Verdes colinas,
frescos valles, feraces llanuras, una vegetación opulenta de variadas hierbas y
árboles gigantescos, corrientes de agua bordeadas de sotos y praderas, hacen de
Uganda una de las regiones más pintorescas que se extienden en el áfrica
tropical. Más acá, Zanzíbar; más allá, el lago de Nyanza; arriba, un cielo
claro, que nunca se olvida de dar la lluvia en el tiempo oportuno; abajo, el
banano, don de Kintou, el rey fabuloso, fundador y legislador del reino de
Uganda; el banano, que sirve a los hombres de la tierra, a los baganda, para
construir sus chozas, para preparar su bebida y para recoger su mejor alimento.
El sucesor de Kintou
en 1885 se llamaba Muanga. Su corte estaba en Mengo. Allí vive con sus pajes y
sus guerreros; allí descansa después de sus partidas de caza y sus excursiones
bélicas en reinos circundantes; allí da audiencia, en un salón rodeado de
patios y jardines, recostado sobre un lecho deslumbrante de sedas y tapices, y
sin más vestido que un manto de algodón galonado de oro y plata.
Es un joven de
veinte años, que acaba de suceder a su padre, Mutesa, el que visitó Stanley en
sus exploraciones africanas. Belleza negra, instintos sanguinarios y alma
salvaje. Adora a los loubaté, les sacrifica sus cautivos de guerra, y consulta
a los adivinos, vestidos de pieles de mono y de gato montés. Pero tanto como a
los hechiceros admira a los Padres Blancos, que unos años antes llegaron de
Europa. Les consulta en los problemas difíciles, acude a su ciencia para buscar
remedio contra las enfermedades, escucha con curiosidad la exposición de su
doctrina y hasta dice a sus gentes que no hay mejor oración que el
Padrenuestro. A favor de la benevolencia real, el cristianismo se extiende en
torno suyo: muchos de sus pajes acaban de abrazar el cristianismo y son ya
miles los bagandas que han abandonado el culto sangriento de los espíritus
invisibles.
No tarda en surgir
la reacción, representada por los adivinos y un grupo numeroso de los grandes
del reino. Unos y otros tienen interés en mantener las tradiciones patrias.
Conjuran; resuelven suprimir al rey y poner en su lugar a un hermano suyo. Al
frente de la conspiración se pone el primer ministro, Katikiro. Pero los
cristianos velan por la vida de su señor. Dos de ellos, José Makasa y Andrés
Kagwa, advierten a Muanga del peligro y ponen a su disposición un cuerpo de dos
mil guerreros para defenderle. Al primer rumor, Katikiro corre al palacio, cae
a los pies del rey, se echa a llorar como un niño y protesta de su fidelidad.
Muanga le cree, le perdona y le mantiene en su puesto; y él comprende que la
ruina de los cristianos es para él cuestión de vida o muerte. Sus pérfidas
insinuaciones fueron transformando poco a poco el ánimo del soberano. La
benevolencia da lugar al recelo, el recelo al odio. Con motivo de una
indisposición, el rey toma una píldora que le receta el misionero, y poco
después se siente peor. «Los extranjeros le han querido envenenar», se dice
entre los grupos de la oposición pagana, y el primer ministro consigue explotar
el rumor con toda la finura de un hombre civilizado. Además, aquella religión
que condenaba los sacrificios humanos; la poligamia, la injusticia y la
crueldad, se iba haciendo demasiado molesta. Muanga había advertido que algunos
de sus pajes se negaban a satisfacer sus instintos bestiales, y eran
precisamente los cristianos.
De pronto, empezó
una de aquellas horribles matanzas tan frecuentes en las tierras africanas. En
ella el heroísmo de aquellos pobres negros, que a veces despreciamos, rayó a
tal altura, que no tienen nada que envidiar a los generosos martirios
cosechados por la religión cristiana entre los pueblos civilizados. La primera
víctima fue José Makasa, el que había descubierto la conspiración de los
paganos. Era uno de los primeros oficiales del palacio; durante algún tiempo,
Muanga había tenido tal confianza en él, que le mandó morar al lado de su misma
habitación. Ahora, en cambio, aparecía como el primero de los envenenadores, y
tenía, sobre todo, el crimen de impedir que los pajes se convirtiesen para el
rey en instrumentos de placer. «En adelante—dijo Muanga—no habrá ya dos reyes
en mi corte.» Y añadió, dirigiéndose a Mukajanga, que era el jefe de los
verdugos: «Corre al tribunal, que se encuentra a la puerta de la villa, y haz
reunir la leña necesaria para quemarlo.» Mkasa caminó sonriente al suplicio,
limitándose a decir mientras le ataban las manos: «Advertid a Muanga que me ha
condenado injustamente, pero que le perdono, y que estoy contento porque muero
por la religión.»
