Vida de San Francisco
Nació en Asís (Italia), el año 1182. Después
de una juventud disipada en diversiones, se convirtió, renunció a los bienes
paternos y se entregó de lleno a Dios. Abrazó la pobreza y vivió una vida
evangélica, predicando a todos el amor de Dios. Dio a sus seguidores unas
sabias normas, que luego fueron aprobadas por la Santa Sede. Inició también una
Orden de religiosas y un grupo de penitentes que vivían en el mundo, así como
la predicación entre los infieles. Murió el año 1226.
Un santo para todos
Ciertamente no existe ningún santo que sea tan
popular como él tanto entre católicos como entre los protestantes y aun entre
los no cristianos. San Francisco de Asís cautivó la imaginación de sus
contemporáneos presentándoles la pobreza, la castidad y la obediencia con la
pureza y fuerza de un testimonio radical.
Llegó a ser conocido como el Pobre de Asís por
su matrimonio con la Pobreza, su amor por los pajarillos y toda la naturaleza.
Todo ello refleja un alma en la que Dios lo era todo sin división, un alma que
se nutría de las verdades de la fe católica y que se había entregado
enteramente, no sólo a Cristo, sino a Cristo crucificado.
Nacimiento y vida familiar de un caballero
Francisco nació en Asís, ciudad de Umbría, en
el año 1182. Su padre, Pedro Bernardone, era comerciante. El nombre de su madre
era Pica y algunos autores afirman que pertenecía a una noble familia de la
Provenza. Tanto el padre como la madre de Francisco eran personas acomodadas.
Pedro Bernardone comerciaba especialmente en Francia. Como se hallase en dicho
país cuando nació su hijo, las gentes le apodaron "Francesco" (el
francés), por más que en el bautismo recibió el nombre de Juan. En su juventud,
Francisco era muy dado a las románticas tradiciones caballerescas que propagaban
los trovadores. Disponía de dinero en abundancia y lo gastaba pródigamente, con
ostentación. Ni los negocios de su padre, ni los estudios le interesaban mucho,
sino el divertirse en cosas vanas que comúnmente se les llama "gozar de la
vida". Sin embargo, no era de costumbres licenciosas y acostumbraba a ser
muy generoso con los pobres que le pedían por amor de Dios.
Hallazgo de un tesoro
Cuando Francisco tenía unos veinte años,
estalló la discordia entre las ciudades de Perugia y Asís y en la guerra, el
joven cayó prisionero de los peruginos. La prisión duró un año, y Francisco la
soportó alegremente. Sin embargo, cuando recobró la libertad, cayó gravemente
enfermo. La enfermedad, en la que el joven probó una vez más su paciencia,
fortaleció y maduró su espíritu. Cuando se sintió con fuerzas suficientes,
determinó ir a combatir en el ejército de Galterío y Briena en el sur de
Italia. Con ese fin, se compró una costosa armadura y un hermoso manto. Pero un
día en que paseaba ataviado con su nuevo atuendo, se topó con un caballero mal
vestido que había caído en la pobreza; movido a compasión ante aquel
infortunio, Francisco cambió sus ricos vestidos por los del caballero pobre.
Esa noche vio en sueños un espléndido palacio con salas colmadas de armas,
sobre las cuales se hallaba grabado el signo de la cruz y le pareció oír una
voz que le decía que esas armas le pertenecían a él y a sus soldados.
Francisco partió a Apulia con el alma ligera y
la seguridad de triunfar, pero nunca llegó al frente de batalla. En Espoleto, ciudad
del camino de Asís a Roma, cayó nuevamente enfermo y, durante la enfermedad,
oyó una voz celestial que le exhortaba a "servir al amo y no al
siervo". El joven obedeció. Al principio volvió a su antigua vida, aunque
tomándola menos a la ligera. Las gentes, al verle ensimismado, le decían que
estaba enamorado. "Sí", replicaba Francisco, "voy a casarme con
una joven más bella y más noble que todas las que conocéis". Poco a poco,
con la mucha oración, fue concibiendo el deseo de vender todos sus bienes y
comprar la perla preciosa de la que habla el Evangelio.
Aunque ignoraba lo que tenía que hacer para
ello, una serie de claras inspiraciones sobrenaturales le hizo comprender que
la batalla espiritual empieza por la mortificación y la victoria sobre los instintos.
Paseándose en cierta ocasión a caballo por la llanura de Asís, encontró a un
leproso. Las llagas del mendigo aterrorizaron a Francisco; pero, en vez de
huir, se acercó al leproso, que le tendía la mano para recibir una limosna.
Francisco comprendió que había llegado el momento de dar el paso al amor
radical de Dios. A pesar de su repulsa natural a los leproso, venció su
voluntad, se le acercó y le dio un beso. Aquello cambió su vida. Fue un gesto
movido por el Espíritu Santo, pidiéndole a Francisco una calidad de entrega, un
"sí" que distingue a los santos de los mediocres. A partir de
entonces, comenzó a visitar y servir a los enfermos en los hospitales. Algunas
veces regalaba a los pobres sus vestidos, otras, el dinero que llevaba.
