemos indicado a propósito de otros himnos de alabanza. Aquí podemos destacar la dimensión ecuménica. Es importante rezarlo tomando conciencia del modo en que se manifiestan, en nuestra historia, el amor y la fidelidad de Dios...

Reflexión primera del Santo Evangelio: Juan 20,24-29. ¡Señor mío y Dios mío! 
Se ha afirmado con razón que, para nuestra fe, tal vez haya sido más importante la incredulidad de Tomás que la creencia de los otros apóstoles. Resulta paradójico, ¡pero es verdad!

Debemos considerar como cierto que si Tomás hubiera estado con los otros discípulos en el momento de la primera aparición de Jesús, es posible que no hubiera sucumbido en una crisis de fe. Sin embargo, al mismo tiempo, con este recuerdo, el evangelista Juan abre ante nosotros una nueva pista para llegar a la experiencia liberadora de la fe en Jesús resucitado. En efecto, cuando Jesús se aparece a sus discípulos por segunda vez, se dirige directamente a Tomás y le pide que realice el camino de búsqueda y de descubrimiento que antes habían realizado sus «colegas». Esta vez, Tomás se vuelve disponible y se vuelve dócil al mandamiento del Señor y llega a un acto de fe límpido y transparente: « ¡Señor mío y Dios mío!» (v. 28).

Jesús pronuncia la bienaventuranza que sigue (v. 29), no tanto por Tomás como por nosotros: la situación histórica cambia por completo, pero el itinerario es siempre el mismo. Llegamos a la fe mediante un acto de abandono total en Jesús muerto y resucitado.

El suceso acontecido a Tomás centra por completo nuestra atención, por el simple motivo de que esta página evangélica termina con una “bienaventuranza” que nos concierne personalmente a todos: «Dichosos los que creen sin haber visto».

A buen seguro, hablando humanamente, el acto de fe, para ser razonable —digo «razonable», no «racional»—, necesita algunos signos, y Tomás está dispuesto a pedirlos explícitamente. Desde este punto de vista, tal vez la suya no pueda ser definida como una crisis de fe, sino más bien como una apasionada y sufrida búsqueda de un acto de fe que sea, al mismo tiempo, respetuoso con el hombre y devoto con Dios. Y cuando al final Tomás accede al acto de fe, el apóstol se abandona por completo a Aquel que se ha manifestado claramente. Por consiguiente, no había en él ningún prejuicio o incertidumbre: se trataba sólo de cerciorarse del hecho histórico de la resurrección de Jesús con un método experimental, el único que está al alcance de todos, incluso de los más sencillos. Ver para creer fue la exigencia del apóstol Tomás. Ver, tocar y palpar fue el itinerario que recorrió para reconocer la plena identidad entre el Señor resucitado y Jesús de Nazaret. Creer sin ver, sin tocar, sin palpar, es la situación en la que nosotros nos encontramos, nuestra bienaventuranza.

Reflexión segunda del Santo Evangelio: Juan 20,24-29. Un permanente acto de fe.

En estos días de la historia que nos han tocado, parece imponerse, con una fuerza cada día más imperiosa, la teoría de que debemos vivir únicamente de cara a la realidad palpable. El ámbito estrictamente humano de los fenómenos constatables por el propio hombre sería el único relevante para nosotros. Lo que no se puede medir, aquello de lo que no se puede tener una experiencia sensible, por mucho que se afirme y aunque haya sido aceptado antes por innumerables generaciones, en realidad hoy es para muchos irrelevante. El hombre del siglo XXI, para no ser tachado de iluso, ignorante o retrasado debe olvidar –dicen– la palabra creer. La falta de fe es una actitud que pretenden imponer hoy algunos en ciertos sectores culturales.

Los relatos evangélicos quedan, por tanto, sin sentido; descartados para esa moderna concepción de la vida humana y del mundo. Se argumenta que –con independencia de si están cargados de razón y de justicia– como narran sucesos extraordinarios, nada convincentes para la razón humana, no se pueden aceptar. Los Evangelios, por consiguiente, serían falsos puestos que contienen relatos que el hombre no puede comprender cómo sucedieron. Pero, claro, si se acepta la afirmación anterior el hombre se coloca, a sí mismo, como árbitro absoluto evaluador de toda realidad y verdad y, en rigor, todo terminaría entonces donde acaban las capacidades humanas. Es la consecuencia necesaria si sólo es real lo compresible para el hombre.

