San Fidel fue un
capuchino alemán, nacido en Sigmaringa, pequeña ciudad de Suabia, a orillas del
Danubio. Vivió entre 1577 y 1622, parte en Alemania, parte en Suiza. Para ambas
naciones eran aquéllos unos tiempos movidos, inseguros y tormentosos. La Reforma
protestante, que apareció en la primera mitad del siglo XVI, había echado
raíces firmes y dividido inevitablemente a sus hombres y a sus pueblos. Había
por doquier ambiente de lucha, de recelos, de incomodidad religiosa y política.
Entre los dos sectores cristianos, el católico y el protestante, se dieron
violencias lamentables, que dejaron en los ánimos prejuicios y antipatías
seculares, en que, como siempre, llevaron las de perder los católicos. Sabemos
bien que ninguno de los jefes de la mal llamada Reforma fue modelo de
mansedumbre. Tal vez por sus propios remordimientos, y ciertamente por el
orgullo que les dominó, sus ánimos se exacerbaron de manera que hasta
inverosímiles nos parecen las referencias exactas que tenemos de sus
desplantes, frases groseras y accesos de furor. Por su parte, las tropas
católicas reprimieron a veces violentamente los avances del protestantismo con
desmanes improcedentes. Todo esto trajo luchas y odios que estaban muy vivos
cuando vino al mundo nuestro San Fidel de Sigmaringa.
Estas
luchas tuvieron una ventaja: perfilar más y más las ideas de los católicos, su
responsabilidad y su conducta. Hubo desde el principio hogares que cerraron a
cal y canto sus puertas a los vientos de la herejía y supieron mantener con
dignidad y fortaleza los principios salvadores de la religión católica. Uno de
estos hogares fue el de Juan Rey y Genoveva Rosemberger, los padres del Santo,
que fundaron el suyo sólidamente en la verdad y el amor de Dios, y lo hicieron
digno hasta de las evidentes resonancias españolas que tenía el apellido
paterno.
San Fidel,
que en el bautismo recibió el nombre de Marcos, tiene en su haber el mérito
incomparable del martirio. Ya es bastante para haber llegado a la gloria de los
altares, porque el acto heroico de amor de Dios que supone el martirio hace
santos en un momento a los que lo sufren. Pero San Fidel tiene, como la mayor
parte de los mártires, además del mérito del martirio, el de una vida en todo
conforme con tan alta vocación. Porque, al fin, el martirio es una gracia que
Dios concede a quienes elige para morir por Él.
San Fidel
fue algo así como una obra maestra de Dios para aquellos tiempos y aquellas
regiones. Tuvo el carácter del alemán clásico, íntegro en sus costumbres,
serio, constante, inflexible, ingenuo. Los biógrafos nos lo presentan maduro
desde los años de su juventud, alegre, muy inteligente y sin perder nunca los
estribos. Sobre todo, fue siempre hombre de gran corazón lo que, andando el
tiempo, fue, sin duda, factor importante para que los ideales y estilo de vida
de la Orden franciscana le vinieran como anillo al dedo.
Como era
de familia noble, hizo sus estudios en la Academia Archiducal de Friburgo de
Brisgovia, y los cursó tan brillantemente, que se decía que ni en la Academia
ni en la ciudad había quien le igualase en talento. Salió de allí hecho un
maestro en el manejo del latín, francés e italiano, y muy joven todavía
consiguió el doctorado en ambos derechos.
Terminados
sus estudios, el barón de Stotzingen quiso que acompañara a un hijo suyo y a
otros jóvenes en un viaje instructivo por Europa, porque pensaba que la
presencia de Marcos Rey era la mejor seguridad para los padres de los
muchachos. Nuestro joven aceptó el encargo, que fue, creemos, providencial,
porque ese aireo por fuera al final de sus estudios le puso al corriente del
estado de algunas naciones en sus forcejeos con el protestantismo y de las
artes que éste se daba para ganar prosélitos. Sus compañeros de viaje nos han
dicho del futuro mártir cosas tan interesantes como éstas: Que no deja un solo
día sus prácticas piadosas, que disputaba con energía y pasmosa seguridad con
los protestantes, que nunca le vieron airado y que ya entonces tenía por lema
de su vida el estudio, la oración y la penitencia.