"Francisco, repara mi Iglesia, pues ya ves que está en ruinas"
En cierta ocasión, mientras oraba en la
iglesia de San Damiano en las afueras de Asís, el crucifijo, (hoy llamado
Crucifijo de San Damiano) le repitió tres veces: "Francisco, repara mi
casa, pues ya ves que está en ruinas". El santo, viendo que la iglesia se
hallaba en muy mal estado, creyó que el Señor quería que la reparase; así pues,
partió inmediatamente, tomó una buena cantidad de vestidos de la tienda de su
padre y los vendió junto con su caballo. En seguida llevó el dinero al pobre
sacerdote que se encargaba de la iglesia de San Damián, y le pidió permiso de
quedarse a vivir con él. El buen sacerdote consintió en que Francisco se
quedase con él, pero se negó a aceptar el dinero. El joven lo depositó en el
alféizar de la ventana. Pedro Bernardone, al enterarse de lo que había hecho su
hijo, se dirigió indignado a San Damián. Pero Francisco había tenido buen
cuidado de ocultarse.
Renuncia a la herencia de su padre
Al cabo de
algunos días pasados en oración y ayuno, Francisco volvió a entrar en la
población, pero estaba tan desfigurado y mal vestido, que las gentes se
burlaban de él, tomándolo por loco. Pedro Bernardone, muy desconcertado por la
conducta de su hijo, le condujo a su casa, le golpeó furiosamente (Francisco
tenía entonces veinticinco años), le puso grillos en los pies y le encerró en
una habitación. La madre de Francisco se encargó de ponerle en libertad cuando
su marido se hallaba ausente y el joven retornó a San Damián. Su padre fue de
nuevo a buscarle ahí, le golpeó en la cabeza y le conminó a volver
inmediatamente a su casa o a renunciar a su herencia y pagarle el precio de los
vestidos que le había tomado.
Su padre le obligó a comparecer ante el obispo
Guido de Asís, quien exhortó al joven a devolver el dinero y a tener confianza
en Dios: "Dios no desea que su Iglesia goce de bienes injustamente
adquiridos." Francisco obedeció a la letra la orden del obispo y añadió:
"Los vestidos que llevo puestos pertenecen también a mi padre, de suerte
que tengo que devolvérselos." Acto seguido se desnudó y entregó sus
vestidos a su padre, diciéndole alegremente: "Hasta ahora tú has sido mi
padre en la tierra. Pero en adelante podré decir: Padre nuestro, que estás en los
cielos."' Pedro Bernardone abandonó el palacio episcopal "temblando
de indignación y profundamente lastimado." El obispo regaló a Francisco un
viejo vestido de labrador, que pertenecía a uno de sus siervos. Francisco
recibió la primera limosna de su vida con gran agradecimiento, trazó la señal
de la cruz sobre el vestido con un trozo de tiza y se lo puso.
Llamado a la renuncia y a la negación
En seguida, partió en busca de un sitio
conveniente para establecerse. Iba cantando alegremente las alabanzas divinas
por el camino real, cuando se topó con unos bandoleros que le preguntaron quién
era. El respondió: "Soy el heraldo del Gran Rey." Los bandoleros le
golpearon y le arrojaron en un foso cubierto de nieve. Francisco prosiguió su
camino cantando las divinas alabanzas. En un monasterio obtuvo limosna y
trabajo como si fuese un mendigo. Cuando llegó a Gubbio, una persona que le
conocía, le llevó a su casa y le regaló una túnica, un cinturón y unas
sandalias de peregrino. El atuendo era muy pobre pero decente. Francisco lo usó
dos años, al cabo de los cuales volvió a San Damián.
Para reparar la iglesia, fue a pedir limosna
en Asís, donde todos le habían conocido rico y, naturalmente, hubo de soportar
las burlas y el desprecio de más de un mal intencionado. El mismo se encargó de
transportar las piedras que hacían falta para reparar la iglesia y ayudó en el
trabajo a los albañiles. Una vez terminadas las reparaciones en la iglesia de
San Damián, Francisco emprendió un trabajo semejante en la antigua iglesia de
San Pedro. Después, se trasladó a una capillita llamada Porciúncula, que
pertenecía a la abadía benedictina de Monte Subasio. Probablemente el nombre de
la capillita aludía al hecho de que estaba construida en una reducida parcela
de tierra.
La Porciúncula se hallaba en una llanura, a
unos cuatro kilómetros de Asís y, en aquella época, estaba abandonada y casi en
ruinas. La tranquilidad del sitio agradó a Francisco tanto como el título de
Nuestra Señora de los Ángeles, en cuyo honor había sido erigida la capilla.
Francisco la reparó y fijó en ella su residencia. Ahí le mostró finalmente el
cielo lo que esperaba de él, el día de la fiesta de San Matías del año 1209.
En aquella época, el evangelio de la misa de
la fiesta decía: "Id a predicar, diciendo: El Reino de Dios ha llegado.. .
Dad gratuitamente lo que habéis recibido gratuitamente . . . No poseáis oro ...
ni dos túnicas, ni sandalias, ni báculo ... He aquí que os envío como corderos
en medio de los lobos. . ." (Mat.10 , 7-19). Estas palabras penetraron
hasta lo más profundo en el corazón de Francisco y éste, aplicándolas
literalmente, regaló sus sandalias, su báculo y su cinturón y se quedó solamente
con la pobre túnica ceñida con un cordón. Tal fue el hábito que dio a sus
hermanos un año más tarde: la túnica de lana burda de los pastores y campesinos
de la región. Vestido en esa forma, empezó a exhortar a la penitencia con tal
energía, que sus palabras hendían los corazones de sus oyentes. Cuando se
topaba con alguien en el camino, le saludaba con estas palabras: "La paz
del Señor sea contigo."
