Por: Juan E. Díaz
El
Papa Juan Pablo II siempre dedicó una especial atención a los jóvenes. Y
con toda razón. En tantos países del mundo, ellos representan la mitad
de la población y a menudo la mitad numérica del mismo pueblo de Dios
que vive en esos países. Es decir, los jóvenes constituyen
una fuerza excepcional a la cual no debemos temerle, sino acogerle y
ayudarle en el trabajo pastoral.
En efecto en ellos la Iglesia
percibe su caminar hacia el futuro que le espera y encuentra la imagen y
llamada de aquella alegre juventud, con la que el Espíritu de Cristo
incesantemente la enriquece. En ese sentido el Concilio ha definido a
los jóvenes como: “la esperanza de la Iglesia”.
“La Iglesia mira a
los jóvenes, es más, la Iglesia de manera especial se mira a sí misma
en los jóvenes, en todos ustedes y, a la vez, en cada una y en cada uno
de ustedes”, así se desprende de la carta dirigida a los jóvenes del
mundo el 31 de marzo de 1985. Ha sido así desde el principio, desde los
tiempos apostólicos. Las palabras de San Juan en su primera carta pueden
sen un singular testimonio: “Os escribo jóvenes, porque han vencido al
maligno, porque han conocido al padre, porque son fuertes y la palabra
de Dios habita en ustedes.” (1 Jn. 2,13)
En nuestra generación,
al comenzar el segundo milenio, también la Iglesia se mira a sí misma en
la juventud. Y es que no deben considerarse simplemente como objeto de
la solicitud pastoral de la Iglesia; son de hecho sujetos activos,
protagonistas de la evangelización y de la renovación social. Su
sensibilidad percibe profundamente los valores de la justicia y la paz.
Su corazón está abierto a la fraternidad, a la amistad y a la
solidaridad. Pero también están llenos de inquietudes, de desilusiones,
de angustias y miedo al mundo, además de las tentaciones propias de la
juventud.
Por eso la Iglesia no se cansa de anunciar a
Jesucristo, de proclamar su Evangelio como la única respuesta a las más
radicales aspiraciones de los jóvenes, como la propuesta fuerte y
enaltecedora de un seguimiento personal que supone compartir el amor
filial de Jesús por el Padre y la participación en su misión de
salvación de la humanidad.
La Iglesia tiene tanto que decirle a
los jóvenes y a su vez ellos tienen tanto que aportar. Este diálogo
recíproco, que se ha de llevar a cabo con gran cordialidad, claridad y
valentía, favorecerá en encuentro y el intercambio entre generaciones y
será fuente de riqueza y juventud para la Iglesia y para la sociedad
civil. Dice el concilio en su mensaje a los jóvenes: “La Iglesia los
mira con confianza y con amor, ella es la verdadera juventud del mundo.
Miradla y encontrarán en ella el rostro de Cristo.”
http://www.evangelizacioncatolica.org
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