Nuestras
iglesias tienen un algo distinto. No son una sala de reuniones, un
salón de catequesis. No están vacías cuando entramos. No son una
sinagoga, no son una iglesia luterana o evangélica, lugares concebidos
sólo para la asamblea, para recibir a los creyentes, pensando
exclusivamente en el culto comunitario.
Nuestras iglesias están
habitadas: Cristo vivo está allí, en el Sagrario. En cualquier momento
se puede entrar a conversar con Cristo. ¡Hay Alguien! Alguien
-Jesucristo en el Sagrario, vivo, glorioso- que me espera, me ama, me
escucha, me recibe, me consuela, me ilumina, me asiste, me lleva a
conocer y saborear la Verdad, me habla, se revela y se me da
constantemente.
Edith Stein
percibió esta experiencia que la impactó. Estamos en 1916, ella
entregada a la filosofía y a sus estudios en la Universidad. La religiosidad
judía la abandonó hace tiempo; se sumergió en el vacío de un ateísmo
existencial, que la dejaba frustrada por dentro y sin respuestas, ¡sin
respuestas a ella, sumamente inteligente y escudriñadora! Tendría que
pasar tiempo. Mientras, el Señor mismo la buscaba a ella (y Edith
tendrá que reconocer unos años después, en su conversión y bautismo,
hasta qué punto ella no encontraría a Cristo si Cristo antes no la
hubiese buscado a ella).
1916, camino de Friburgo, hace parada turística en Frankfurt. Se le ocurre entrar en la catedral: "Teníamos mucho que contarnos mientras recorríamos lentamente la ciudad antigua, que me era tan familiar por los "Pensamientos y recuerdos" de Goethe.
Pero me impresionaron más otras cosas que el Monte de Roma y la Tumba
del ciervo. Entramos unos minutos en la catedral y, mientras estábamos
allí en respetuoso silencio, entró una señora con su cesto del mercado y
se arrodilló en un banco, para hacer una breve oración. Esto fue para
mí totalmente algo nuevo. En las sinagogas y en las iglesias
protestantes, a las que había ido, se iba solamente para los oficios
religiosos. Pero aquí llegaba cualquiera en medio de los trabajos
diarios a la iglesia vacía como para un diálogo confidencial. Esto no lo he podido olvidar" (Escr. Autobiogr., 9,2).
¡Esa Presencia tocaba su corazón!
Igualmente, hoy, esa Presencia puede tocar nuestro corazón.
Lo primero, agradecimiento a Cristo por habitar entre nosotros.
Lo segundo, recuperar la sanísima costumbre de la "visita al Sagrario", entrando unos minutos para un diálogo confidencial con el Señor.
Lo
tercero, una mirada sorprendida y siempre nueva al entrar en nuestras
iglesias: ¡Señor, qué maravilla, estás aquí, por puro amor y misericordia!
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