Dones extraordinarios
Dios le había concedido ya el don de profecía
y el don de milagros. Cuando pedía limosna para reparar la iglesia de San
Damián, acostumbraba decir: "Ayudadme a terminar esta iglesia. Un día
habrá ahí un convento de religiosas en cuyo buen nombre se glorificarán el
Señor y la universal Iglesia." La profecía se verificó cinco años más
tarde en Santa Clara y sus religiosas. Un habitante de Espoleto sufría de un
cáncer que le había desfigurado horriblemente el rostro. En cierta ocasión, al
cruzarse con San Francisco, el hombre intentó arrojarse a sus pies, pero el
santo se lo impidió y le besó en el rostro. El enfermo quedó instantáneamente
curado. San Buenaventura comentaba a este propósito: "No sé si hay, que
admirar más el beso o el milagro".
Nueva orden religiosa y visita al Papa.
Francisco tuvo pronto numerosos seguidores y
algunos querían hacerse discípulos suyos. El primer discípulo fue Bernardo de
Quintavalle, un rico comerciante de Asís. Al principio Bernardo veía con
curiosidad la evolución de Francisco y con frecuencia le invitaba a su casa,
donde le tenía siempre preparado un lecho próximo al suyo. Bernardo se fingía
dormido para observar cómo el siervo de Dios se levantaba calladamente y pasaba
largo tiempo en oración, repitiendo estas palabras: "Deus meus et
omnia" (Mi Dios y mi todo). Al fin, comprendió que Francisco era
"verdaderamente un hombre de Dios" y en seguida le suplicó que le
admitiese corno discípulo. Desde entonces, juntos asistían a misa y estudiaban
la Sagrada Escritura para conocer la voluntad de Dios. Como las indicaciones de
la Biblia concordaban con sus propósitos, Bernardo vendió cuanto tenía y
repartió el producto entre los pobres.
Pedro de Cattaneo, canónigo de la catedral de
Asís, pidió también a Francisco que le admitiese como discípulo y el santo les
"concedió el hábito" a los dos juntos, el 16 de abril de 1209. El
tercer compañero de San Francisco fue el hermano Gil, famoso por su gran
sencillez y sabiduría espiritual.
En 1210, cuando el grupo contaba ya con doce
miembros, Francisco redactó una regla breve e informal que consistía
principalmente en los consejos evangélicos para alcanzar la perfección. Con
ella se fueron a Roma a presentarla para aprobación del Sumo Pontífice.
Viajaron a pie, cantando y rezando, llenos de felicidad, y viviendo de las
limosnas que la gente les daba.
En Roma no querían aprobar esta comunidad
porque les parecía demasiado rígida en cuanto a pobreza, pero al fin un
cardenal dijo: "No les podemos prohibir que vivan como lo mandó Cristo en
el evangelio". Recibieron la aprobación, y se volvieron a Asís a vivir en
pobreza, en oración, en santa alegría y gran fraternidad, junto a la iglesia de
la Porciúncula.
Inocencio III se mostró adverso al principio.
Por otra parte, muchos cardenales opinaban que las órdenes religiosas ya
existentes necesitaban de reforma, no de multiplicación y que la nueva manera
de concebir la pobreza era impracticable.
El cardenal Juan Colonna alegó en favor de
Francisco que su regla expresaba los mismos consejos con que el Evangelio
exhortaba a la perfección. Más tarde, el Papa relató a su sobrino, quien a su
vez lo comunicó a San Buenaventura, que había visto en sueños una palmera que
crecía rápidamente y después, había visto a Francisco sosteniendo con su cuerpo
la basílica de Letrán que estaba a punto de derrumbarse. Cinco años después, el
mismo Pontífice tendría un sueño semejante a propósito de Santo Domingo.
Inocencio III mandó, pues, llamar a Francisco y aprobó verbalmente su regla; en
seguida le impuso la tonsura, así corno a sus compañeros y les dio por misión
predicar la penitencia.
La Porciúncula
San Francisco y sus compañeros se trasladaron
provisionalmente a una cabaña de Rivo Torto, en las afueras de Asís, de donde
salían a predicar por toda la región. Poco después, tuvieron dificultades con
un campesino que reclamaba la cabaña para emplearla como establo de su asno.
Francisco respondió: "Dios no nos ha llamado a preparar establos para los
asnos", y acto seguido abandonó el lugar y partió a ver al abad de Monte
Subasio. En 1212, el abad regaló a Francisco la capilla de la Porciúncula, a condición
de que la conservase siempre como la iglesia principal de la nueva orden. El
santo se negó a aceptar la propiedad de la capillita y sólo la admitió
prestada. En prueba de que la Porciúncula continuaba como propiedad de los
benedictinos, Francisco les enviaba cada año, a manera de recompensa por el
préstamo, una cesta de pescados cogidos en el riachuelo vecino. Por su parte,
los benedictinos correspondían enviándole un tonel de aceite. Tal costumbre
existe todavía entre los franciscanos de Santa María de los Ángeles y los
benedictinos de San Pedro de Asís.
