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Gracias


Maria Beatriz.



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En este blog rezamos por todos los cristianos perseguidos y asesinados

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NOTICIAS SOBRE S.S. FRANCISCO

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Hemos vuelto

Queridos hermanos en Cristo. Tras algunos años de ausencia por motivos personales. A día de hoy 24 de Marzo del 2023, con la ayuda de Dios Nuestro Señor retomamos el camino que empezamos hace ya algún tiempo. Poco a poco nos iremos poniendo al día, y trataremos de volver a ganarnos vuestra confianza.

Gracias de antemano y tenednos paciencia.
Dios os guarde a todos y muchas gracias a los que a pesar de todo habéis permanecido fieles a este blog, que con tanto cariño y tanta ilusión comenzó su andadura allá por el año 2009

Dios os bendiga y os guarde a todos.

CAMINATA DE LA ENCARNACIÓN

13 de noviembre de 2011

La parábola de los talentos


Los talentos
(Mt. 25,14-30; cf. Lc. 19,12-27)

«Es como un hombre que, al emprender un viaje, llama a sus criados y les entrega su fortuna».

Así comienza la parábola.  Es la situación de los cristianos después de la muerte de Jesús. La ausencia de toda alusión a la resurrección con la atención fija únicamente en el regreso de ese señor, debería avivar la prudencia de los exegetas. Jesús mismo, más bien que uno u otro jefe de la comunidad, exhorta a los discípulos que se dispersarán, después de la muerte del «pastor», como ovejas de un rebaño que se ha quedado sin su pastor.

El comienzo de la parábola de las minas, en san Lucas, ha coloreado la historia —pero la historia real— de recuerdos de los pequeños reinos helenistas de aquella época: «Un hombre de alta alcurnia—un príncipe real—marchó a un país lejano—uno piensa en Roma que hace y deshace los reyes—, para recibir allí el reino y volver en seguida» (Lc 19,12).

Fuera de algunos detalles, los comentaristas recientes prefieren la versión de la parábola de san Mateo. Es la que seguimos nosotros.

El hombre que emprende un viaje llama a sus criados y les confía su hacienda. A ellos les corresponde hacerla producir durante su ausencia.

El hombre es rico, muy rico, como corresponde a un príncipe. Entrega cinco talentos a uno de los criados, dos a otro, uno al tercero y se marcha. Los dos primeros criados hacen producir el dinero; el último lo esconde en la tierra. Cuando regresa el dueño, pide cuentas. Ellos conocen su generosidad y su severidad.

El personaje central de esta parábola, el que acapara toda la escena, es el dueño. Tiene toda la majestad, la autoridad soberana, absoluta, sin apelación, de Dios. Es también Nuestro Señor, pues ha marchado para un viaje largo. En el primer acto, el de la distribución de las riquezas, campea el señor con su generosidad y su autoridad. El acto segundo sucede en ausencia del señor. Pero se trata de una ausencia que pesa sobre la conducta de los criados. Tercer acto: reaparece el señor. Este señor une la severidad con la generosidad.

Acabamos de aludir al carácter del dueño: generosidad, autoridad, severidad. El siervo malo, de todos esos aspectos, ha cogido únicamente su severidad: está ansioso de ganancias, siega donde no ha sembrado, recoge montones de haces que no ha esparcido (Mt 25, 24). En otras palabras, es un amo difícil de servir. Se parece mucho, si es que no es el mismo, a aquel de que nos habla san Lucas: cuando vuelve el criado rendido de cansancio, después de haber trabajado todo el día, le dice el señor: Prepárame la cena y sírveme primero; luego comerás y beberás tú. No tiene con él ningún miramiento. Cuando vosotros hayáis hecho todo lo que se os había mandado, decid: somos siervos inútiles, hemos hecho lo que debíamos hacer (Lc 17,7-10).

Es autoritario y personal.

¿Por qué razón distribuye sus riquezas con esta desigualdad desenfadada: a uno cinco talentos, al segundo dos, y al tercero uno? Se nos dice muy bien: según su propia capacidad. Pero ¿qué representa esta capacidad? El único que juzga de ella es el señor, y sus criterios nos siguen siendo desconocidos. Por otra parte, el mismo señor, a la hora de pagar a sus obreros, no tendrá en cuenta el trabajo hecho. Les pagará como él lo entiende: el mismo precio por un día de trabajo duro que para una hora de tarea.