Nada más insólito, por alejado de la experiencia, que la vida actual de quien estuvo muerto y enterrado. Pero, sin embargo, Tomás no se pudo negar a la resurrección de Jesús: lo estaba contemplando con sus ojos y palpando con sus propias manos. Y el apóstol convencido se desdice públicamente ante los demás, que habían sido testigos hacía poco de su engreída seguridad: si no le veo en las manos la marca de los clavos, y no meto mi dedo en esa marca de los clavos y meto mi mano en el costado, no creeré, había declarado.

Pero esa lección de Cristo, con ocasión de la incredulidad del apóstol, parece haber sido olvidada por algunos que se dicen en nuestros días maduros. Con una pretendida elocuencia y sabiduría, que más bien parece ingenuidad infantil, afirman tozudamente: "si no lo veo, no lo creo". Y Jesús, que tiene "palabras de vida eterna", para la Eternidad y para todos nuestros días, sigue diciéndonos hoy: bienaventurados los que sin haber visto hayan creído y no seas incrédulo sino creyente. ¿Acaso podrían engañar a Tomás de modo unánime el resto de los Apóstoles? Nada más absurdo ¿No podría por sí mismo haber comprobado que el sepulcro estaba vacío? Sin duda y con poco esfuerzo. María también –la Madre de Jesús– le hubiera confirmado de inmediato, llena de gozo, la Resurrección de su Hijo, de haberle preguntado; pero no lo hizo.

También ahora algunos parecen muy convencidos, con la seguridad que les brinda su exclusivo criterio y alentados en ello por algunos que pasan la vida viviendo de la incredulidad de la gente. En realidad, no es precisamente de hoy ese apego desmesurado al propio modo de pensar y de juzgar, que impide al sujeto reconocer lo verdadero y valioso de lo demás. Pero la pérdida que supone esa triste actitud es especialmente lamentable cuando el otro, a quien no se atiende, anuncia con verdad a Dios.

Se hace muy necesaria en nuestros días una vida humana de fe. Necesita el hombre vivir libre del prejuicio de que la fe empequeñece, recorta la libertad intelectual, disminuye el señorío propio, resta capacidad de iniciativa, nos convierte en elementos informes de una masa impersonal, etc. Muy por el contrario, conocer a Dios, creer a Dios, y más en concreto cuanto ha revelado acerca de los hombres, eleva al creyente sobremanera respecto a los que desconocen cuanto a Dios y al hombre desde Dios se refiere.

Los imperativos de la fe, esos compromisos que reconoce y acepta el creyente al tener a Dios como Padre, condicionan ciertamente su vida personal: he aquí el problema inconfesable. Pero sobre todo, el que tiene fe considera decisivo reconocer a Dios, pues es bien consciente de la tremenda laguna intelectual que supone para el hombre no advertir su presencia: sólo el que cree y vive la fe sabe –por ejemplo– de la paz de tener a Dios como Padre. De hecho, quien no acepta la fe no desea tener que someter inteligencia y voluntad, aunque sea a un Padre. Ya no sería señor de sí mismo, y en modo alguno está dispuesto.

No supone, sin embargo, pérdida alguna la dependencia plena y libremente asumida de la fe. Y menos aún frente a esa otra actitud de pretendida autonomía librepensadora de algunos, que no tiene razón de ser y así se reconoce a poco que se intenta razonar con pausa y objetividad sobre nuestra humana condición: casi nada de lo cualitativamente personal, de lo que nos configura como humanos, depende de la persona. Habría, pues, que asumir la mentira del "señorío" absoluto y absurdo del hombre sobre el hombre, para gozar luego las ventajas de la autonomía librepensadora.

El creyente, en cambio, se siente seguro –y con razón– porque está en la realidad. No le importa notar que no se debe a sí mismo. Pero es consciente de que Dios lo ha hecho capaz de llevar a cabo acciones relevantes ante Él –de categoría divina– con sólo cumplir su voluntad. Lo que condiciona, pues, la vida del creyente en cuanto tal, más que como requisitos condicionantes negativos, se contempla, a los ojos de la fe, como ocasiones de auténtico engrandecimiento y acceso a la divinidad, y permanente ocasión de alegría y agradecimiento. Siendo como Dios ha querido, el hombre de fe es y se siente a la manera de Dios: triunfa en él el plan divino de que llegue a ser hijo de Dios.

La Madre de Dios y de los hombres, maestra de fe, de esperanza y de amor, nos colme de su alegría –le pedimos–, para saber contagiar a otros –a muchos– del entusiasmo inigualable de creer en Dios.