Alrededor de la Porciúncula, los frailes
construyeron varias cabañas primitivas, porque San Francisco no permitía que la
orden en general y los conventos en particular, poseyesen bienes temporales.
Había hecho de la pobreza el fundamento de su orden y su amor a la pobreza se
manifestaba en su manera de vestirse, en los utensilios que empleaba y en cada
uno de sus actos. Acostumbraba llamar a su cuerpo "el hermano asno",
porque lo consideraba como hecho para transportar carga, para recibir golpes y
para comer poco y mal. Cuando veía ocioso a algún fraile, le llamaba
"hermano mosca" porque en vez de cooperar con los demás echaba a
perder el trabajo de los otros y les resultaba molesto. Poco antes de morir,
considerando que el hombre está obligado a tratar con caridad a su cuerpo,
Francisco pidió perdón al suyo por haberlo tratado tal vez con demasiado rigor.
El santo se había opuesto siempre a las austeridades indiscretas y exageradas.
En cierta ocasión, viendo que un fraile había perdido el sueño a causa del
excesivo ayuno, Francisco le llevó alimento y comió con él para que se sintiese
menos mortificado.
Somete la carne a las espinas; Dios le otorga sabiduría.
Al principio de su conversión, viéndose
atacado de violentas tentaciones de impureza, solía revolcarse desnudo sobre la
nieve. Cierta vez en que la tentación fue todavía más violenta que de
ordinario, el santo se disciplinó furiosamente; como ello no bastase para
alejarla, acabó por revolcarse sobre las zarzas y los abrojos.
Su humildad no consistía simplemente en un
desprecio sentimental de sí mismo, sino en la convicción de que "ante los
ojos de Dios el hombre vale por lo que es y no más". Considerándose
indigno del sacerdocio, Francisco sólo llegó a recibir el diaconado. Detestaba
de todo corazón las singularidades. Así cuando le contaron que uno de los
frailes era tan amante del silencio que sólo se confesaba por señas, respondió
disgustado: "Eso no procede del espíritu de Dios sino del demonio; es una
tentación y no un acto de virtud." Dios iluminaba la inteligencia de su
siervo con una luz de sabiduría que no se encuentra en los libros. Cuando
cierto fraile le pidió permiso de estudiar, Francisco le contestó que, si
repetía con devoción el "Gloria Patri", llegaría a ser sabio a los
ojos de Dios y él mismo era el mejor ejemplo de la sabiduría adquirida en esa
forma.
La Naturaleza
Sus contemporáneos hablan con frecuencia del
cariño de Francisco por los animales y del poder que tenía sobre ellos. Por
ejemplo, es famosa la reprensión que dirigió a las golondrinas cuando iba a
predicar en Alviano: 'Hermanas golondrinas: ahora me toca hablar a mí; vosotras
ya habéis parloteado bastante." Famosas también son las anécdotas le los
pajarillos que venían a escucharle cuando cantaba las grandezas del Creador,
del conejillo que no quería separarse de él en el Lago Trasimeno y del lobo de
Gubbio amansado por el santo. Algunos autores consideran tales anécdotas como
simples alegorías, en tanto que otros les atribuyen valor histórico.
Aventura de amor con Dios
Los primeros años de la orden en Santa María
de los Ángeles fueron un período de entrenamiento en la pobreza y la caridad
fraternas. Los frailes trabajaban en sus oficios y en los campos vecinos para
ganarse el pan de cada día. Cuando no había trabajó suficiente, solían pedir
limosna de puerta en puerta; pero el fundador les había prohibido que aceptasen
dinero. Estaban siempre prontos a servir a todo el mundo, particularmente a los
leprosos y menesterosos.
San Francisco insistía en que llamasen a los
leprosos "mis hermanos cristianos" y los enfermos no dejaban de
apreciar esta profunda delicadeza. El número de los compañeros del santo
continuaba en aumento, entre ellos se contaba el famoso "juglar de
Dios", fray Junípero; a causa de la sencillez del hermanito Francisco
solía repetir: "Quisiera tener todo un bosque de tales juníperos." En
cierta ocasión en que el pueblo de Roma se había reunido para recibir a fray
Junípero, sus compañeros le hallaron jugando apaciblemente con los niños fuera
de las murallas de la ciudad. Santa Clara acostumbraba llamarle "el
juguete de Dios".
Santa Clara
Clara había partido de Asís para seguir a
Francisco, en la primavera de 1212, después de oírle predicar. El santo consiguió
establecer a Clara y sus compañeras en San Damián, y la comunidad de religiosas
llegó pronto a ser, para los franciscanos, lo que las monjas de Prouille habían
de ser para los dominicos: una muralla de fuerza femenina, un vergel escondido
de oración que hacía fecundo el trabajo de los frailes.
