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Catharinakerk / Flickr CC |
Jesús es tan real para mí, como tú que lees estas líneas. Es una
presencia que no se puede explicar con palabras. Debes vivirla. Es
alguien maravilloso, único, Él es.
Una vez lo visité en un
sagrario cercano a mi casa y ocurrió algo especial. No imaginas la
ilusión que me daba ir a verlo. Es mi mejor amigo desde que era niño.
Nunca he tenido otro amigo como Él.
Fui a verlo para acompañarlo un rato. Tenía mucho que contarle.
Es curioso, aunque tengo la certeza de que sabe lo que le diré, que
conoce mis pasos y mi vida, igual me ilusiona contarle todo, compartir
con Él mi vida.
Me agrada sencillamente sentarme frente al Sagrario y decirle: “Te quiero Jesús, lo eres todo para mí”. Me encanta pensar como un amigo al que escuché decir: “En mi corazón hay un sello y ese sello dice JESÚS”.
Aquella ocasión lo miré de frente y le dije desde la banca: “¿Por qué no sales de ese Sagrario y te sientas aquí, conmigo?”.No
había pasado ni un segundo cuando sentí su presencia, a mi lado. Un
gozo inexplicable me inundó el alma. En aquella capilla cerrada una
leve brisa me envolvió. Era como si Jesús me abrazara.
Cerré los ojos para verlo con los ojos del alma y allí estaba,
sentado a mi lado, con su túnica blanca, brillante como el más puro
sol, con un brillo espectacular, hermoso. Me abrazó con fuerza y sonrió a
gusto. Recuerdo que le dije: “Gracias Jesús, por ser mi amigo”. Y respondió: “Gracias Claudio por ser mi amigo”.
Él es lo más grande que le ha pasado a mi vida. Me encanta que sea mi amigo. Es un gran amigo. Lo da todo por ti. Se emociona cuando te confiesas, cuando piensas en Él, cuando le dices que lo amas. Sonríe a gusto ilusionado cuando lo visitas en el Sagrario. Lo disfruta y le das alegrías.
Lo imagino como un niño que espera los invitados a su fiesta de
cumpleaños. Pasan las horas, ninguno llega, se inquieta y entristece: “¿Vendrán a verme?”, se pregunta sin dejar de asomarse por la ventana.
Y de pronto la puerta se abre… y eres tú. Él salta feliz. Empieza a
llamarte por tu nombre con el corazón que le salta en el pecho.
“Llegaste a verme, ¡¡gracias!! Estaba tan solo aquí, esperándote”.
Hace una semana me confesé. El buen sacerdote me dio de penitencia rezar un Padre Nuestro. Quise acompañar a Jesús y rezar frente al Sagrario. Lo que ocurrió entonces fue increíble.
Sentí
que Jesús se sentaba a mi lado, más que contento, emocionado y me
abrazaba feliz. “Bravo… Cómo me cuestas Claudio… pero, ¡lo hiciste!”. Y ambos nos sonreímos. Tiene cada ocurrencia…
Empecé a rezar el Padre Nuestro y me dice: “Espera, lo haremos juntos…” y juntos empezamos a rezar: “Padre Nuestro, que estás en el cielo, santificado sea tu Nombre…”.
Fue un momento especial, que nunca imaginé. Éramos Jesús y yo, los
grandes amigos, juntos en aquella capilla, rezando una oración
milenaria, la que Él nos enseñó. Sólo pude decir al terminar: “Qué bueno eres, Jesús”.
¿Lo
imaginé? No lo sé, pero fue hermoso. Y cuento los minutos para volver a
verlo y estar junto a Él, en aquél oratorio, ese pedacito de cielo,
donde soy feliz.
Hoy volvió a ocurrir. Sentí de pronto la necesidad de hacer un alto y rezar. ¿Te ha pasado? Andas distraído y súbitamente sientes como algo que te mueve a la oración.
No lo comprendes pero es más fuerte que tú. Es una voz interior que te
llama por tu nombre y te dice: “Ven es hora de rezar. Hay tanta
necesidad de oración en el mundo”.
Estaba listo para ir a desayunar. Dejé todo por algo más importante. Y me senté a rezar. “Dios mío, qué bueno eres…”.
En ese momento sentí Su abrazo, tierno y bello. Me llené de un gozo, una paz sobrenatural que sobrepasaba mi entendimiento.
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