1 Co 4, 6-15. Pablo desarrolla el discurso sobre la
verdadera identidad de los ministros de Cristo y de los administradores de los
misterios de Dios, y lo hace con algunas expresiones que merecen ser
unificadas.
Los apóstoles están ligados ante todo, de manera
indivisible, a los fieles-hermanos: no podéis pretender—parece decir Pablo—
caminar por vuestra cuenta ni, mucho menos, llegar a puerto sin nosotros. La
conciencia del apóstol se une a la de todos los fieles precisamente porque,
como ellos y junto con ellos, se siente salvado por la gracia de Cristo. Por
otro lado, prosigue Pablo, nosotros deseamos sólo llegar a la meta con
vosotros. La expresión simbólica «ser reyes sin contar con nosotros» es
extremadamente clara y expresa su deseo de compartir eternamente la alegría de
la salvación con todos aquellos a los que ha podido prestar el servicio de la
Palabra.
Los apóstoles son «condenados a muerte», como Cristo,
después de Cristo: esta especie de condena pende sobre la cabeza de Pablo desde
que encontró a Cristo en el camino hacia Damasco. Desde entonces sabe con toda
certeza que no hay otro camino para recorrer que el de la cruz, que no puede
usar otro lenguaje más que el de la cruz, que no hay otra perspectiva que se
abra ante él que no sea la de un nuevo calvario. Esa condena se va realizando
históricamente en diferentes tiempos y en diversos lugares: también aquí, en
Corinto, por medio de vosotros —parece decir Pablo—, pero es algo que da la impresión
de no asombrarle en absoluto. Los apóstoles son también padres respecto a los
fieles, a los que consideran «hijos míos muy queridos»: se trata de una
paternidad espiritual tal vez no menos comprometedora que la física; una
paternidad que supera los límites de una familia humana y se extiende a las
dimensiones de una comunidad sin fronteras. Esa fue la experiencia de
Pablo.
Salmo 144. Este salmo acróstico, o sea,
constituido por versos cuyas letras iniciales forman un vocablo o una frase, o
comienzan sucesivamente por una letra del alfabeto, es un grandioso himno a los
atributos divinos, manifestados en las obras portentosas en favor de los
hombres en general, sin concretarlas -como en otras composiciones del Salterio-
a sus relaciones con el pueblo elegido. La mano pródiga de Dios está siempre
abierta a las necesidades de los hombres, amparando particularmente a los
humildes y desvalidos. La distribución alfabética sacrifica algunas veces la
ilación lógica del pensamiento; y así, las formulaciones tienen el aire de
jaculatorias, exhortaciones o sentencias más o menos inconexas, a modo de una
larga doxología o forma de alabanza a Dios, que encabeza los «salmos de
alabanza», que cierran la colección general del Salterio. El salmista habla en
nombre de la nación, dando de lado a sus preocupaciones personales. Esta
colección final del Salterio (salmos 144-150) ha sido compuesta con una marcada
finalidad litúrgica.
Este salmo es el único que lleva en su cabecera el
título de tehillah, o «alabanza», que dará nombre a toda la colección
del Salterio, llamado por los judíos séfer tehillim («libro
de las alabanzas»). Cada versículo empieza con una letra diferente del alefato
o alfabeto hebreo. Por su contenido puede compararse este poema alfabético al
salmo 110. Abundan las reminiscencias de otras composiciones del Salterio. Como
el salmo 110, es éste un epítome de alta teodicea, en el que se cantan los
atributos divinos: bondad, justicia, misericordia, longanimidad, fidelidad a
sus promesas, piedad para con los débiles, providencia paternal sobre todo los
vivientes.
El salmista comienza declarando su deseo de expresar
sus alabanzas a su Dios, que es Rey de todo lo creado. Nadie es digno de
alabanza más que él. En su ansia de perpetuar estas alabanzas, apela a las
generaciones para que ellas se encarguen, a través de los siglos, de anunciar
las grandezas de Yahvé. Sus atributos como Rey se resumen en el esplendor, la
majestad y la gloria. Además, en sus relaciones con los hombres se ha mostrado
siempre indulgente y misericordioso, tardo a la ira, pero condescendiente y
compasivo con el pecador. Sus obras pregonan su bondad; y son los devotos o
fieles los que saben apreciar las grandes gestas en favor de los hombres.