Reflexión tercera del Santo Evangelio: Juan 20,24-29.Los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por miedo a los Judíos. 
El Evangelio de san Juan, destaca por su gran importancia, las apariciones de Jesús a los apóstoles. La primera tiene lugar en la tarde del mismo día de la resurrección. Los once apóstoles están juntos; acaso hubiese con ellos otras gentes que no se citan, como tampoco se dice en qué lugar; creíblemente podría ser en el cenáculo (Act 1:4.13). Los sucesos de aquellos días, siendo ellos los discípulos del Crucificado, les tenían temerosos. Por eso les hacía ocultarse y cerrar las puertas, para evitar una intromisión inesperada de sus enemigos. Pero la entrega de este detalle tiene también por objeto demostrar el estado glorioso en que se halla Cristo resucitado cuando se presenta ante ellos.

Entonces llegó Jesús y poniéndose en medio de ellos, les dijo: “¡La paz esté con ustedes!”. La paz es un don Dios, la paz viene de Dios, es allí donde debemos buscarla, y en su morada favorita, en el corazón de los hombres, en ese lugar debe nacer la buena disposición para vivir en armonía y tranquilidad. Construir la paz, requiere una gran dosis de amor por la vida y los hombres. En Dios, la paz tiene su origen, y nosotros tenemos que contribuir a ella. Nuestro Señor, es Dios de la paz, y en nuestras oraciones pidamos siempre por ella, oremos a Jesús, el nos trajo la paz de Dios a los hombres y es el Príncipe de la paz.

En efecto, Cristo es nuestra paz, los cristianos expresamos nuestro convencimiento de que sólo Cristo es "nuestra paz" (Ef. 2, 14), reafirmando así que Él mismo es un don de paz como Padre de toda la humanidad.

Por tanto, oremos por la paz, con el convencimiento de verdaderos cristianos, concientes de que la justicia y la paz son dos bienes absolutamente inseparables, producto de los corazones justos y de conciencia de camino en rectitud.

“Reciban el Espíritu Santo. Los pecados serán perdonados a los que ustedes se los perdonen, y serán retenidos a los que ustedes se los retengan”. No se trata del don del Espíritu Santo en forma visible y pública, como sucederá el día de Pentecostés; sin embargo es muy significativo que el día mismo de la Resurrección Jesús haya derramado sobre los Apóstoles su Espíritu. De esta manera el Espíritu Santo aparece como el primer don de Cristo resucitado a su Iglesia en el momento en que la constituye y la envía a prolongar su misión en el mundo. Y con la efusión del Espíritu la institución de la penitencia, que con el bautismo y la Eucaristía es un sacramento típicamente pascual, signo eficaz de la remisión de los pecados y de la reconciliación de los hombres con Dios efectuada por el sacrificio de Cristo.

En esta aparición del Señor a los apóstoles no estaba el apóstol Tomás, de sobrenombre el mellizo. Si aparece, por una parte, el hombre de corazón y de arranque que relata san Juan 11:16. En el capitulo 14:5 san Juan lo muestra un tanto escéptico. Entonces se diría que es lo que va a reflejarse aquí. No solamente no creyó en la resurrección del Señor por el testimonio de los otros diez apóstoles, y no sólo exigió para ello el verle él mismo, sino el comprobarlo. Es así como el necesitaba ver las llagas de los clavos en las manos del Señor, y aún mas, meter su dedo en ellas, lo mismo que su mano en la llaga del costado de Cristo, la que había sido abierta por el golpe de lanza del centurión. Entonces, sólo a este precio creerá.

Pero a los ocho días se realizó otra vez la visita del Señor. Estaban los apóstoles juntos, probablemente en el mismo lugar, y Tomás con ellos. Y vino el Señor otra vez, cerradas las puertas. San Juan relata esta escena muy sobriamente. Y después de desearles la paz "¡La paz esté con ustedes!", se dirigió a Tomás y le dijo: Trae aquí tu dedo: aquí están mis manos y le mandó que cumpliese en su cuerpo la experiencia que él exigía diciéndole: Acerca tu mano, métela en mi costado. En adelante, no seas incrédulo, sino hombre de fe.

No dice explícitamente el relato si Tomas llegó a introducir el dedo en las llagas para cerciorarse, al contrario lo exceptúa al decirle Cristo: Ahora crees, porque me has visto. La evidencia de la presencia de Cristo había de deshacer la obstinación de Tomás.