El 25 de mayo, al
anochecer, volvía Muanga de cazar junto al lago de Nyanza, cuando se le ocurrió
preguntar por uno de los muchachos que vivían en la corte, Mwafu, hijo del
primer ministro.
—Lo vi en la calle
principal con Sebugwawo—dijo uno de los circunstantes.
—Entiendo—murmuró
Muanga—; han ido a casa de mi armero Kisulé para aprender la religión.
Y habiendo visto que
los dos entraban poco después en el palacio, tuvo con ellos este
interrogatorio:
—¿Eres tú,
Sebugwawo, el que lleva a Mwafu a aprender la religión?
—Sí.
—¿Y tu, Mwafu, aprendes la religión?
—Sí.
—¿Y te atreves—continuó el rey, dirigiéndose a Sebugwawo—, te atreves a llevar al hijo de mi primer ministro para que le enseñen la religión?
—Te he dicho que sí.
—¿Y no sabes que he prohibido enseñar la religión? ¿No entiendes mis órdenes?
—Sí.
—¿Y tu, Mwafu, aprendes la religión?
—Sí.
—¿Y te atreves—continuó el rey, dirigiéndose a Sebugwawo—, te atreves a llevar al hijo de mi primer ministro para que le enseñen la religión?
—Te he dicho que sí.
—¿Y no sabes que he prohibido enseñar la religión? ¿No entiendes mis órdenes?
Y, sin aguardar
respuesta, tomó una lanza que había a su diestra, se arrojó sobre el cristiano
y le dejó sangrante y palpitante a sus pies. Así murió el segundo mártir.
Dionisio Sebugwawo era un adolescente de naturaleza delicada y enfermiza, que
estaba emparentado con el primer ministro y contaba apenas diecisiete años.
Unas horas después,
Muanga celebra Consejo con sus dignatarios. Está nervioso y congestionado;
ruge, y sus grandes ojos lanzan llamas de venganza.
—Esto no se puede
consentir—dice a sus magnates—; vuestros hijos son unos traidores, se han
rebelado contra mí.
Humillados y
confusos, aquellos hombres abyectos, acostumbrados a la servidumbre y a la
adulación, responden:
—Si eso es verdad, si nuestros hijos son malvados, mátalos; ya te daremos otros que te sirvan mejor.
—Si eso es verdad, si nuestros hijos son malvados, mátalos; ya te daremos otros que te sirvan mejor.
Alegre al oír estas
palabras, seguro de que no peligra su trono, Muanga ordena entonces una matanza
general de cuantos profesan la religión de los Padres Blancos. Ante todo,
necesita vengar su autoridad ultrajada, castigar a sus pajes o ponerlos en
razón. Un testimonio dirá más tarde: «El rey empezó a odiar a los cristianos
porque algunos de ellos se opusieron a sus vergonzosas solicitaciones.» El
grupo de aquellos jóvenes generosos tenía un jefe llamado Carlos Luanga. Bello y
fuerte, Luanga era el maestro de ceremonias de la corte, y a pesar de sus
veinte años, la guardia real obedecía a sus órdenes. Los mismos paganos le
amaban por su bondad, y los fieles encontraban en él un dechado, un sostén y un
consejero. Gracias a su entereza digna y respetuosa, logró salvar muchas veces
la inocencia de los pajes de las agresiones del rey. Fue, sobre todo, el ángel
de un niño que se llamaba Kizito y era hijo de uno de los más nobles señores de
Uganda. Nunca en el jardín real se había abierto una flor tan graciosa. Kizito
contaba trece años, era de una exquisita delicadeza y de costumbres purísimas.
