1Cor. 12, 31-13, 13. El Padre Dios, en su gran amor hacia nosotros, nos envió a su propio Hijo, el cual se entregó para el perdón de nuestros pecados.
Sin embargo nosotros no sólo estamos llamados a recibir el perdón de Dios, sino a hacernos uno con Cristo, participando de su misma Vida y de su mismo Espíritu.
Desde el momento en que vivimos en comunión de Vida con el Señor, nuestra vida cristiana no puede reducirse a un cumplimiento de determinados mandatos, normas, o catálogo de virtudes para llegar a ser perfectos; a nosotros, más bien, corresponde el identificarnos con Cristo, de tal forma que su presencia en nosotros sea una presencia activa. Desde nosotros, su Iglesia, Él continuará amando a su Padre Dios haciendo en todo su voluntad, y amando al mundo entero para que todos tengan vida, y Vida eterna.
Por eso la vocación principal de la Iglesia es el amor, como el mejor camino en lugar de cualquier otro.
Y ese amor debe hacerse camino para acercarnos no sólo a Dios, sino también a nuestro prójimo, para que todo el bien que le hagamos sea hecho con un amor sin fingimiento, sin hipocresías ni por el sólo afán de brillar.
Aspiremos a este Don de Dios, el amor, para que en verdad seamos un signo creíble del amor de Dios en el mundo.
Sal. 33 (32). ¿Qué tenemos que no hayamos recibido de Dios? Todo es gracia. Por eso elevamos a Él nuestro corazón para darle gracias con el cántico nuevo de las obras que brotan de una vida que se ha renovado en Cristo Jesús.
No podemos alabar al Señor sólo de labios para afuera, mientras nuestro corazón esté lejos de Él a causa de haberle dado cabida al mal en nosotros.
Seamos los primeros en llevar una vida conforme a la gracia que Dios nos ofrece; así la Iglesia entera hará que la justicia, el derecho, la bondad, el amor y la paz llenen toda la tierra.
Alegrémonos en el Señor, pues Él nos escogió por suyos y nos ha mostrado su bondad manifestándosenos como un Padre lleno de amor, de misericordia y de ternura para con nosotros, que confiamos en Él, y que nos dejamos conducir por su Espíritu Santo.
A Él sea dado todo honor y toda gloria.
Lc. 7, 31-35. Ojalá y tomemos en
serio al Señor en nuestra vida y no queramos verlo como un juego.
En el Talmud se hablaba de las trompetas que
se habrían de tocar en los duelos; y de las que se habrían de tocar en las
bodas.
Los niños en las plazas jugaban a los duelos
o a las bodas y, conforme al sonido de las trompetas bailaban o lloraban.
Quien no toma en serio al Señor comete una
especie de pecado contra el Espíritu Santo porque, no sólo lo toma como un
juguete, sino que, además se cierra a su amor, a la escucha fiel de su Palabra,
pues no quiere convertirse y salvarse.
A veces, por desgracia, juzgamos a las
personas por su porte externo; y antes de entrar en una relación verdadera con
ella, nos formamos juicios temerarios sobre la misma.
El Señor nos pide que en el trato con Él no
nos quedemos en lo externo; que no pensemos que estaremos unidos a Él por medio
de cantos, adornos, inciensos; sino que sepamos escuchar su voz y hacerla
nuestra, aun cuando los signos que nos lleven a Él sean demasiado pobres;
finalmente, Dios escogió a lo que no cuenta para confundir a lo que cuenta
según los criterios de este mundo.
El Señor nos reúne en esta Eucaristía en la
sencillez que se hace lenguaje nuestro, conforme a nuestra cultura. Su Palabra
se encarna para nosotros, se pronuncia con toda su fuerza salvadora para
nosotros.
Para muchos tal vez esa Palabra parezca algo
banal e intrascendente; sin embargo es Cristo que se hace cercanía nuestra para
caminar con nosotros y para conducirnos al Padre.
La Eucaristía hecha para nosotros Pan de
Vida, no puede hacernos pasar de largo ante ella por realizarse bajo los signos
muy sencillos del pan y del vino, considerándola malamente como un objeto que
tal vez merezca nuestro respeto, pero del cual no podemos esperar algo
grandioso.
El Ministro que, junto con su comunidad
celebra la Eucaristía, puede también ser un signo demasiado pobre del Señor a
causa de su fragilidad; y muchas veces los escándalos provocados por quienes
están reunidos en torno al Señor manifiestan un signo pobre de la Iglesia
santa.
Sin embargo sabemos que es el Señor quien
realiza, por medio nuestro, su obra de salvación actualizando en un auténtico
Memorial, su Misterio Pascual a través de la historia, con todo su poder a
pesar nuestro.
Tomar en serio al Señor en nuestra existencia
significa dejar que Él renueve nuestra vida y nos ayude a actuar conforme a la
fe que profesamos.
A nosotros corresponde, por tanto, continuar
la obra salvadora del Señor, haciéndolo presente en todos los ambientes en que
se desarrolle nuestra existencia.
La proclamación del Nombre del Señor la hemos
de hacer con toda claridad, invitando a la conversión e invitando a vivir en la
alegría y en la paz que el Señor nos ofrece.
No podemos pasarnos la vida como plañideras;
ni podemos vivir siempre guiados por un optimismo que nos hiciese cerrar los
ojos ante el pecado que ha dominado a muchos que, al mismo tiempo, han cerrado
sus oídos y su corazón a la oferta de salvación que Dios nos hace.
La Iglesia de Cristo debe estar muy atenta
para procurar que la salvación llegue a todos y a cada persona, conforme a
aquello que realmente necesita en su vida y que, tocándole el Señor de un modo
personal, le invite fuertemente a dejarse conducir por Él.
En este aspecto no hemos de dejarnos dominar
por el desaliento, sino que, fortalecidos por el Espíritu del Señor, hemos de
ser valientes testigos de su Evangelio aceptando con amor sincero todos los
riesgos que, como consecuencia de nuestro testimonio acerca de Cristo, tengamos
que afrontar cada día.
Pidámosle al Señor que nos conceda, por
intercesión de la Santísima Virgen María, nuestra Madre, la gracia de vivir con
lealtad nuestra fe en Él. No vaya a suceder que, quienes vivimos constantemente
junto al Señor, vayamos a perder la novedad de Cristo en nuestra vida y tomemos
a juego lo que debe ser una respuesta de amor fresco, renovado y comprometido
en su totalidad al Señor.
Que siendo fieles testigos del amor de Dios
para nuestros hermanos, sepamos dar nuestra vida por ellos para que, juntos,
podamos algún día alegrarnos eternamente en el Señor. Amén.
Homiliacatolica.com
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