Tomas exclamo: ¡Señor mío y Dios mío! Esta exclamación encierra una riqueza teológica grandiosa y hermosísima. Esta es un reconocimiento de Cristo, es un afirmación de quién es El. Es, además, esta enunciación, uno de los pasajes del evangelio de san Juan junto con el prólogo, en donde explícitamente se proclama la divinidad de Cristo. Dado el lento proceso de los apóstoles en ir valorando en Cristo su divinidad hasta la gran clarificación de Pentecostés, sin duda la frase es una explicitación de san Juan a la hora de la composición de su evangelio. Pero supone el acto de fe de Tomás.

Dice el Señor: ¡Felices los que creen sin haber visto! La respuesta de Cristo a esta confesión de Tomás acusa el contraste, se diría un poco irónico, entre la fe de Tomás y la visión de Cristo resucitado, para proclamar bienaventurados a los que creen sin ver. No es censura a los motivos racionales de la fe y la credibilidad, como tampoco lo es a los otros diez apóstoles, que ocho días antes le vieron y creyeron, pero que no plantearon exigencias ni condiciones para su fe, ya que ellos no tuvieron la actitud de Tomás, que se negó a creer a los testigos para admitir la fe si él mismo no veía lo que no sería dable verlo a todos, ni por razón de la lejanía en el tiempo, ni por haber sido de los elegidos por Dios para ser testigos de su resurrección (Act 2:32; 10:40-42). Es la bienaventuranza de Cristo a los fieles futuros, que aceptan, por tradición ininterrumpida, la fe de los que fueron elegidos por Dios para ser testigos oficiales de su resurrección y para transmitirla a los demás. Es lo que Cristo pidió en la Oración Sacerdotal: No ruego sólo por éstos (por los apóstoles), sino por cuantos crean en mí por su palabra” (Jn 17:20).

Tomás fue reprochado, no porque el ver para creer sea malo, sino por haber rechazado el testimonio de los otros apóstoles que vieron. Para creer hay que verlo directamente, como los apóstoles, o indirectamente, como nosotros, que nos apoyamos en el ver y en la predicación solemne y pública de los apóstoles.

La fe es un don de Dios, pero tiene también sus bases humanas, como es el estudio y el testimonio de los testigos.
Este Evangelio nos enseña una lección de fe y, nos invita a no esperar signos visibles para creer. Pero también es comprensible que Tomás quisiera experimentar por sí mismo, del mismo modo como nos gusta a nosotros experimentar por nosotros mismos, porque a Cristo se le debe experimentar en primera persona. Es cierto que la ayuda de los amigos como los consejos de nuestro director espiritual son validos, pero al final solo depende de nosotros mismos dar ese gran paso a la fe, y entregarnos con toda confianza a los brazos del Señor.

El Señor permite a Tomás esta experiencia, se aparece a los apóstoles e inmediatamente le habla, me imagino la emoción de Tomás al verle, tal vez entristecido por haber dudado, pero al mismo tiempo agradecido por este actitud de Cristo y, así, el hace ese hermoso reconocimiento a la divinidad de Jesús con esta hermosa oración de alabanza: “Señor mío y Dios mío.”

Señor mío y Dios mío, quítame todo lo que me aleja de ti. Señor mío y Dios mío, dame todo lo que me acerca a ti. Señor mío y Dios mío, despójame de mi mismo para darme todo a ti. (S. Nicolás de Flüe,).

Aunque no estoy aún dispuesto para verte y tocarte, ioh Dios mío!, quiero igualmente acercarme a ti y alcanzar con el deseo lo que ahora no puedo plenamente conseguir. Cristo es "nuestra paz" (Ef. 2, 14), la Paz de Cristo Resucitado para todos.

Reflexión cuarta del Santo Evangelio: Juan 20,24-29.Los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por miedo a los Judíos. 
vv. 24-29: Mellizo (24), cf. 11,16: parecido con Jesús por su prontitud para acompañarlo en la muerte. Los Doce, en Jn, la comunidad cristiana en cuanto heredera de las promesas de Israel (6,70); esta cifra no de­signa a la comunidad después de la muerte-resurrección de Jesús, cuando las promesas se han cumplido (cf. 21,2: siete nombres, comuni­dad universal). Tomás no había entendido el sentido de la muerte de Jesús (14,5); la concebía como un final, no como un encuentro con el Padre. Separado de la comunidad (no estaba con ellos), no ha partici­pado de la experiencia común, no ha recibido el Espíritu ni la misión. Es uno de los Doce, con referencia al pasado.

