Meditación: Lucas 7,36—8, 3
En el Evangelio de hoy, la mujer seguramente había oído hablar de Jesús, o quizás lo había escuchado personalmente proclamar su mensaje de amor y misericordia.
En todo caso, es obvio que la palabra del Señor le había llegado al corazón. Probablemente no se había atrevido a ir a la casa del fariseo sin que la invitaran, pero cuando tuvo la seguridad de recibir el perdón de sus muchos pecados, todo temor desapareció. La vergüenza o la crítica que bien pudo haber sentido no le impidieron lavarle los pies a Jesús con sus lágrimas, secarlos con su cabello y ungirlos con un perfume caro (Lucas 7,38). El amor que le expresó al Señor con este gesto es señal de que creía cabalmente que ya había sido perdonada y que había encontrado la vida nueva en él.
En esta escena lo más importante no es la desilusión del fariseo, sino la enseñanza de Jesús ante el comportamiento de aquella pobre mujer. Ella hizo lo que le faltó al fariseo en la más elemental norma de cortesía oriental al recibir a un invitado honorable: lavarle los pies, secárselos y perfumárselos. Ella lo hizo voluntariamente y con amor, como gesto de conversión y como espera de misericordia, confiada en que el Señor apreciaría el gesto con el cual le suplicaba el perdón. El fariseo no vio en ella más que el pecado condenable, pero Jesús vio sobre todo el amor manifestado en acciones sinceras: a quien mucho ama, mucho se le perdona.
Ahora bien, ¿amamos nosotros a Jesús tanto como esta mujer, que se arrepintió y pidió perdón, o somos como el fariseo, que se consideraba justo y no veía ni su propio pecado ni su necesidad de un Salvador? Quizás pensemos que nos hemos entregado por completo al Señor y que ya no cometemos pecados, pero ¿lo demuestran nuestras acciones? Si oramos con devoción y fe pidiéndole al Espíritu Santo su iluminación y haciendo un examen sincero de nuestra vida, podremos ver si aún seguimos con nuestros hábitos de egocentrismo en mucho de lo que hacemos con respecto a Dios y a los demás.
¿Cómo podemos amar más al Señor y entregarnos realmente de corazón? Cuando aceptamos el don de la salvación, Jesús viene a ser el centro de nuestra vida, y nos damos cuenta cada vez más de que Él nos amó tanto que dio su vida para darnos la vida eterna, aunque, por nuestros pecados, no la merecíamos.
“Amado Padre eterno, te rogamos que grabes estas verdades en nuestro corazón para que cada vez te amemos más y así nos entreguemos del todo a Jesús, tu Hijo amado. Concédenos fuerzas para no desfallecer y ser fieles hijos tuyos.”
2 Samuel 12,7-10.13
Salmo 32,1-2.5.7.11
Gálatas 2,16.19-21
Tomado de: la-palabra.com/
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