Simple catecúmeno, nada deseaba tanto en el mundo como recibir las aguas del
bautismo. «Quiero ser hijo de Dios», decía con frecuencia. La vida del palacio
le tenía en una inquietud continua. Cuando le invitaban a entrar en el
departamento privado del monarca, se estremecía como una hoja, e iba a echarse
en brazos de su protector.
Conociendo el
peligro que se cernía sobre sus cabezas, los pajes cristianos fueron a
consultar sobre la conducta que debían seguir al más respetado de todos los
convertidos de Uganda, el armero Matías Kisulé. «Podéis huir—les dijo el
anciano—y ocultaros entre vuestras familias; pero si tenéis valor para morir
por nuestra santa religión cristiana, yo os aconsejo que volváis al lado del
rey.» Y todos aquellos pequeños héroes, prefiriendo el sacrificio a la fuga, se
reunieron en torno a su jefe y juraron morir con él. Al llegar la noche, Luanga
los reunió a todos en una de las salas del palacio, los arengó y los preparó al
combate con la oración. Kizito se acercó a él y le dijo que quería recibir el
bautismo antes de morir; y el mismo ruego le hicieron otros tres catecúmenos.
Carlos tomó un poco de agua y la derramó sobre las cabezas de sus compañeros,
pronunciando las palabras rituales: «Yo te bautizo en el nombre del Padre, del
Hijo y del Espíritu Santo.» Parecía una escena de las catacumbas, y,
efectivamente, de allí iban a salir aquellos campeones para renovar las gestas
gloriosas de los primeros héroes cristianos.
Al amanecer se
corrió la noticia por la residencia real, y tras ella vino una orden
inquietante: todos los pajes debían ser conducidos a presencia del rey.
«Nosotros, los cristianos—dice uno de los que habían asistido a la ceremonia de
aquella noche—, nos presentamos con Carlos Luanga a la cabeza. El rey estaba
sentado sobre un trono, y a su lado estaba la princesa Nassiwa. Antes de
sentarnos saludamos al monarca, diciéndole: « ¿Cómo estáis, señor?» Él se burlaba
de nosotros, nos insultaba y decía: «Vaya con los cristianos. Mis perros valen
más que vosotros.» Después de unos momentos, el rey preguntó: « ¿Han llegado
todos?» «Todos», le respondieron. Entonces mandó que cerrasen todas las
puertas, y añadió: «Bueno, que los que rezan vayan a aquel rincón, para que
sepa a quiénes tengo que matar.» Al instante, Carlos Luanga se levantó y se
dirigió al punto designado; los demás nos levantamos también y le seguimos con
alegría. Nadie iba triste. Luego el rey dijo; «¿Han marchado ya todos los que
rezan?» Y los que se habían quedado en su puesto, gritaron: «Aquí no reza
nadie.» Desconfiando de esta respuesta, el rey dijo a uno de sus oficiales:
«Mira a ver si queda alguno todavía.» El oficial descubrió entre ellos a Wasiva,
y le dijo: «¿No eres tú también de los que rezan?» «Lo era—contestó él—, pero
ya no lo soy.» «Ese engañador miente—gritó el rey desde su silla—. Matadlo; que
no llegue vivo a la noche.» Inmediatamente el verdugo se arrojó sobre él y lo
llevó. Nosotros nos reímos en nuestro rincón y decíamos: « ¡Desgraciado! ¿Qué
cosa le habrá movido a renunciar a la fe?» Después el rey pronunció la
sentencia y dijo: «Que todos los que rezan, que todos los que han abrazado la
religión, sean atados y quemados.» Los verdugos nos ataron a todos. Serían las
once de la mañana.»
Poco después se
desarrollaba en el palacio real otra escena no menos admirable. Llamado por el
rey, entró en su cámara uno de sus capitanes, Santiago Buzabaliawo, cristiano
fervoroso, que en el entusiasmo de su celo propagandista había hecho esfuerzos
para convertir a su señor. ¿Eres tú—le dijo Muanga—el jefe de los cristianos?
«Soy cristiano—respondió él con dignidad—; pero ese título de jefe no me
corresponde a mí.» «Este joven—replicó el rey—quiere hacerse el valiente; al
verle, creeríamos que es el mismo Kintou.» «Muchas gracias por el honor que me
haces.» «Este es el que se esforzaba por hacerme abrazar su religión....