El salmista no alude, como en otras composiciones del
Salterio, a hechos de la historia de Israel, sino que se mantiene en el plan
general de la Providencia divina sobre todas las criaturas. En realidad, su
reino atraviesa todas las edades y es anterior al nacimiento de Israel como
colectividad nacional. Pero su reinado se basa en la justicia y la fidelidad
para con los suyos, particularmente con los necesitados.
Todas las criaturas dependen de la providencia de
Dios, y por eso están anhelantes esperando que les envíe sus bienes para
subsistir. Particularmente, con los hombres fieles y piadosos se muestra
generoso y complaciente, respondiendo a sus invocaciones en los momentos de
necesidad. En cambio, a los impíos les envía el castigo merecido por vivir al
margen de la ley divina. El salmo se termina con la misma idea con que se
inició: el deseo de alabar en todo momento a Dios, Señor de todo viviente.
Nadie, pues, está exento de la obligación de proclamar las alabanzas del Dios
providente.
Lucas 6,1-5 Lucas nos refiere, en dos pasajes
consecutivos, algunas polémicas que Jesús debió sostener con los fariseos
respecto al sábado, día de descanso, y sobre las prácticas más o menos
permitidas en ese día. Lo que más nos sorprende en esta página evangélica es el
modo positivo y dialogante con el que Jesús entra en la polémica: en efecto,
Jesús intenta desconectar a sus interlocutores de una mentalidad excesivamente
jurídica, ligada de manera servil a una casuística que, de hecho, condujo a los
fariseos, contemporáneos de Jesús, a recopilar un elenco de 613 preceptos
(naturalmente además de los diez mandamientos), a los que querían permanecer
fieles de una manera servil. Jesús intenta separarlos de esta mentalidad
refiriéndose a un hecho veterotestamentario de la vida de David: una elección
libre frente a una tradición que parece no admitir excepciones. Sabemos bien
que el rey David constituyó para todos, y también para Jesús, un punto de
referencia digno del máximo respeto y de la más fiel imitación. Un motivo más,
en este caso para asumirlo como modelo de libertad frente a tradiciones que, si
no son bien interpretadas (cf. Mc 7,1-15), amenazan con someter el hombre a la
Ley en vez de hacer que la Ley sirva al hombre.
La afirmación final de Jesús es extremadamente clara e
iluminadora: «El Hijo del hombre es señor del sábado». Por un lado, Jesús se
compara a David y, por otro, con una afirmación que no deja lugar a dudas y
manifiesta un tono apodíctico, afirma su propia superioridad con respecto a
David y también, de una manera implícita, en cuanto «señor del sábado», su
dignidad divina.
Según el evangelio, nuevo no significa «inédito»,
jamais vu (nunca visto), sino «originario», en el sentido de que Jesús ha
venido a restablecer el proyecto del Dios creador para volver a entregarlo a
todos aquellos que aceptan seguirle por el camino de la verdad. Tenemos un
ejemplo claro de este proyecto de Jesús en Mt 19,1-12, donde Jesús, en polémica
con los fariseos sobre la espiritualidad conyugal, les invita a superar la lógica
de los permisos concedidos por Moisés, a causa de la dureza de sus corazones,
mediante la lógica de la entrega recíproca total según el proyecto originario.
Nuevo, según el evangelio, no significa «actual», a la
última, sino «auténtico», en el sentido de que Jesús, con sus propuestas de
vida nueva, tiende a despertar en la persona, en cada persona, lo que en ella
hay de genuino y de válido. Jesús ha venido a liberar la libertad; por eso,
cuando fue necesario, no vaciló en contraponer su propuesta a las propuestas
alternativas de otros falsos Mesías que prometían fáciles libertades baratas.
Nuevo, según el evangelio, no significa «genial», sino
“esencial”, en el sentido de que Jesús —como aparece en casi todas las páginas
del evangelio_ vino a suprimir; o por lo menos a aligerar; los excesivos fardos
que amenazan con entristecer y tal vez incluso con mortificar el corazón de
cada persona. Desde este punto de vista resultan extremadamente iluminadoras
estas palabras de Jesús: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y
agobiados, y yo os aliviaré. Cargad con mí yugo aprended de mi que soy sencillo
y humilde de corazón, y hallaréis descanso para vuestras vidas. Porque mí yugo
es suave y mi carga ligera» (Mt 11,28—30).
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