Todo esto no sería nada. Es un señor que parece desinteresarse completamente de sus criados. Ha marchado. El viaje es largo y tarda en volver. Y tarda tanto, que uno se pregunta si realmente piensa volver. No ha fijado ninguna fecha para su regreso.

Realmente, cuando se está sirviendo a un señor así, la situación no es nada cómoda. Es angustiosa por ese contraste entre la severidad y una aparente renuncia de autoridad. Ante esta situación paradójica que se nos presenta, un señor severo y muy personal, un señor que se desinteresa, que está muy lejos, son posibles dos actitudes.

El siervo malo, humanamente, actúa con prudencia. ¿De qué es culpable? Se le ha confiado una suma de dinero. Tiene miedo a perderla y la esconde como se esconde un tesoro precioso. Ahí está su fallo. Esconder el dinero de su señor es rehusar el riesgo de hacerlo producir. Ahora bien, el dinero es, por su misma naturaleza, productivo. En lugar de entregarse sin reflexionar a su tarea, el criado cree que así se sitúa al abrigo de posibles tropiezos. Escondido el tesoro en la tierra, no piensa más en él.

Puede no pensar más en él. Y tiene tiempo para sí mismo. Ha eludido el servicio completo que le pedía el señor, el que Dios pide. Ha calculado mal. Al contrario, los criados buenos comprenden la situación, confían y trabajan.

Algunos comentaristas están en camino de cometer el error del siervo malo, imaginándose que los talentos de la parábola son las cualidades naturales del cuerpo o de espíritu, que hay que hacer rendir. Esta exégesis, de tinte pelagiano, ha sido tan corriente que ha contribuido a la formación del idioma, en algunas lenguas. Nuestra palabra «talento», con su sentido de aptitud, capacidad, conjunto de dones naturales, etc., está influenciada por esta parábola.

Esta exégesis responde admirablemente a la tendencia de nuestra época. Uno se introduce en la masa con sus talentos naturales. El hombre entrega a la humanidad todas las reservas de vida, con las que está dotado. La santidad es una floración espontánea, amor y alegría. Hace algunos años, la revista La Vie Spirituelle dedicaba un número especial a esta pregunta: «¿Hacia qué tipo de santidad caminamos?»

El P. Plé resume la encuesta con estas palabras: «Si nos atenemos al conjunto de las respuestas, lo que se espera de la santidad, en nuestros días, es la exaltación del hombre: el santo es un hombre perfecto, un logro humano. La santidad es la presencia de Dios en el hombre, en el cual, por esa razón, se encuentran todas las riquezas no disminuidas ni sacrificadas, sino realizadas y sublimadas».

Dios no lee las encuestas, pues sigue haciendo sus santos como él entiende que debe hacerlo. Es posible que no todos gusten, como a aquella jocista que no daba el visto bueno a san Juan de la Cruz «porque tiene una santidad inhumana», que «parece ir contra la parábola de los talentos».

(Por fortuna, todavía quedan cristianos para quienes san Juan de la Cruz es su santo preferido: así el oficial, antiguo jefe de maquis, que, en la misma encuesta, cree absolutamente necesario el despojo total, el «nada, nada, nada», sobre el que descansa toda su doctrina, «de manera muy singular en nuestro tiempo, en que los excesos de todo género, tanto en el plano material como en el plano espiritual, privan al hombre de ese importante vacío, de ese silencio interior y exterior necesario para la penetración normal del Espíritu Santo.
Particularmente en el plano intelectual y en el terreno de la educación, el abuso de saber enerva los espíritus».)

Y con todo, el sentido de la parábola está muy claro. El señor reparte entre sus criados sus propios bienes. ¿Qué son estos bienes más que los bienes espirituales? Los Padres lo afirman unánimemente. Cristo llama a sus criados, es decir. por ejemplo, a los que premia con el honor del sacerdocio, y entrega las gracias espirituales, según las disposiciones y la capacidad de cada uno (San Cirilo de Alejandría).