Verdugos: llevadle de aquí y matadle.» «Adiós —dijo el soldado sin inmutarse—.
Me voy al paraíso para rezar a Dios por ti.» Una carcajada inmensa acogió las
últimas palabras: «Se ve—dijo el rey—que estos pobres cristianos han perdido la
razón.»
Entre tanto, los
valientes pajes eran conducidos desde la residencia del rey a la capital del reino,
y de aquí a Namugongo. Llegaron al ponerse el sol, precedidos siempre por el
prefecto de los suplicios, Mukajanga, que caminaba al son de los tambores,
«íbamos uno tras otro—dice uno de los presos que luego salió con vida—. En el
camino apalearon y alancearon a uno de nuestros compañeros. Atanasio
Badzekuketta, cuyo cadáver abandonaron a las aves. Nosotros nos decíamos unos a
otros: Nuestro amigo ha sido un héroe; no ha temido morir por la causa de Dios.
Seamos nosotros fuertes como él. Después empezamos a hablar de Dios,
manifestando nuestros sentimientos con estas palabras: Hacer la ofrenda de
nuestra persona por cumplir una bella acción, y retirarla luego es cosa de
cobardes. Para nosotros ha llegado el momento de cumplir lo que habíamos
prometido; muramos por Dios.»
Antes de entrar en
la cárcel se les juntaron otros dos condenados, el capitán Buzabaliawo y el
soldado Bruno Serunkuma. Este último, fuerte muchacho de veinticinco años,
había pasado durante el viaje por una granja de su hermano. Devorado por la sed
y el calor, no pudo contenerse y gritó en dirección a la cabaña: « ¡Bosa, Bosa,
tráeme un poco de vino de banano!» Y al verle venir, añadía: «Ya ves, nos
llevan a la muerte; pero vamos al Cielo a coger puesto para vosotros. Una
fuente que tiene muchos manantiales no puede agotarse; cuando nosotros hayamos
desaparecido, otros rezarán en lugar nuestro.» Bosa, entre tanto, le alargaba
el vaso, diciendo: «Toma el vino que pediste.» Entonces Bruno miró fijamente a
su hermano, y volviéndose luego hacia el verdugo, le dijo: «Vamos.» Había
recordado que Cristo no quiso beber en la cruz, y súbitamente le vino el deseo
de imitarle. Y pasó adelante sin beber.
Durante una semana
los héroes permanecieron en la cárcel, rezando desde la mañana hasta la noche y
dirigiéndose unos a otros palabras de aliento: «Estemos firmes—se decían—;
muramos por Jesucristo. Nuestro dolor será momentáneo. No moriremos dos veces.»
Llegó, finalmente, el día 2 de junio. Por la tarde los verdugos se reunieron al
son de los tambores y al canto de la melodía, que es el distintivo de su
respectiva circunscripción. «Cuando vimos que se reunían—dice Dionisio
Kamyuka—comprendimos que se acercaba nuestra última hora. No obstante, dormimos
muy bien aquella noche. Y si alguno se despertaba, miraba al vecino y le decía:
¿Duermes? Ya sabes; el combate será mañana. Seamos fuertes. Y rezábamos el
Padrenuestro y saludábamos a la Virgen.» Al amanecer del día siguiente se
presentaron los verdugos, teñidos de arcilla roja y de carbón. Para inspirar más
miedo, llevaban en la cabeza y en todo el cuerpo toda suerte de objetos
extraños, como collares de azabache, pieles de pequeños animales, plumas de
pájaros y amuletos. Los presos caminaban al lugar del suplicio con las manos
sujetas a la espalda. Eran dieciséis. Sus conductores danzaban en torno de una
manera vertiginosa, tocando panderetas y cantando canciones sanguinarias. Era
un rito macabro. El estribillo decía: «Hoy, día de llanto para las madres que
han parido a sus hijos.» No pudiendo abrazarse, los presos se miraban, sonreían
y se dirigían las dulces palabras que les dictaba la comunidad en la fe y en el
sacrificio. La hoguera estaba preparada en el fondo de un valle. Al llegar a
ella, el prefecto de los verdugos se acercó a los reos y empezó a golpearles
dulcemente la cabeza con un bastón. Este rito tenía por objeto impedir que las
sombras de los ajusticiados molestasen al espíritu del rey. De los dieciséis,
sólo trece fueron golpeados. Esto quería decir que a tres de ellos se les
conservaba la vida. Así lo comprendieron, por lo cual se echaron a llorar,
diciendo casi desesperados: « ¿Por qué no nos matáis? También nosotros somos
cristianos. Ni hemos renunciado a nuestra religión, ni renunciaremos jamás.»
