Meditación: Mateo 22,34-40
Después de su entrada triunfal en Jerusalén, según la profecía de Zacarías (9,9), Jesús proclamó cuál era la ley fundamental del reino de Dios que Él venía a inaugurar, un reino en el que ejercería su autoridad soberana, no sólo en términos de poder y justicia, sino de amor.
El maestro de la ley, mandado por los fariseos, trató de cuestionar la afirmación de Jesús de saber interpretar la ley del amor dada por Moisés y de tener autoridad para explicar sus exigencias (v. Deuteronomio 6,4 y Levítico 19,8). San Mateo estaba presentando a Jesús como el rey mesiánico, de modo que era necesario establecer su posición frente a la ley.
Jesús no vino a revocar la ley, sino a cumplirla (Mateo 5,17) y jamás lo declaró de modo tan elocuente como en su respuesta a esta pregunta del maestro de la ley: Afirmó que el amor a Dios era lo primero, y que similar importancia tenía el amor al prójimo; o sea que el verdadero amor a Dios se demuestra en el amor a nuestros semejantes, especialmente en la familia. Si bien el silencio absoluto de sus opositores dejó en claro que no pudieron refutar las afirmaciones de Jesús, la prueba decisiva llegó en el Calvario, lugar del amor perfecto (Juan 15,13).
En Jesús vemos cuánto nos ama Dios a todos, porque en la cruz se manifiesta la profundidad del amor verdadero: muriendo y resucitando a la nueva vida, Cristo nos dio todo lo que necesitamos para llevar una vida de amor generoso e ilimitado. No se trata de sentimentalismo ni de atractivos físicos ni razonamientos humanos. Es un don del Espíritu Santo, que derrama el amor divino en nuestro corazón (Romanos 5,5), porque para amar como el Señor nos pide, tenemos que saber primero cómo y cuánto nos ama Dios. Y ¿cuánto nos ama el Señor? Nos ama tanto que estuvo dispuesto a entregar su propia vida y derramar su propia sangre para salvarnos, perdonarnos y renovarnos, con el fin de que un día lleguemos a compartir con Él la gloria del cielo. ¡Qué asombroso y magnánimo es nuestro Dios!
“Gracias, te damos, amado Señor Jesús, por tu gran amor y tu inmensa generosidad y misericordia. Enséñanos a amarnos de verdad los unos a los otros y ser tu presencia en el mundo. Queremos trabajar para que tu cuerpo místico, la Iglesia, esté bien preparado para tu venida en gloria.”
Ezequiel 37,1-14
Salmo 107,2-9
Tomado de: La_Palabra.com
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