A la
vuelta del viaje abrió inmediatamente su despacho de abogado en Ensisheim
(Alsacia). Mal asunto, porque la carrera de abogado es tradicionalmente
peligrosa para los que hilan delgado y tienen escrupulosa conciencia. Entre los
capuchinos es muy conocida una cuarteta humorística dedicada a San Fidel y que
dice así:
Santo es hoy
quien fue abogado.
¡Obra del poder divino!
Le costó ser capuchino
y morir martirizado.
Efectivamente.
Comenzó la profesión con el optimismo fácil de la juventud y con la mejor buena
voluntad del mundo. Pero en uno de los primeros pleitos que hubo de defender el
abogado contrincante le propuso en secreto "un arreglo" ventajoso para
los dos. Aquello bastó para que abandonara irrevocablemente la toga por razones
que hoy llamaríamos de incompatibilidad temperamental. Alma tan clara y sincera
no había nacido para componendas de ninguna clase.
Hubo a
renglón seguido una pequeña crisis en su espíritu, antes de tomar el camino de
su verdadera vocación, porque ya entonces le salieron al paso voces facilitonas
y doctorales que calificaron de cobardía el deseo de ir a “enterrar" en un
convento los talentos superiores que poseía. Pero, al fin, Marcos Rey se
decidió a meterse capuchino. Los capuchinos estaban entonces en alza. No
llevaban todavía un siglo de existencia y eran ya famosos en casi toda Europa.
Después de las primeras vicisitudes y no pequeñas contrariedades de la nueva
rama del frondoso árbol franciscano, la austeridad inverosímil, la sencillez
encantadora, el celo impetuoso y dulcísimo de los que Lacordaire llamó más
tarde Ios Demóstenes del pueblo", acabaron por convencer a todos y
propagarse como llama por el bosque. Cuando San Fidel se decidió a ingresar en
esta Orden, estaba muy extendida por Alemania y Suiza y contaba con figuras
excepcionales, como la de San Lorenzo de Brindis, entonces en el cenit de su
carrera de predicador y diplomático, no menos que de hombre de Dios venerado
por cuantos le conocían en toda Europa. El mismo San Fidel tenía un hermano
capuchino, el padre Apolinar de Sigmaringa, músico, poeta y orador celebérrimo.
Cuando
tomó el hábito en Friburgo tenía treinta y cinco años y era ya sacerdote. Ambos
acontecimientos, la ordenación sacerdotal que recibió por consejo del obispo de
Constanza, y la toma de hábito, se realizaron en el otoño de 1612. Hizo su
noviciado y su profesión, y pasó en seguida al seminario de Constanza para
cursar la sagrada teología. Los propios profesores eclesiásticos que tuvo en
aquellos primeros años de religioso aseguran que su austeridad, humildad y
devoción eran extraordinarias, y que veían en él una superioridad interior, que
resaltaba entre todos los de su convento.
Apenas
terminados los estudios de teología, se dedicó de lleno a la predicación, de la
que esperaban grandes frutos cuantos le conocían. Recorrió gran parte de Suiza
y Austria, y el sur de Alemania. En todas partes encontró la cizaña protestante
haciendo estragos en el trigal evangélico. De su predicación nos dicen los
biógrafos que era francamente elocuente, de buen sentido, concienzuda. San
Fidel hablaba ordinariamente con suavidad y mansedumbre, bien preparado, con
notable unción, haciéndose tan atractivo por estas cualidades, que hasta los
herejes le oían con agrado. Tal vez fue este atractivo lo que no le perdonaron
después los herejes al señalarle como víctima entre todos sus compañeros de
misión. Pero no todo era suavidad en el padre Fidel. Frecuentemente le
arrebataba el espíritu de Dios y entonces saltaba la valla de la humana
prudencia, que le aconsejaba inútilmente la moderación. Más de una vez llegaron
a sus oídos frases como ésta: "Padre, si quiere comer aquí buenas sopas
modere su celo y deje rodar los acontecimientos". Es ésta exactamente la
impresión que nos dan los sermones que se conservan del Santo. Aparece en ellos
siempre el catequista oportuno, eficaz, documentado y piadoso. Pero también el
orador inflamado, el lírico contagioso, el hombre de Dios que paladea en el
púlpito las suavidades del dogma católico, el fustigador del vicio con frases
afiladas como puñales, impresionantes hoy, cuando tan curados estamos de
espantos.