Evangeliza a los mahometanos
En el otoño de
ese año, Francisco, no contento con todo lo que había sufrido y trabajado por
las almas en Italia, resolvió ir a evangelizar a los mahometanos. Así pues, se
embarcó en Ancona con un compañero rumbo a Siria; pero una tempestad hizo
naufragar la nave en la costa de Dalmacia. Como los frailes no tenían dinero
para proseguir el viaje se vieron obligados a esconderse furtivamente en un
navío para volver a Ancona. Después de predicar un año en el centro de Italia
(el señor de Chiusi puso entonces a la disposición de los frailes un sitio de
retiro en Monte Alvernia, en los Apeninos de Toscana), San Francisco decidió
partir nuevamente a predicar a los mahometanos en Marruecos. Pero Dios tenía
dispuesto que no llegase nunca a su destino: el santo cayó enfermo en España y,
después, tuvo que retornar a Italia. Ahí se consagró apasionadamente a predicar
el Evangelio a los cristianos.
La humildad y obediencia
San Francisco dio a su orden el nombre de
"Frailes Menores" por humildad, pues quería que sus hermanos fuesen
los siervos de todos y buscasen siempre los sitios más humildes. Con frecuencia
exhortaba a sus compañeros al trabajo manual y, si bien les permitía pedir
limosna, les tenía prohibido que aceptasen dinero. Pedir limosna no constituía
para él una vergüenza, ya que era una manera de imitar la pobreza de Cristo. El
santo no permitía que sus hermanos predicasen en una diócesis sin permiso
expreso del obispo. Entre otras cosas, dispuso que "si alguno de los
frailes se apartaba de la fe católica en obras o palabras y no se corregía,
debería ser expulsado de la hermandad". Todas las ciudades querían tener
el privilegio de albergar a los nuevos frailes, y las comunidades se
multiplicaron en Umbría, Toscana, Lombardia y Ancona.
Crece la orden
Se cuenta que en 1216, Francisco solicitó del
Papa Honorio III la indulgencia de la Porciúncula o "perdón de Asís".
El año siguiente, conoció en Roma a Santo Domingo, quien había predicado la fe
y la penitencia en el sur de Francia en la época en que Francisco era "un
gentilhombre de Asís". San Francisco tenía también la intención de ir a
predicar en Francia. Pero, como el cardenal Ugolino (quien fue más tarde Papa
con el nombre de Gregorio IX) le disuadiese de ello, envió en su lugar a los
hermanos Pacífico y Agnelo. Este último había de introducir más tarde la orden
de los frailes menores en Inglaterra. El sabio y bondadoso cardenal Ugolino
ejerció una gran influencia en el desarrollo de la orden. Los compañeros de San
Francisco eran ya tan numerosos, que se imponía forzosamente cierta forma de
organización sistemática y de disciplina común. Así pues, se procedió a dividir
a la orden en provincias, al frente de cada una de las cuales se puso a un
ministro, "encargado del bien espiritual de los hermanos; si alguno de
ellos llegaba a perderse por el mal ejemplo del ministro, éste tendría que
responder de él ante Jesucristo." Los frailes habían cruzado ya los Alpes
y tenían misiones en España, Alemania y Hungría.
El primer capítulo general se reunió, en la
Porciúncula, en Pentecostés del año de 1217. En 1219, tuvo lugar el capítulo
"de las esteras", así llamado por las cabañas que debieron
construirse precipitadamente con esteras para albergar a los delegados. Se
cuenta que se reunieron entonces cinco mil frailes. Nada tiene de extraño que
en una comunidad tan numerosa, el espíritu del fundador se hubiese diluido un
tanto. Los delegados encontraban que San Francisco se entregaba excesivamente a
la aventura y exigían un espíritu más práctico. Es que así les parecía lo que
en realidad era una gran confianza en Dios. El santo se indignó profundamente y
replicó: "Hermanos míos, el Señor me llamó por el camino de la sencillez y
la humildad y por ese camino persiste en conducirme, no sólo a mí sino a todos
los que estén dispuestos a seguirme ... El Señor me dijo que deberíamos ser
pobres y locos en este mundo y que ése y no otro sería el camino por el que nos
llevaría. Quiera Dios confundir vuestra sabiduría y vuestra ciencia y haceros
volver a vuestra primitiva vocación, aunque sea contra vuestra voluntad y
aunque la encontréis tan defectuosa."
Francisco les insistía en que amaran muchísimo
a Jesucristo y a la Santa Iglesia Católica, y que vivieran con el mayor
desprendimiento posible hacia los bienes materiales, y no se cansaba de
recomendarles que cumplieran lo mas exactamente posible todo lo que manda el
Santo Evangelio.
El mayor privilegio: no gozar de privilegio alguno
Recorría campos y pueblos invitando a la gente
a amar más a Jesucristo, y repetía siempre: 'El Amor no es amado". Las
gentes le escuchaban con especial cariño y se admiraban de lo mucho que sus
palabras influían en los corazones para entusiasmarlos por Cristo y su Verdad.
A quienes le propusieron que pidiese al Papa
permiso para que los frailes pudiesen predicar en todas partes sin autorización
del obispo, Francisco repuso: "Cuando los obispos vean que vivís
santamente y que no tenéis intenciones de atentar contra su autoridad, serán
los primeros en rogaros que trabajéis por el bien de las almas que les han sido
confiadas. Considerad como el mayor de los privilegios el no gozar de
privilegio alguno. . ." Al terminar el capítulo, San Francisco envió a
algunos frailes a la primera misión entre los infieles de Túnez y Marruecos y
se reservó para sí la misión entre los sarracenos de Egipto y Siria. En 1215,
durante el Concilio de Letrán, el Papa Inocencio III había predicado una nueva
cruzada, pero tal cruzada se había reducido simplemente a reforzar el Reino
Latino de oriente. Francisco quería blandir la espada de Dios.