Para san Hilario y san Jerónimo, la parábola habla de la predicación del Evangelio. La enormidad de la suma que el señor confía a su gente, esas personas que nunca han tenido en su bolso más que cuatro perras gordas, está demostrando, si fuera necesario, que se trata aquí de una moneda totalmente distinta.

Sin embargo, en la parábola queda insinuado un problema: el señor ha distribuido sus bienes según la capacidad, al menos presunta, de sus criados. Observación preliminar y que tiene mucha importancia: este problema no ha preocupado nunca a los santos. Ni san Pablo, el teórico de la cruz, que emplea al máximum, afirmando enérgicamente que son inútiles, sus dotes de pensador, de hombre de acción, de tribuno y de escritor. Ni san Agustín, que predica a sus provincianos de Hipona en el lenguaje de los más elegantes estilistas. Ni san Francisco de Asís que, sin embargo, ha hecho un derroche de ingenio, poético y humano, para servicio de su Señor.

Los santos emplean sus talentos naturales, sin escrúpulo y sin pensar en ello, porque tienen clavada su atención en Dios. Su inteligencia y sus dotes de acción son como unos canales por los que fluyen los dones de Dios. Dios es el manantial; las facultades humanas, los talentos naturales, dejan pasar el agua del manantial, sin saber siquiera que el agua está pasando. Lo que importa es que los dones de Dios se derramen por el mundo. Frecuentemente ellos han logrado a viva fuerza esa victoria de la gracia sobre sus actividades humanas. En su conversión, un día hicieron añicos sus talentos naturales al pie del crucifijo; y entonces, les han sido devueltos. Pero ya no son suyos. Los tienen prestados. Son en realidad los talentos de la parábola.

Los buenos criados, absortos en la confianza del Señor, se entregan sin reservas a la obra de Dios, fijos en el ideal que ellos vislumbran.

No sabemos exactamente lo que nuestro dueño exige de nosotros, fuera de que nunca estará satisfecho hasta el día en que vuelva.

En el Antiguo Testamento estaba fijada la tarea. Uno conocía los días de descanso, los sábados y las neomenias, los días de ayuno. Se sabía qué animales podían comerse y de cuáles había que abstenerse. Se sabía qué sacrificios había que ofrecer: cuándo el holocausto, cuándo el sacrificio pacífico, cuándo el de la vaca roja. La tarea podía ser complicada. Pero estaba claramente determinada, se sabía a qué atenerse. No había que rebasarla.

En el Nuevo Testamento, ya no sabemos a qué atenernos. Los tipos de los buenos criados son los santos: unos hombres que trabajan demasiado barato. ¿Cómo quieres cumplir tu oficio de criado, cuando tienes ante ti no solamente un santo canonizado, sino un simple candidato como Carlos de Foucauld?

Impresionado por una palabra del sacerdote Huvelin: «Nuestro Señor ha cogido el último sitio de manera que nadie se lo ha podido arrebatar», no ambiciona el último lugar, porque ya está cogido, pero sí el penúltimo. Y se hará trapense, pero en una trapa alejada, la de Akbés, en Siria, para estar más olvidado, más pobre, más cerca de la tierra en que ha sufrido y trabajado Jesús, donde pueda hundirse cada día más en la abyección; son sus propias palabras. Y nunca se sentirá bastante sumergido en la abyección, hasta el día en que concluya su dura existencia, «asesinado por esos hombres por los que ha rezado tanto, y tanto ha caminado por caminos de arena y de piedras, y tanto calor y sed ha soportado, y tantos días y noches ha estudiado, y tanta soledad ha aceptado, y tanto se ha molestado en su cuerpo y en su espíritu».

Para el antiguo oficial francés había terminado la parábola. Al final, tomaba la palabra Jesús:
«Enhorabuena, siervo bueno y fiel, has sido fiel en lo poco, yo te pondré al frente de lo mucho. Entra en el gozo de tu Señor».

Mons. Lucien Cerfaux MENSAJE DE LAS PARÁBOLAS. ACTUALIDAD BÍBLICA 11. Ed. Fax. Madrid, 1969

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