La frase de los discípulos (Hemos visto al Señor, cf. 20,18) formula la experiencia que los ha transformado. Esta nueva realidad muestra por sí sola que Jesús no es una figura del pasado, sino que está vivo y ac­tivo entre los suyos. Tomás no acepta el testimonio. No admite que el que ellos han visto sea el mismo que él había conocido. Exige una prueba individual y extraordinaria.

Ocho días después (26): el día permanente de la nueva creación es «primero» por su novedad y «octavo» (número que simboliza el mundo futuro) por su plenitud. En él va surgiendo el mundo definitivo. Den­tro, en la esfera de Jesús, la tierra prometida. Las puertas atrancadas ya no indican temor; trazan la frontera entre la comunidad y el mundo, al que Jesús no se manifiesta (14,22s). Llegó, lit. «llega»; ya no se trata de fundar la comunidad (20,19: “llegó”), sino de la presencia habitual de Jesús con los suyos. Jesús se hace presente a la comunidad, no a Tomás en particular. Jn menciona solamente el saludo (Paz con vosotros), que en el episodio anterior abría cada una de las partes. No siendo ya éste el primer encuentro, el saludo remite al segundo saludo anterior (20,21): cada vez que Jesús se hace presente (alusión a la eucaristía), re­nueva la misión de los suyos comunicándoles su Espíritu.

Luego (27) divide la escena; ahora va a tratarse de Tomás. Unido al grupo encontrará solución a su problema. Jesús, demostrándole su amor, toma la iniciativa y lo invita a tocarlo. La insistencia de Jn en lo físico (dedo, manos, mano, meter, costado) subraya la continuidad entre el pasado y el presente de Jesús: la resurrección no lo despoja de su condición humana anterior ni significa el paso a una condición supe­rior: es la condición humana llevada a su cumbre y asume toda su his­toria precedente. Ésta no ha sido solamente una etapa preliminar; ella ha realizado el estado definitivo.

Respuesta (28) tan extrema como la incredulidad anterior. El Señor es el que se ha puesto al servicio de los suyos hasta la muerte (13,5.14); es así como en Jesús ha culminado la condición humana (19,30). La ex­presión Señor mío reconoce esa condición. Tomás ve en Jesús el acaba­miento del proyecto divino sobre el hombre y lo toma por modelo (mío).

Después del prólogo (1,18: «Hijo único, Dios«) es la primera vez que Jesús es llamado simplemente Dios (cf. 1,34.49, etc.: «el Hijo de Dios«; 3,16.18, etc.: «el Hijo único de Dios«). Con su muerte en la cruz ha dado remate a la obra del que lo envió (4,34): realizar en el Hombre el amor total y gratuito propio del Padre (17,1). Se ha cum­plido el proyecto creador: «un Dios era el proyecto« (1,1). Tomás des­cubre la identificación de Jesús con el Padre (14,9.20). Es el Dios cer­cano, accesible al hombre (mío).

La experiencia de Tomás no es modelo (29). Jesús se la concede para evitar que se pierda (17,12; 18,9): a él no se le encuentra sino en la nueva realidad de amor que existe en la comunidad. La experiencia de ese amor (sin haber visto) es la que lleva a la fe en Jesús vivo (llegan a creer).

Síntesis: La fe de la comunidad reconoce en Jesús al Hombre-Dios; tal es la formulación de su experiencia. Toda generación cristiana puede participar de ella por la comunicación del Espíritu/vida.

Uno de los elementos comunes de todas las apariciones de Jesús descritas o citadas en los evangelios es que se trata de encuentros personales; para los destinatarios fueron una vivencia objetiva. En ella pudieron experimentar que Jesús no era un espíritu. Era el crucificado, no cabría duda: vieron la marca de la cruz en su cuerpo. Y, paradójicamente, era distinto: su corporeidad no estaba sujeta a las limitaciones propias del tiempo y del espacio. En cualquier caso, sólo se le puede reconocer si él se da a conocer.

El evangelista pone de relieve la continuidad existente entre el Jesús resucitado que toma la iniciativa de revelarse a quien quiere y el Jesús terreno que había elegido a los discípulos que él quiso. Se trata de la misma persona, pero transfigurada por la realidad de la resurrección. Los discípulos se alegran al ver al Señor; lo han reconocido cuando les ha mostrado las señales de la pasión, las manos y el costado. Sin embargo parece que el reconocimiento no resulta fácil. Tomás, que no estaba con ellos, quiere pruebas y pone condiciones para creer: quiere comprobarlo con sus propios ojos.