Alternó la
predicación con el cargo de guardián de los conventos de Friburgo, Rheinfelden
y Feldkirch. Presidiendo la comunidad de este último fue destinado a la misión
de la Alta Rezia, en donde encontró el martirio.
Era el año
1622. El archiduque de Austria Leopoldo, que había emprendido una cruzada
contra la herejía, llevó sus armas victoriosas hasta el país de los grisones,
en Suiza, y pidió al Papa que enviase allí misioneros. Suiza fue, como sabemos,
una de las naciones que más directamente padecieron las consecuencias del
protestantismo. La actividad reformadora comenzó en Zurich con Zwinglio, en
1519. Y lo malo fue que la actividad zwingliana se desarrolló tanto en el
terreno político como en el religioso. Trabajaron también ardorosamente en
Suiza Calvino y Ecolampadio. Al principio la Reforma tuvo poco éxito, pero ya
en 1528 los católicos fueron excluidos del Consejo de la ciudad de San Gall. En
algunos sitios, como Berna, la herejía fue introducida violentamente. Así, poco
a poco, el país quedó totalmente dividido, de forma que en 1590 unas ciudades
eran netamente católicas, como Lucerna, Zug y Friburgo, y otras, como Zurich,
Berna y Ginebra, totalmente protestantes. También hubo regiones en las que
ambas confesiones, la católica y la protestante, andaban mezcladas, y una de
éstas fue la de los grisnnes. Las comarcas que abrazaron el protestantismo se
unieron entre sí y con algunos extranjeros, mientras que los cantones católicos
se agruparon en propia defensa y se aliaron con Austria. De esta manera se
originaron las dos famosas guerras de Capel (1529-1531), que terminaron con la
victoria de los católicos y la muerte trágica de Zwinglio.
Desde el
concilio de Trento (1545-1563), que fue el gran muro que la Iglesia opuso al
protestantismo, hubo en Suiza celosos promotores de la fe y de la verdadera
reforma, entre los que destaca San Carlos Borromeo. Después trabajaron los
jesuitas y su gran apóstol San Pedro Canisio. A ellos se debe la fundación de
colegios en Lucerna, Friburg, Brig, Siders y otras ciudades. Al mismo tiempo
que los jesuitas llegaron los capuchinos, que erigieron su primer convento en
Altdorf, en 1579, y al que siguieron otros treinta en todas las comarcas de la
Confederación.
El
llamamiento del archiduque Leopoldo tuvo eco en Roma, pues estaba recién
fundada la Congregación de Propaganda Fide. El origen de esta Congregación, netamente
misionera, se halla ya en una ordenación de Gregorio XIII, por la que encargó a
cierto número de cardenales de la dirección de las Misiones de Oriente y
decretó la impresión de catecismos en lenguas comunes. Pero no estaba
sólidamente fundada. Ahora, en tiempos de Gregorio XV, había en Roma un gran
predicador capuchino, el padre Jerónimo de Narni, con fama de santidad y a
quien San Roberto Belarmino comparó con el propio San Pablo. Fue este capuchino
el que concibió el pensamiento de extender la influencia de dicha Congregación
y el que, por su cargo de predicador apostólico, influyó cerca del Papa, el
cual, por la constitución apostólica Inscrutabili, de 22 de
enero de 1622, fundó la Congregación de Propaganda Fide, que se ocupa desde
entonces de todas las Misiones del mundo, reuniendo fondos para atenderlas
económicamente, destinando los misioneros, nombrando prefectos, y conociendo y
tratando todos los asuntos pertenecientes a la propagación de la fe en todas
partes. Para los capuchinos es motivo de satisfacción saber que no sólo
tuvieron buena parte en la fundación de la misma, sino que le dieron el primer
mártir, como vamos a ver.