San Francisco, se fue a Tierra Santa a visitar
en devota peregrinación los Santos Lugares donde Jesús nació, vivió y murió:
Belén, Nazaret, Jerusalén, etc. En recuerdo de esta piadosa visita suya, los
franciscanos están encargados desde hace siglos de custodiar los Santos Lugares
de Tierra Santa.
Misionero ante el Sultán
En junio de 1219, se embarcó en Ancona con
doce frailes. La nave los condujo a Damieta, en la desembocadura del Nilo. Los
cruzados habían puesto sitio a la ciudad, y Francisco sufrió mucho al ver el
egoísmo y las costumbres disolutas de los soldados de la cruz. Consumido por el
celo de la salvación de los sarracenos, decidió pasar al campo del enemigo, por
más que los cruzados le dijeron que la cabeza de los cristianos estaba puesta a
precio. Habiendo conseguido la autorización del legado pontificio, Francisco y
el hermano Iluminado se aproximaron al campo enemigo, gritando: "¡Sultán,
sultán!" Cuando los condujeron a la presencia de Malek-al-Kamil, Francisco
declaró osadamente: "No son los hombres quienes me han enviado, sino Dios
todopoderoso. Vengo a mostrarles, a ti y a tu pueblo, el camino de la
salvación; vengo a anunciarles las verdades del Evangelio." El sultán
quedó impresionado y rogó a Francisco que permaneciese con él. El santo
replicó: "Si tú y tu pueblo estáis dispuestos a oír la palabra de Dios,
con gusto me quedaré con vosotros. Y si todavía vaciláis entre Cristo y Mahoma,
manda encender una hoguera; yo entraré en ella con vuestros sacerdotes y así
veréis cuál es la verdadera fe." El sultán contestó que probablemente
ninguno de los sacerdotes querría meterse en la hoguera y que no podía
someterlos a esa prueba para no soliviantar al pueblo.
Cuentan que el Sultan llegó a decir: ¨si todos
los cristianos fueran como él, entonces valdría la pena ser cristiano¨. Pero el
Sultán, Malek-al-Kamil, mandó a Francisco que volviese al campo de los
cristianos.
Desalentado al ver el reducido éxito de su
predicación entre los sarracenos y entre los cristianos, el santo pasó a
visitar los Santos Lugares. Ahí recibió una carta en la que sus hermanos le
pedían urgentemente que retornase a Italia.
La crisis del acomodamiento lleva a clarificar la regla
Durante la ausencia de Francisco, sus dos
vicarios, Mateo de Narni y Gregorio de Nápoles, habían introducido ciertas
innovaciones que tendían a uniformar a los frailes menores con las otras
órdenes religiosas y a encuadrar el espíritu franciscano en el rígido esquema
de la observancia monástica y de las reglas ascéticas. Las religiosas de San
Damián tenían ya una constitución propia, redactada por el cardenal Ugolino
sobre la base de la regla de San Benito. Al llegar a Bolonia, Francisco tuvo la
desagradable sorpresa de encontrar a sus hermanos hospedados en un espléndido
convento. El santo se negó a poner los pies en él y vivió con los frailes
predicadores. En seguida mandó llamar al guardián del convento franciscano, le
reprendió severamente y le ordenó que los frailes abandonasen la casa. Tales
acontecimientos tenían a los ojos del santo las proporciones de una verdadera
traición: se trataba de una crisis de la que tendría que salir la orden
sublimada o destruida.
San Francisco se trasladó a Roma donde
consiguió que Honorio III nombrase al cardenal Ugolino protector y consejero de
los franciscanos, ya que el purpurado había depositado una fe ciega en el
fundador y poseía una gran experiencia en los asuntos de la Iglesia. Al mismo
tiempo, Francisco se entregó ardientemente a la tarea de revisar la regla, para
lo que convocó a un nuevo capítulo general que se reunió en la Porciúncula en
1221. El santo presentó a los delegados la regla revisada. Lo que se refería a
la pobreza, la humildad y la libertad evangélica, características de la orden,
quedaba intacto. Ello constituía una especie de reto del fundador a los
disidentes y legalistas que, por debajo del agua, tramaban una verdadera
revolución del espíritu franciscano. El jefe de la oposición era el hermano
Elías de Cortona. El fundador había renunciado a la dirección de la orden, de
suerte que su vicario, fray Elías, era prácticamente el ministro general. Sin
embargo, no se atrevió a oponerse al fundador, a quien respetaba sinceramente.
En realidad, la orden era ya demasiado grande, como lo dijo el propio San
Francisco: "Si hubiese menos frailes menores, el mundo los vería menos y
desearía que fuesen más."
Al cabo de dos años, durante los cuales hubo
de luchar contra la corriente cada vez más fuerte que tendía a desarrollar la
orden en una dirección que él no había previsto y que le parecía comprometer el
espíritu franciscano, el santo emprendió una nueva revisión de la regla.