Tomás no sólo experimenta esas dificultades para aceptar la resurrección, sino que además, ofrece resistencias, pues no acepta el testimonio de los discípulos, y exige pruebas. Y éstas van en escala: "ver la señal de los clavos", "meter el dedo en la señal de los clavos", "meter la mano en el costado". A Tomás no le bastan las palabras de los otros discípulos. Es necesario la aparición de Jesús, que se presente en medio de ellos y pronuncie el saludo judío, que es su saludo pascual. Llama la atención la actitud de Jesús resucitado que ofrece a Tomás las pruebas que éste había exigido y lo que es más importante, le invita a creer. La respuesta del discípulo es realmente emotiva: su confesión personal está cargada de afecto: "Señor mío y Dios mío". En ella manifiesta no sólo su fe en la resurrección de Jesús, sino también en su divinidad. Y con ello nos enseña que la consecuencia última de la resurrección del Mesías es el reconocimiento de su condición divina.

Reflexión quinta del Santo Evangelio: Juan 20,24-29.. Los discípulos se encontraban con las puertas cerradas por miedo a los Judíos.
vv. 24-29: Mellizo (24), cf. 11,16: parecido con Jesús por su prontitud para acompañarlo en la muerte. Los Doce, en Jn, la comunidad cristiana en cuanto heredera de las promesas de Israel (6,70); esta cifra no de­signa a la comunidad después de la muerte-resurrección de Jesús, cuando las promesas se han cumplido (cf. 21,2: siete nombres, comuni­dad universal). Tomás no había entendido el sentido de la muerte de Jesús (14,5); la concebía como un final, no como un encuentro con el Padre. Separado de la comunidad (no estaba con ellos), no ha partici­pado de la experiencia común, no ha recibido el Espíritu ni la misión. Es uno de los Doce, con referencia al pasado.

La frase de los discípulos (Hemos visto al Señor, cf. 20,18) formula la experiencia que los ha transformado. Esta nueva realidad muestra por sí sola que Jesús no es una figura del pasado, sino que está vivo y ac­tivo entre los suyos. Tomás no acepta el testimonio. No admite que el que ellos han visto sea el mismo que él había conocido. Exige una prueba individual y extraordinaria.

Ocho días después (26): el día permanente de la nueva creación es «primero» por su novedad y «octavo» (número que simboliza el mundo futuro) por su plenitud. En él va surgiendo el mundo definitivo. Den­tro, en la esfera de Jesús, la tierra prometida. Las puertas atrancadas ya no indican temor; trazan la frontera entre la comunidad y el mundo, al que Jesús no se manifiesta (14,22s). Llegó, lit. «llega»; ya no se trata de fundar la comunidad (20,19: “llegó”), sino de la presencia habitual de Jesús con los suyos. Jesús se hace presente a la comunidad, no a Tomás en particular. Jn menciona solamente el saludo (Paz con vosotros), que en el episodio anterior abría cada una de las partes. No siendo ya éste el primer encuentro, el saludo remite al segundo saludo anterior (20,21): cada vez que Jesús se hace presente (alusión a la eucaristía), re­nueva la misión de los suyos comunicándoles su Espíritu.

Luego (27) divide la escena; ahora va a tratarse de Tomás. Unido al grupo encontrará solución a su problema. Jesús, demostrándole su amor, toma la iniciativa y lo invita a tocarlo. La insistencia de Jn en lo físico (dedo, manos, mano, meter, costado) subraya la continuidad entre el pasado y el presente de Jesús: la resurrección no lo despoja de su condición humana anterior ni significa el paso a una condición supe­rior: es la condición humana llevada a su cumbre y asume toda su his­toria precedente. Ésta no ha sido solamente una etapa preliminar; ella ha realizado el estado definitivo.

Respuesta (28) tan extrema como la incredulidad anterior. El Señor es el que se ha puesto al servicio de los suyos hasta la muerte (13,5.14); es así como en Jesús ha culminado la condición humana (19,30). La ex­presión Señor mío reconoce esa condición. Tomás ve en Jesús el acaba­miento del proyecto divino sobre el hombre y lo toma por modelo (mío).