Sordo a sus gritos, el verdugo dio las órdenes para proceder al suplicio de los
demás. Entre los perdonados figuraba Dionisio Kamyuka, por quien conocemos
muchos de los detalles de aquel drama sublime.
Cuando se encendía
la leña, dijo el verdugo a los mártires: «Declarad simplemente que no volveréis
a rezar y Muanga os perdonará.» « ¡Oh, no—respondieron ellos—, rezaremos
mientras vivamos!» Y continuó el siniestro preparativo. Carlos Luanga fue
quemado aparte, a fuego lento. Cuando le llevaban, se despidió de los demás con
estas palabras: «Amigos, hasta más ver; nos encontraremos en el Cielo.»
Empezaron a aplicarle el fuego en los pies, y poco a poco pasaban a las demás
partes del cuerpo. Al mismo tiempo el verdugo le decía: «¡Que tu Dios venga a
sacarte de las brasas!» « ¡Pobre insensato—respondía él—; no sabes lo que
dices! Ahora no haces más que echar agua sobre mis miembros; cuida de que el
Dios a quien insultas no te sumerja un día en el verdadero fuego.» Y añadía con
un valor heroico: «Suéltame las manos para que yo mismo pueda atizar la llama.»
Entre tanto, sus compañeros cantaban en medio de las llamas. «El fuego—decía
Dionisio—se levantó como un torbellino, como cuando se quema una casa. Y cuando
empezaron a alzarse las llamas yo oía salir de en medio de ellas el murmullo de
las oraciones de los cristianos, que morían invocando a Dios.» El pequeño
Kizito, el más joven de aquellos adolescentes, fue uno de los más valerosos.
Cuando le arrojaron a la hoguera, seguía sonriendo y hablando a los ejecutores
con la gracia de un apóstol y la altivez de un héroe. A sus palabras respondía
el que le llevaba al suplicio: «Tú me llamas demonio; tu me dices que el fuego
con que fumo el tabaco me abrasará. Ahora es a mí a quien toca quemarte a ti.»
El pequeño atleta seguía sonriendo y provocando a sus asesinos.
Quedaba una víctima
todavía: era el propio hijo de Mukajanga, el jefe de los verdugos. Se llamaba
Mubaga Tuzindé, uno de los que habían recibido el bautismo la noche antes de la
prisión. Desde aquel día se habían puesto en juego todos los medios para hacerle
apostatar. Pero él respondía siempre: «No es posible; yo soy cristiano y
permaneceré cristiano.» Y sus compañeros rezaban por él, para que no les
abandonase en la última hora. El padre había esperado que la vista de los
preparativos del suplicio quebrantaría su valor. Pero el muchacho permanecía
firme. Él mismo se echó a las llamas, y cuando quedó rodeado de ellas:
«Ueraba—dijo—; adiós, padre.» «Hijo mío—suplicó entonces el feroz verdugo—,
ven, yo te ocultaré en mi choza; nadie pasa por allí y no te encontrarán.»
«Padre—contestó él—, yo no quiero esconderme; yo quiero ser fiel a la oración.
Por otra parte, tú eres esclavo del rey; si me escondes te matarán a ti; pero,
padre mío, tengo miedo al fuego; mátame antes que se encienda más». Mukajanga
hizo señas a uno de sus subalternos y volvió la vista. El ayudante levantó al
niño y le rompió la nuca con un mazo. Entre los siniestros chisporroteos se
oían aún las plegarias de los demás. ¡Ni un grito, ni una lágrima, ni un
gemido! Tal fue la muerte de aquellos negros admirables. De repente, el salvaje
se levantaba a la más alta gloria del hombre civilizado. No es menos noble la
actitud de estos jóvenes africanos que la de los mártires civilizados del
Imperio romano. Pertenecen a la misma familia de los mártires de Cristo, y en
el Cielo llevan la misma corona. En pocos años el catecismo había despertado
entre la barbarie el anhelo de todas las grandezas.
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