Después la comunicó al hermano Elías para que éste la pasase a los ministros,
pero el documento se extravió y el santo hubo de dictar nuevamente la revisión
al hermano León, en medio del clamor de los frailes que afirmaban que la
prohibición de poseer bienes en común era impracticable. La regla, tal como fue
aprobada por Honorio III en 1223, representaba sustancialmente el espíritu y el
modo de vida por el que había luchado San Francisco desde el momento en que se
despojó de sus ricos vestidos ante el obispo de Asís.
La tercera orden
Unos dos años antes San Francisco y el cardenal Ugolino habían redactado
una regla para la cofradía de laicos que se habían asociado a los frailes
menores y que correspondía a lo que actualmente llamamos tercera orden, fincada
en el espíritu de la "Carta a todos los cristianos", que Francisco
había escrito en los primeros años de su conversión. La cofradía, formada por
laicos entregados a la penitencia, que llevaban una vida muy diferente de la
que se acostumbraba entonces, llegó a ser una gran fuerza religiosa en la Edad
Media. En el derecho canónico actual, los terciarios de las diversas órdenes
gozan todavía de un estatuto específicamente diferente del de los miembros de
las cofradías y congregaciones marianas.
La representación del Nacimiento de Jesús
San Francisco pasó la Navidad de 1223 en
Grecehio, en el valle de Rieti. Con tal ocasión, había dicho a su amigo, Juan
da Vellita- "Quisiera hacer una especie de representación viviente del
nacimiento de Jesús en Belén, para presenciar, por decirlo así, con los ojos
del cuerpo la humildad de la Encarnación y verle recostado en el pesebre entre
el buey y el asno." En efecto, el santo construyó entonces en la ermita
una especie de cueva y los campesinos de los alrededores asistieron a la misa
de media noche, en la que Francisco actuó corno diácono y predicó sobre el
misterio de la Natividad.
Se le atribuye haber comenzado en aquella
ocasión la tradición del "belén" o "nacimiento". Nos dice
Tomas Celano en su biografía del santo: "La Encarnación era un componente
clave en la espiritualidad de Francisco. Quería celebrar la Encarnación en
forma especial. Quería hacer algo que ayudase a la gente a recordar al Cristo
Niño y como nació en Belén."
San Francisco permaneció varios meses en el
retiro de Grecehio, consagrado a la oración, pero ocultó celosamente a los ojos
de los hombres las gracias especialísimas que Dios le comunicó en la
contemplación. El hermano León, que era su secretario y confesor, afirmó que le
había visto varias veces durante la oración elevarse tan alto sobre el suelo,
que apenas podía alcanzarle los pies y, en ciertas ocasiones, ni siquiera eso.
Las Estigmas
Alrededor de la fiesta de la Asunción de 1224,
el santo se retiró a Monte Alvernia y se construyó ahí una pequeña celda. Llevó
consigo al hermano León, pero prohibió que fuese alguien a visitarle hasta
después de la fiesta de San Miguel. Ahí fue donde tuvo lugar, alrededor del día
de la Santa Cruz de 1224, el milagro de los estigmas, del que hablamos el 17 de
septiembre. Francisco trató de ocultar a los ojos de los hombres las señales de
la Pasión del Señor que tenía impresas en el cuerpo; por ello, a partir de
entonces llevaba siempre las manos dentro de las mangas del hábito y usaba
medias y zapatos. Sin embargo, deseando el consejo de sus hermanos, comunicó lo
sucedido al hermano Iluminado y algunos otros, pero añadió que le habían sido
reveladas ciertas cosas que jamás descubriría a hombre alguno sobre la tierra.
En cierta ocasión en que se hallaba enfermo,
alguien propuso que se le leyese un libro para distraerle. El santo respondió:
"Nada me consuela tanto como la contemplación de la vida y Pasión del
Señor. Aunque hubiese de vivir hasta el fin del mundo, con ese solo libro me
bastaría." Francisco se había enamorado de la santa pobreza mientras
contemplaba a Cristo crucificado y meditaba en la nueva crucifixión que sufría
en la persona de los pobres.
El santo no despreciaba la ciencia, pero no la
deseaba para sus discípulos. Los estudios sólo tenían razón de ser como medios
para un fin y sólo podían aprovechar a los frailes menores, si no les impedían
consagrar a la oración un tiempo todavía más largo y si les enseñaban más bien,
a predicarse a sí mismos que a hablar a otros. Francisco aborrecía los estudios
que alimentaban más la vanidad que la piedad, porque entibiaban la caridad y
secaban el corazón. Sobre todo, temía que la señora Ciencia se convirtiese en
rival de la dama Pobreza. Viendo con cuánta ansiedad acudían a las escuelas y
buscaban los libros sus hermanos, Francisco exclamó en cierta ocasión:
"Impulsados por el mal espíritu, mis pobres hermanos acabarán por
abandonar el camino de la sencillez y de la pobreza."
Antes de salir de Monte Alvernia, el santo
compuso el "Himno de alabanza al Altísimo". Poco después de la fiesta
de San Miguel bajó finalmente al valle, marcado por los estigmas de la Pasión y
curó a los enfermos que le salieron al paso.