Después del prólogo (1,18: «Hijo único, Dios«) es la primera vez que Jesús es llamado simplemente Dios (cf. 1,34.49, etc.: «el Hijo de Dios«; 3,16.18, etc.: «el Hijo único de Dios«). Con su muerte en la cruz ha dado remate a la obra del que lo envió (4,34): realizar en el Hombre el amor total y gratuito propio del Padre (17,1). Se ha cum­plido el proyecto creador: «un Dios era el proyecto« (1,1). Tomás des­cubre la identificación de Jesús con el Padre (14,9.20). Es el Dios cer­cano, accesible al hombre (mío).

La experiencia de Tomás no es modelo (29). Jesús se la concede para evitar que se pierda (17,12; 18,9): a él no se le encuentra sino en la nueva realidad de amor que existe en la comunidad. La experiencia de ese amor (sin haber visto) es la que lleva a la fe en Jesús vivo (llegan a creer).

Síntesis: La fe de la comunidad reconoce en Jesús al Hombre-Dios; tal es la formulación de su experiencia. Toda generación cristiana puede participar de ella por la comunicación del Espíritu/vida.

Uno de los elementos comunes de todas las apariciones de Jesús descritas o citadas en los evangelios es que se trata de encuentros personales; para los destinatarios fueron una vivencia objetiva. En ella pudieron experimentar que Jesús no era un espíritu. Era el crucificado, no cabría duda: vieron la marca de la cruz en su cuerpo. Y, paradójicamente, era distinto: su corporeidad no estaba sujeta a las limitaciones propias del tiempo y del espacio. En cualquier caso, sólo se le puede reconocer si él se da a conocer.

El evangelista pone de relieve la continuidad existente entre el Jesús resucitado que toma la iniciativa de revelarse a quien quiere y el Jesús terreno que había elegido a los discípulos que él quiso. Se trata de la misma persona, pero transfigurada por la realidad de la resurrección. Los discípulos se alegran al ver al Señor; lo han reconocido cuando les ha mostrado las señales de la pasión, las manos y el costado. Sin embargo parece que el reconocimiento no resulta fácil. Tomás, que no estaba con ellos, quiere pruebas y pone condiciones para creer: quiere comprobarlo con sus propios ojos.

Tomás no sólo experimenta esas dificultades para aceptar la resurrección, sino que además, ofrece resistencias, pues no acepta el testimonio de los discípulos, y exige pruebas. Y éstas van en escala: "ver la señal de los clavos", "meter el dedo en la señal de los clavos", "meter la mano en el costado". A Tomás no le bastan las palabras de los otros discípulos. Es necesario la aparición de Jesús, que se presente en medio de ellos y pronuncie el saludo judío, que es su saludo pascual. Llama la atención la actitud de Jesús resucitado que ofrece a Tomás las pruebas que éste había exigido y lo que es más importante, le invita a creer. La respuesta del discípulo es realmente emotiva: su confesión personal está cargada de afecto: "Señor mío y Dios mío". En ella manifiesta no sólo su fe en la resurrección de Jesús, sino también en su divinidad. Y con ello nos enseña que la consecuencia última de la resurrección del Mesías es el reconocimiento de su condición divina.

Elevación Espiritual para este día. 
De la incredulidad al éxtasis: éste es el camino de Tomás y, también, el de esa parte de nosotros que todavía no se rinde a la resurrección y a lo invisible. Tomás quiere garantías porque ha comprendido algo: si Jesús está vivo, su vida cambia. Si Jesús está vivo, entonces el Evangelio es verdadero. Y el Evangelio toma toda la vida.

Y Jesús no le hace ningún reproche, sino que le dice: «Acerca tu dedo y comprueba mis manos; acerca tu mano y métela en mi costado», porque no es un fantasma. No es una proyección de mis deseos, no es un fruto imaginario de mi corazón, no es el hijo de una ilusión. Hay un agujero en sus manos, donde puede entrar el dedo de Tomás; hay una lanzada, en la que puede entrar una mano.

Y le doy las gracias a Tomás porque también yo necesito que Jesús no sea un fantasma. Y en la mano de Tomás están todas nuestras manos. Las de los que creemos sin haber tocado porque otros lo han hecho. Lo dice Juan con orgullo: «Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida, lo que hemos visto y oído os lo anunciamos» (1 Jn 1,1-2).

Fe de manos que ha atravesado el corazón. Tomás no busca el camino para creer en ningún signo de poder, sino simplemente en las llagas: el agujero de las manos, el costado abierto, imágenes embriagadoras del amor de Dios. Y con Tomás empieza la historia de los enamorados de las heridas de Cristo, como Francisco de Asís o Catalina de Siena u otros más cercanos a nosotros.