Una de las
primeras preocupaciones de esta Sagrada Congregación fue enviar misioneros a
las regiones europeas más amenazadas por el protestantismo, por lo que la
petición del archiduque se aceptó inmediatamente, enviando allá diez capuchinos
y al frente de ellos al padre Fidel de Sigmaringa. La región de los grisones
era conocida del padre Fidel, pues en alguna de sus correrías apostólicas
habíala misionado y sabía por propia experiencia las grandes dificultades y los
peligros que encerraba, por haber sido una de las regiones donde más lucha hubo
entre católicos y protestantes. A la sazón, como sabemos, estaba dominada por
los austríacos y expuesta a algún exceso de las tropas. Aceptó la invitación
del Papa con la naturalidad con que los buenos apóstoles aceptan las peores
consecuencias de su misión, pero sabiendo bien adonde iba. Por eso quiso
despedirse de los suyos en una solemne función religiosa en la iglesia del
convento de Feldkirch, y en el sermón que predicó dijo claramente que se
marchaba a predicar a los herejes y que no volvería vivo. "Sé que voy a
morir asesinado", dijo entre otras cosas, y partió. Era el 14 de abril, y
fue martirizado diez días después, lo cual confirma que sus temores no eran
infundados y que no habló a humo de pajas.
Al llegar
a la misión encontróla profundamente turbada. Por todas partes había facciones,
insidias, reuniones secretas. Con tacto exquisito trató de insinuarse en las
almas y devolver la serenidad a todos, para comenzar su obra de apostolado,
pero se temía por momentos un tumulto fatal. En vista de ello, y no esperando
cosa buena, lo primero que hizo fue prepararse para lo que Dios quisiera y
vivir con la mayor pureza de conciencia posible. Escribiendo uno de esos días
al abad de San Gall, gran amigo suyo y su primer biógrafo, firmó la carta así:
"Fr. Fidel, que pronto será pasto de gusanos".
Para el
día 24 de abril fue invitado por unos herejes de Seewis, que, al parecer,
querían oír la palabra de Dios de labios del famoso misionero. Era domingo. Muy
temprano celebró la santa misa, después de confesarse, y partió desde Grusch a
Seewis, acompañado del archiduque, del capitán Fels y una escolta de soldados.
Se encontraron la iglesia completamente llena, pues los herejes, que tenían sus
planes bien trazados, habían tomado todas las posiciones. El misionero subió al
púlpito con ciertas esperanzas de hacer algún fruto, pero, apenas subido,
palideció repentinamente. Había en el púlpito un papel que decía: "Hoy
predicarás, pero será la última vez". Reaccionó valientemente y comenzó el
sermón. En el transcurso del mismo, en tres o cuatro ocasiones, le pareció
advertir amagos de tumulto, pero fue al final cuando los enemigos irrumpieron
en el templo, después de matar a los soldados de la puerta, armados de espadas,
bombardas, mazas y palos. Sonó en seguida un tiro y la bala fue a dar en la
pared, muy cerca del predicador. Este descendió del púlpito y se postró ante el
altar de la Virgen, encomendándole su suerte. Algunos amigos le impelieron a
salir rápidamente por la puerta de la sacristía, pero apenas había andado unos
trescientos pasos, ya fuera de la población, le alcanzaron los herejes, que le
rodearon como lobos y le instaron a que se entregara. "No me
entrego", respondió enérgicamente. "Pues te mataremos", le
replicaron. Podéis hacerlo, pues estoy en las manos de Dios y las de su Santa
Madre", dijo el mártir. Y añadió; "Pero mirad bien lo que vais a
hacer, no sea que tengáis que arrepentiros algún día". Un golpe tremendo
de espada en la cabeza lo derribó, quedando, de rodillas. "Jesús, María,
valedme", exclamó. Y no pudo decir más, porque, arrojándose en tumulto
todos sobre él, le atravesaron el costado con espadas y le destrozaron el
cráneo a golpes de mazas y palos. Quedó envuelto en un charco de sangre en
medio del campo e insepulto cerca de veinticuatro horas. Eran las once de la
mañana del 24 de abril de 1622.
Su
sepulcro está en la catedral de Coira y su cráneo se conserva en el convento de
Feldkirch, su antigua guardianía. Dios quiso glorificar su memoria desde un
principio, pues sus reliquias fueron un semillero de milagros. Lo cual movió a
los papas a su definitiva exaltación en la tierra. Benedicto XIII le beatificó
el 21 de marzo de 1729, y Benedicto XIV le canonizó, juntamente con San José de
Leonisa, otro gran apóstol capuchino, el 26 de junio de 1746.
ANGEL DE NOVELÉ, O. F. M. CAP.
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