La hermana muerte
Las calientísimas arenas del desierto de
Egipto afectaron la vista de Francisco hasta el punto de estar casi completamente
ciego. Los dos últimos años de la vida de Francisco fueron de grandes
sufrimientos que parecía que la copa se había llenado y rebalsado. Fuertes
dolores debido al deterioro de muchos de sus órganos (estómago, hígado y el
bazo), consecuencias de la malaria contraida en Egipto. En los más terribles
dolores, Francisco ofrecía a Dios todo como penitencia, pues se consideraba
gran pecador y para la salvación de las almas. Era durante su enfermedad y
dolor donde sentía la mayor necesidad de cantar.
Su salud iba empeorando, los estigmas le
hacían sufrir y le debilitaban y casi había perdido la vista. En el verano de
1225 estuvo tan enfermo, que el cardenal Ugolino y el hermano Elías le
obligaron a ponerse en manos del médico del Papa en Rieti. El santo obedeció
con sencillez. De camino a Rieti fue a visitar a Santa Clara en el convento de
San Damián. Ahí, en medio de los más agudos sufrimientos físicos, escribió el
"Cántico del hermano Sol" y lo adaptó a una tonada popular para que
sus hermanos pudiesen cantarlo.
Después se trasladó a Monte Rainerio, donde se
sometió al tratamiento brutal que el médico le había prescrito, pero la mejoría
que ello le produjo fue sólo momentánea. Sus hermanos le llevaron entonces a
Siena a consultar a otros médicos, pero para entonces el santo estaba
moribundo. En el testamento que dictó para sus frailes, les recomendaba la
caridad fraterna, los exhortaba a amar y observar la santa pobreza y a amar y
honrar a la Iglesia. Poco antes de su muerte, dictó un nuevo testamento para
recomendar a sus hermanos que observasen fielmente la regla y trabajasen
manualmente, no por el deseo de lucro, sino para evitar la ociosidad y dar buen
ejemplo. "Si no nos pagan nuestro trabajo, acudamos a la mesa del Señor,
pidiendo limosna de puerta en puerta". Cuando Francisco volvió a Asís, el
obispo le hospedó en su propia casa. Francisco rogó a los médicos que le
dijesen la verdad, y éstos confesaron que sólo le quedaban unas cuantas semanas
de vida. "¡Bienvenida, hermana Muerte!", exclamó el santo y acto
seguido, pidió que le trasportasen a la Porciúncula. Por el camino, cuando la
comitiva se hallaba en la cumbre de una colina, desde la que se dominaba el
panorama de Asís, pidió a los que portaban la camilla que se detuviesen un
momento y entonces volvió sus ojos ciegos en dirección a la ciudad e imploró
las bendiciones de Dios para ella y sus habitantes. Después mandó a los
camilleros que se apresurasen a llevarle a la Porciúncula. Cuando sintió que la
muerte se aproximaba, Francisco envió a un mensajero a Roma para llamar a la
noble dama Giacoma di Settesoli, que había sido su protectora, para rogarle que
trajese consigo algunos cirios y un sayal para amortajarle, así como una
porción de un pastel que le gustaba mucho. Felizmente, la dama llegó a la
Porciúncula antes de que el mensajero partiese. Francisco exclamó:
"¡Bendito sea Dios que nos ha enviado a nuestra hermana Giacoma! La regla
que prohibe la entrada a las mujeres no afecta a nuestra hermana Giacoma.
Decidle que entre".
El santo envió un último mensaje a Santa Clara
y a sus religiosas y pidió a sus hermanos que entonasen los versos del
"Cántico del Sol" en los que alaba a la muerte. En seguida rogó que
le trajesen un pan y lo repartió entre los presentes en señal de paz y de amor
fraternal diciendo: "Yo he hecho cuanto estaba de mi parte, que Cristo os
enseñe a hacer lo que está de la vuestra." Sus hermanos le tendieron por
tierra y le cubrieron con un viejo hábito. Francisco exhortó a sus hermanos al
amor de Dios, de la pobreza y del Evangelio, "por encima de todas las
reglas", y bendijo a todos sus discípulos, tanto a los presentes como a
los ausentes.
Murió el 3 de octubre de 1226, después de
escuchar la lectura de la Pasión del Señor según San Juan. Francisco había
pedido que le sepultasen en el cementerio de los criminales de Colle d'lnferno.
En vez de hacerlo así, sus hermanos llevaron al día siguiente el cadáver en
solemne procesión a la iglesia de San Jorge, en Asís. Ahí estuvo depositado
hasta dos años después de la canonización. En 1230, fue secretamente trasladado
a la gran basílica construida por el hermano Elías.
El cadáver desapareció de la vista de los
hombres durante seis siglos, hasta que en 1818, tras cincuenta y dos días de
búsqueda, fue descubierto bajo el altar mayor, a varios metros de profundidad.
El santo no tenía más que cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco años al morir.
No podemos relatar aquí. ni siquiera en resumen, la azarosa y brillante
historia de la orden que fundó, Digamos simplemente que sus tres ramas: la de
los frailes menores, la de los frailes menores capuchinos y la de los frailes
menores conventuales forman el instituto religioso más numeroso que existe
actualmente en la Iglesia. Y, según la opinión del historiador David Knowles,
al fundar ese instituto, San Francisco "contribuyó más que nadie a salvar
a la Iglesia de la decadencia y el desorden en que había caído durante la Edad
Media."
¡San Francisco de Asís: pídele a Jesús que lo amemos tan intensamente como
lo lograste amar tú.!
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