Reflexión Espiritual para el día. 
Es uno de los principales capítulos de la doctrina católica, contenido en la Palabra de Dios y enseñado constantemente por los Padres, que el hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios y que, por tanto, nadie puede ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad. Porque el acto de fe es voluntario por su propia naturaleza, ya que el hombre, redimido por Cristo Salvador y llamado en Jesucristo a la filiación adoptiva, no puede adherirse a Dios, que a ellos se revela, a menos que, atraído por el Padre, rinda a Dios el obsequio racional y libre de la fe.

Está, por consiguiente, en total acuerdo con la índole de la fe el excluir cualquier género de imposición por parte de los hombres en materia religiosa. Por consiguiente, un régimen de libertad religiosa contribuye no poco a favorecer ese estado de cosas en el que los hombres puedan ser invitados fácilmente a la fe cristiana, a abrazarla por su propia determinación y a profesarla activamente en toda la ordenación de la vida.

El rostro de los personajes, pasajes y narraciones de la Sagrada Biblia y el Magisterio de la Santa Iglesia: 
Estáis edificados sobre el cimiento de los Apóstoles.
Hermanos, recordad como en otro tiempo, estabais lejos del Mesías, excluidos de la comunidad de Israel Y extraños a las alianzas, sin esperanza y sin Dios en el mundo.

En efecto, en otro tiempo existían los «privilegiados» y los no «privilegiados». Esta separación radical era ferozmente mantenida: estaba prohibido a los «goyims» —naciones paganas— atravesar el recinto del Templo que les estaba prohibido… bajo pena de muerte. Este desprecio de los «paganos» había suscitado a su vez un antijudaísmo muy generalizado.

Pero, tener prudencia con juzgar a nadie. ¿Puede decirse que esas actitudes orgullosas han desaparecido totalmente?: ¿no hay todavía entre nosotros racismo, separaciones entre los ambientes sociales, cuidadosamente mantenidas, y complejos de superioridad, de castas, de privilegios? ¿No sucede también alguna vez que el mismo termino «católico», desviado de su sentido propio, toma un aire despectivo?

Perdón, Señor, por nuestras estrecheces y por nuestras exclusiones. Es El, Cristo, nuestra «paz». De los dos, Israel y «gentiles» ha hecho un solo pueblo. Por su carne resucitada derribó el muro que los separaba, el odio, suprimiendo las prescripciones jurídicas de la ley... Uno de los frutos esenciales de la redención es la unidad, la paz, la supresión de los racismos, la destrucción de los «muros que separaban a los hombres entre sí». Y esto es simbolizado por Pablo por la coexistencia en el seno de la misma Iglesia de cristianos procedentes de Israel y cristianos venidos del paganismo. Hoy, en nuestro mundo actual, en nuestra Iglesia actual ¿cuáles son los riesgos y los puntos de ruptura, los puntos por los que el odio se infiltra? Cristo quería reunir a unos y otros en la paz y crear en Él «un solo hombre nuevo».

Unos y otros, reunidos en un «solo cuerpo» quería reconciliarlos con Dios por la cruz.  ¡Esto es lo que Cristo «quería»! ¡Lo que «quiere» todavía! Notemos que Pablo, hasta aquí, hablaba de lo que «separaba a unos y a otro», y que ahora habla de reconciliarse con Dios. Las dos perspectivas están ligadas: tener un mismo Padre, es fomentar la fraternidad. Haz que comulgue con tu voluntad, Señor Jesús.

Entrar en la aventura del amor que “agrupa” que «hace la paz», que «reconcilia», que «reúne»… esto cuesta la sangre de la cruz. No es una empresa fácil. ¡Señor! ¡Haznos constructores de paz, constructores de amor! En su persona dio muerte a la enemistad. Señor, que tratemos contigo de dar muerte a la enemistad. Por Él, unos y otros tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu. Ya no sois «transeúntes» ni «forasteros» sino conciudadanos de los santos y familiares de Dios... Estáis siendo juntamente edificados hasta ser «morada de Dios» en el Espíritu.

Estamos lejos de las exclusiones de antaño, ya no hay metecos ni razas inferiores. Todos los hombres son iguales ante Dios. Todos son sus hijos. Todos son de la misma familia. Y el verdadero Templo de Dios no está hecho de piedras, sino de personas vivas: Dios habita en la humanidad... Esto confiere una preeminente dignidad a todo ser humano. Por todo ello ¿qué deberíamos cambiar en nuestras relaciones con las personas, en nuestra manera de pensar y de actuar? +

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